Si alguien le hubiera dicho a Luis Buñuel que algo parecido a su parábola de El ángel exterminador (1962) iba a eclipsar al planeta entero, lo más probable es que hubiese reído de buena gana, tan afecto a las bromas él, afición que solía mezclar con el ensueño y que adoptaba, incluso, el cariz de fantasía perfecta, como la de un día de caza con Luis Alcoriza: Buñuel le señala un águila en la rama de un árbol, y éste la derriba de un pistoletazo. Al recoger su presa, Alcoriza advierte que es un espécimen disecado y aún conserva el ticket de la tienda colgado de las patas; o el de la leyenda que imaginó tatuarle en el vientre a una prostituta para desvanecer la arrogancia donjuanesca del mismo Alcoriza: la dama se desviste y, al acariciarla amorosamente, el guionista lee: Cortesía de Luis Buñuel.
Si alguien le hubiera anunciado al cineasta aragonés que no un ángel pero sí un invisible destructor iba a brotar en el siguiente siglo y enclaustrar a todos, habría refutado aquel augurio con un razonamiento capital: mi película recrea a la voluntad doblegada por un raro impedimento de hacer lo que se quiere (salir de un salón, en este caso) y la dimensión monstruosa del naufragio; el filme no se refiere al cautiverio. De hecho, lo imagino explicando la cuestión, tal como lo hizo en Mi último suspiro: originalmente, la cinta se iba a llamar Los náufragos de la calle Providencia y no El ángel exterminador.
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Ese título provino de una obra de teatro de José Bergamín, que éste le cedió ya que no era suyo sino que tomó del Apocalipsis. Por tanto, Buñuel se habría negado a albergar siquiera la sospecha de que, décadas más tarde, un asesino impalpable iba a encerrar a la gente, e inclusive, la coincidencia bíblica habría sido apabullante para un hombre de fe.
“¡No —diría Buñuel—. Ni tonto me lo creo!”, pues contrario a su película, los cautivos de ese año hipotético del que alguien le pudo contar, tendrían que resguardarse por propia decisión y los roces, los abrazos y los besos estarían prohibidos, algo que ni de lejos sucede en la que fue una de sus malqueridas obras (lamentaba haber filmado El ángel exterminador en México y no en París o en Londres; imaginaba un escenario más elegante y exquisito y, por supuesto, otros actores. Aunque la casona le gustó, el resto de lo que compone la imagen lo dejó muy insatisfecho): tan sólo hay que recordar esa escena en que los novios hacen el amor en el armario y, además, junto a un cadáver.
“¡Eso es un embuste. Mi película no vaticina hecho semejante!”, pudo exclamar y darle con la puerta en las narices al profeta que hubiera osado hablarle del futuro, llamándolo, a su vez, clarividente: “Don Luis, es usted un iluminado. Algo parecido a El ángel exterminador emergerá en 2020; hará del mundo un redondo bajel en la zozobra”.
Y a lo mejor debido a su espíritu curioso y de tanto que le insiste el majadero nigromante, Buñuel comenzaría a dudar y a preguntarse por el destino planetario y el poder de adivinación del cine, razón por la que decidió cerrar así las páginas de Mi último suspiro:
“Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Buñuel partió en 1983. Cuánto ha leído desde entonces.
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