Los perros de Pompeya

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Desde hace miles de años, los canes, que murieron al lado de sus amos gladiadores, han sido fieles guardianes de la antigua ciudad romana.

Mosaico de la Casa del Poeta Trágico. (Wikimedia Commons)
Jorge Esquinca
Ciudad de México /

El reciente hallazgo de una moneda en la bolsa de una dama, hace pensar que no fue en el ardiente verano de agosto sino en una fresca mañana de otoño cuando los habitantes de la ciudad ubicada en las faldas del Vesubio se despertaron con la visión de una extraña nube negra que se arremolinaba sobre sus cabezas.

Días antes, los perros guardianes de las fincas domésticas habían mostrado cierta excitación, tirando de sus férreas cadenas o echando a correr sin ton ni son por las avenidas empedradas, los foros repletos de paseantes o interrumpiendo con sus ladridos la bulliciosa actividad del gran mercado.

Algo que se agitaba bajo el suelo de Pompeya había derramado el aceite de las lámparas en el Templo de Isis, sobrecalentado de forma notable el agua de las termas y distraído —así fuera solo por instantes— los juegos eróticos de los amantes en el Lupanar. (Hoy en día es posible ver los frescos que adornaban las paredes de los diversos habitáculos donde las prostitutas mostraban al cliente en turno las diversas suertes del ars amandi, esclavas orientales o griegas que, de acuerdo con sus talentos, podían cobrar hasta ocho veces el equivalente a un vaso de vino.)

Días antes, en uno de los muros laterales de la lujosa mansión de Publio Cornelio Sila —que ocupaba toda una manzana—, una mano anónima había raspado la frase NULLA REMANEBIT, “nada de esto quedará”; en la Villa de los Misterios, bajo la luz de la luna, donde generaciones de mujeres célibes habían recibido la secreta iniciación, era posible percibir astillas luminosas que flotaban unos instantes en el aire… No es difícil imaginar lo que siguió después, durante esa mañana, la última, cuando la nube de piedras y ceniza incandescente se precipitó sobre la ciudad. En la relación que nos dejó Plinio el Joven, advertimos: “Era de día en cualquier parte del mundo, pero allí la oscuridad era más oscura y espesa que cualquier otra noche”.

CAVE CANEM, “cuidado con el perro”, es la inscripción que puede leerse junto al preciso dibujo de un perro en uno de los mosaicos que, junto con buena parte de la ciudad y los casi dos mil cadáveres solidificados, se conservan en Pompeya. Me llama la atención porque entre los hallazgos de los arqueólogos se han encontrado los restos de los perros domésticos y de los gladiadores que aguardaban encadenados, impotentes para escapar del inmisericorde ladrido del volcán; los canes murieron al lado de sus amos y los gladiadores lo hicieron uncidos a las paredes del Anfiteatro “acompañados de una mujer misteriosa que llevaba puestas todas sus joyas”. Imposible no pensar en la naturaleza de las circunstancias que la llevaron a estar ahí, justo en ese momento.

Entre los muchos ejemplos de perros que nos ofrece la pintura, me quedo con uno célebre, pintado por Goya en un muro de la Quinta del Sordo, el Perro semihundido al que David Huerta le escribió, entre otros versos estupendos: “Pareces caído/ de la estrella Sirio para confundirte entre/ los cuerpos humanos, / entre el escándalo de las concentraciones, miserias/ y esplendores de la megalópolis”.

Y en uno más, leído tantas veces con mis alumnos, en el que Blanca Varela nos entrega la imagen definitiva de una pesadilla: “la piel del hombre se quema con el sueño/ arde desaparece la piel humana/ solo la roja pulpa del can es limpia/ la verdadera luz habita en su legaña/ tú eres el perro/ tú eres el desollado can de cada noche/ sueña contigo misma y basta”. Perros de la poesía que bien podrían confundirse con sus lejanos parientes hallados entre la mortal ceniza de la antigua ciudad italiana.

Hoy, la empresa Boston Dynamics ha creado a Stop, un perro robot de cuatro patas metálicas que durante las noches se desempeña como fiel guardián del Parque Arqueológico de Pompeya, lleva una cámara integrada con la que envía información precisa de los sitios recién descubiertos y manda una alerta ante la presencia de posibles saqueadores.

En un tiempo que ya nos podría parecer legendario, el poeta y enorme traductor de la literatura italiana Guillermo Fernández, tal como cuenta en sus memorias, evadió la presencia de los guardias —un tanto laxa en aquel entonces— y pasó, casi al raso, refugiándose del frío y de los mosquitos, dos noches completas en Pompeya. De su relato, de lo que experimentó en el tránsito de esas vigilias, contenido en el libro Éste (FCE, 2017) rescato un párrafo: “Si el sueño propio no llega, nos queda siempre el de los demás, que nos aguarda en la música o en las páginas de los libros. Mucho más temible es el sueño maligno, el sueño recurrente y perverso, ese buitre que nos devora por dentro, del que nunca podemos escapar indemnes de sus garras”.

​AQ

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