El 7 de enero de 2020 murió Ignacio, Nacho, Toscano Jarquín. No sabía estar quieto; por eso, creo, apuró su partida. Lo hizo con esa serenidad suya, sin dramas. No era un ser convencional, ni quería despedidas así. El cáncer alcanzó su páncreas. Le echábamos porras los amigos. Yo pensaba: es gato con siete vidas. Y todavía te quedan tres, Nachito, le dije. Pero esta vez ya no pudo; tal vez, ahora sí, se cansó.
No era para menos: desde la prepa organizó conciertos. Tuvo un abuelo oaxaqueño que amaba la música, y lo contagió. Nacho no concluyó ninguna de las tres carreras que comenzó, pero aprendió muchas en su tarea como gestor a lo largo de 40 años.
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Nos conocimos en 1979. Empezamos la amistad. En 1980, lo designaron coordinador de Extensión Cultural de la UAM Iztapalapa (UAM-I) y me invitó al cargo de Difusión. Fue la primera aventura cultural a la que me le uní. Otros más se integraron: Juan Villoro para Actividades Culturales, Francisco Hinojosa en Literatura, Francisco Segovia para Publicaciones, Juan Jacobo Hernández para Teatro, y Federico Bañuelos en Música. Todos andábamos entre los 23 y los 28 años de edad. Nacho era el viejo: tenía 29.
Cruzábamos la ciudad para llegar a la UAM-I, sembrada entre pastizales y vacas. Al año, esa Unidad se alzó como la más activa. Conquistábamos notas en los diarios; se inauguraba el Teatro del Fuego Nuevo y Arnold Belkin pintaba sus murales en el recinto.
Al influjo del activo y tímido Nacho se sumaron el compositor Mario Lavista, el chelista Álvaro Bitrán, la flautista María Elena Arizpe, la oboísta Leonora Saavedra y la pianista Lilia Vázquez. Con ellos, Ignacio creó Da Capo, cuarteto de música contemporánea. Surgió Pauta, revista que Mario dirige todavía (pero está en el limbo de la 4T). Nació la colección de libros, Correspondencia, y otra de poesía. Brotaron anuarios de fotografía, discos, obras de teatro, concursos. La nueva música clásica —hecha por italianos, españoles y mexicanos— llegó al Fuego Nuevo. Y así vivimos cinco años.
Recuerdo la madurez de Toscano para lograr tremenda tarea. Era el amigo, sí, pero ante todo nuestro disciplinado jefe. Por esos años ochenta, adquirió el hábito de guardar tarjetas blancas en el bolsillo de su camisa; con una pluma fuente, de tinta color verde, anotaba ideas. Su tesoro: esas tarjetas, y era cosa de tiempo transformar esas notas en realidad. Lo hizo cientos de veces.
Nacho dejó la UAM-I en 1984 para ocupar la subdirección de Ópera, de Bellas Artes. Villoro fue a Berlín, como agregado cultural. El grupo, poco a poco, se retiró de ese polo cultural. Pero no de la amistad de Nacho. Él sabía alimentarla a distancia, mientras conquistaba proyectos con nuevos amigos.
En 1987 me invitó a desayunar. Dos días después, y con un equipo nuevo, vivíamos absortos en un retador proyecto: el Festival Cultural Sinaloa con Ignacio como director ejecutivo. Creadores y promotores iríamos a esa aventura que parecía descabellada: en Sinaloa —fuera de Culiacán— no había recintos teatrales. Así pues, llevaríamos música, danza, teatro y ópera a plazas, estadios, atrios y canchas de regiones cuyo ritmo, ya para 1987, lo marcaba el narco. Otro desafío era cuadrar, matemáticamente, que cientos de artistas recorrieran los 18 municipios en 19 días y que decenas de periodistas vieran la mayoría de espectáculos recorriendo el estado por carretera. Difícil ecuación, pero la resolvimos y fue la gran escuela para todos. Tras aquel reto estuvo el apoyo, al cien, de Francisco Labastida, el gobernador, y de la entusiasta María Teresa Uriarte, su esposa. Se fueron volando los seis años, y a la experiencia sumamos el amor a los sinaloenses y a su tierra con once ríos.
Nacho tomó la gerencia del Palacio de Bellas Artes. Los demás fuimos tras otros derroteros. Él hacía nuevos amigos y mantenía unido a su núcleo original, telefoneándonos en cada cumpleaños e invitándonos a su Palacio. Decía que conocía tan bien el recinto que sabía dónde estaba cada tornillo de su mecánica teatral. Y tenía un secreto pero nos lo confiaba: que cargaba un duplicado de la llave de la puerta principal. ¿Fue cierto? No lo sé, pero me fascinaba imaginarlo con su poderosa llave en el bolsillo.
Para ese Palacio, Ignacio creó temerarias obras. Invitó al cineasta Werner Schroeter a montar y dirigir la ópera Salomé, que Richard Strauss estrenó en 1905, y fue un escándalo. En los años noventa, volvió a serlo. Pero Nacho no cejaba: abría el espacio a la ópera en español escrita por mexicanos, y a más.
En 2000 asumió la dirección del INBAL; permaneció poco. Sus decisiones artísticas, su irreverencia y los proyectos costosos no convencieron a Sari Bermúdez.
Sin trabajo y con tristeza, Nachito se refugió en su playa. Con un ojo al mar y el otro a las blancas tarjetas, consignaba ideas. Tras largos días de silencio, resurgió el Nacho emprendedor. Iría por un proyecto de formación musical. Se llamaría Instrumenta. Tomó sus tarjetas y buscó a Alfredo Harp. Nació Instrumenta en el papel. Era 2002.
Y ahí va de nuevo Elvira, subyugada por Instrumenta en ciernes. Amigos músicos caen también en la fascinación: Mario Lavista, Ana Lara, Jorge Rissi, entre decenas de jóvenes compositores. Parimos Instrumenta Verano, cuyo primer año fue en Puebla y continuaría en Oaxaca, ciudad en la cual Nacho descubriría, con el tiempo, que era su casa; honraría la memoria de Eduardo Mata, su amigo, y crearía propuestas musicales que hoy dejó inconclusas. Ojalá Alejandro Murat las continúe.
En 2006 me separé profesionalmente de Nacho, no de la querencia. Quise encontrarme en mi periodismo. A distancia nos “monitoreábamos”; él lo hacía también con su inmensidad de amigos. La amistad es una cara del amor y no termina si dos no quieren. Ese lazo invisible nos une a todos y es tan resistente que llega al sitio donde habita el espíritu de Nacho: aquel espacio donde no hay reloj, prisa, ni tarjetas ni pluma con tinta verde. Es el nido en donde ya nada duele.
ÁSS