¡Ey, Cernuda!: un retrato de memoria, por José de la Colina

Memorias

El poeta andaluz, que encontró refugio en México pero nunca dejó de añorar su tierra, es el protagonista de este recuerdo con pipa y guante.

El poeta andaluz Luis Cernuda. (Archivo)
José de la Colina
Ciudad de México /

Delgado, moreno, chato, de frente abombada, de ojillos intensos, bien empacada su presencia de andaluz serio en una discreta, económicamente heroica elegancia a la inglesa, salía Luis Cernuda con su soledad un tanto presuntuosa a la calle capitalina de México, y los mayorcitos entre los hijos de los refugiados españoles, que lo tenían por lo que de él habían oído: un señorito petulante y antipático, un marica, habían tramado aquella más alevosía que broma.

Él caminaba por la calle, digamos López, e iba tal vez fumando su pipa que perfeccionaba su leyenda de pedantería señoritil, y de repente se oía aquel grito duro, imperativo, lanzado como una pedrada, llegando de cualquier parte en dos tiempos:

¡Ey,

Cernuda!,

y se volvía vivamente sorprendido y miraba en torno y buscaba al sur y al norte y al este y al oeste, como si los puntos cardinales existieran realmente en una gran ciudad, escudriñando la calle que se le volvía bruscamente un laberinto de presencias invisibles, agazapadas, una red de escondidas miradas cómplices, y fruncía el entrecejo, desconcertado como perdiendo su eje y perdiendo suelo. Y nadie al sur y al norte, nadie al este y al oeste, se sacudía un poco de hombros, reiniciaba su camino, desorganizada ya la realidad de su día. Y entonces, unos pasos más allá, el grito, otra vez en dos tiempos y en una sola pero otra voz:

¡Ey, Cernuda!,

se repetía desde cualquier parte, y él volvía a girar, a mirar alrededor, a quedarse un instante detenido en su exilio como en una niebla enemiga. Y otra vez y otras voces:

¡Ey, Cernuda!

¡Ey, Cernuda!

¡Ey, Cernuda!

Él no podía saber qué rostros tenían los muchachos de la morería refugacha que le gritaban y luego se escondían en un portal, detrás de un árbol o un farol o un automóvil, o quizá de la cortina de una ventana de piso alto, como los gritadores no sabían a qué gran poeta le pulverizaban el día, le quitaban el suelo de la realidad, le crispaban el aire urbano. Y se iba Cernuda ciñéndose la entallada chaqueta, como reuniendo y atando los propios fragmentos dispersos, el caño de la pipa casi triturado entre las crispadas mandíbulas, y se perdía, uno entre tantos y luego nadie, en la ciudad esparcida y ajena (“Quizá mis lentos ojos no verán más el sur/ de ligeros paisajes dormidos en el aire...”), acaso todavía perseguido por el último grito que se alargaba burlón: ¡Cernudaaaa!, amujerándose en las aes finales, porque aquellos chicos de la morería, no tan chicos, habían oído, claro, que, además de señorito repipi y antipático, Cernuda era homosexual (“Muchachos/ Que nunca fuisteis compañeros de mi vida, Adiós/... / El tiempo de una vida nos separa/ Infranqueable”).


Emilio Prados 

| Archivo |


A Cernuda no lo querían ni sus colegas, los otros poetas del exilio, sobre todo no lo quería el dulce y parlanchín y tiernamente venenoso Emilio Prados, buen poeta también, y compañero suyo de la juventud en España, en Madrid, en la mítica Residencia de Estudiantes. Prados, anecdotario viviente, con su aspecto de erudito o chino, en su eterna y gastada bata como hábito de falso monje, contaba con voz apagada y su habla de eses y zetas erráticas, trastocadas:

     —¿Sabes una cosa? Yo caminaba por las callesitas de Toledo, daba vueltas y vueltas, había un sol a plomo, una soledá enorme, y de pronto oigo un gemío, un ay dolorosísimo, como de un agonisante, ¿ves?, o como de alguien con una pena dezgarradora, y unos sollosos, y entonse me dio una angustia que no me cabía en el pecho, Dioz mío, me dije, pero quién puede sé que llora azí, y luego era un llanto más sostenío, qué tremendo, ¿comprendes?, y yo buscaba dando vueltas a las ezquinaz, me perdía por aquellos callejones tremendízimos, y el llanto aquel se oía unas veses serca y otraz lejos, y finalmente, para no haserte el cuento largo, llegué a una plasita recoleta, y allí, frente al ezcaparate de una tienda de ropa fina, había un hombre arrodillado, tendía los brasos a una corbata elegantísima, ingleza, que estaba traz el cristá, y al verme me reconosió y me dijo con lágrimaz en los ojoz: Mira, Emilio, qué hermozura, y no me la puedo comprá. Entonse yo lo reconosí a él ¡y era Cernúa!

O bien:

     —¿Zabes? Cuando Gerardo Diego sacó zu antología de poetas de nuestra generasión, la del ventiziete, Cernúa le dijo que no le perdonaba que hubiera revelado allí zu segundo apellido, Bidón, que a Cernúa le paresía un inzulto que le había hecho la propia familia, y entonse Diego le dijo: Puez agradéscame que no haya publicao una fotografía zuya de perfil... Porque Cernúa ez esageradamente chato, zabes.

Pero qué anécdotas definirían a Cernuda el no anecdótico, héroe de su propia biografía interior, habitante único de una Andalucía secreta, espiritual, jaspeada de vetas grises y severas, de filosas interrogaciones, de oros apagados y meditativos, esa Otrandalucía que él deseaba arrancar de España, habitarla solitario como un paraíso mental y entrañable desde donde ver el mar y las nubes y los muchachos que caminaran desnudos por el mundo.

No lo traté, lo vi poco, en un café-restaurante de una callecita transversal a Paseo de la Reforma, ¿era el Viena?, café de reposados espejos de cornucopia, de cortinillas discretas a medio ventanal, de clientela silenciosa, de café exprés y vienés y capuchino: allí estaba Cernuda con un exprés al lado y acaso un pastelito de crema y hojaldre aguardando en la mesa, con la pipa apagada desde hacía rato en la boca, escribiendo algo, y cuántas veces yo, lejos ya de ser uno de los gritadores del ¡Ey, Cernuda!, pensé en acercarme, presentármele, decirle mi admiración de ahora, de quizá demasiado tarde, por cualquiera de sus poemas, por ejemplo el poema a Mozart, su músico más alto y también el mío: “Si alguno alguna vez te preguntase:/ La música ¿qué es? Mozart, dirías,/ Es la música misma”.

SVS | ÁSS

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