Silence like a cancer grows.
Paul Simon
“El habla de los pueblos ha sido siempre tal cual es su vida”, sentencia Séneca en una de sus epístolas a Lucilio. Su explicación refiriendo que en el habla pervertida predomina una sintaxis hiperbatónica, cuando no meramente anfibológica, cuyas metáforas se hinchan en alegoría, pareciera que en vez de aludir a Mecenas, objetivo de su crítica, describiera la discursividad de Tiempo de silencio, la única y magistral novela del prematuramente fallecido Luis Martín-Santos (Larache, Marruecos, 1924-Vitoria, 1964). Por supuesto, no reparo en la reprobación que subyace en el razonamiento del gran moralista romano, sino en su apunte de que la condición paródica es consecuencia de una sociedad en descomposición. Para nosotros, la parodia no es una anomalía, sino un recurso que entraña un elemento de libertad. Antes que manifestación de la podredumbre que la origina, es un reflejo cuya deformidad invita a la transformación. Estamos ante esa condición dialógica que para Mijaíl Bajtín distingue a la novela moderna. Aparece en el Quijote —uno de los modelos de esta obra de Martín-Santos, tan neuróticamente obsesionada con las referencias, más que las influencias, pues aunque modernista, en realidad podríamos considerarla una de las primeras creaciones posmodernas de la literatura castellana—; en Dostoievski, cuyo fantasma, sin ser directamente invocado, permea las situaciones; y en las novelas capitales de James Joyce y Hermann Broch, con las cuales sí hay una relación manifiesta e incluso una abierta intencionalidad: “Toda la novela americana ha salido de ahí”, declara Pedro en una charla de café en la que también perora sobre el agotamiento de la novela sicológica en la vena de Marcel Proust y menciona, como relevo, la estética de William Faulkner.
Historia de una degradación, Tiempo de silencio —primeramente publicada en versión expurgada por Carlos Barral— no representa la corrupción acatando una poética mimética, sino que, a través de la escritura, la aprehende. La tremendista anécdota funge para desencadenar la catástrofe que trastorna la vida de los integrantes de este microcosmos. Más que las peripecias, que recuerdan a las noticias que continuamos leyendo en la nota roja —y más en nuestro México feminicida—, importa aquello que se oculta: los sucesos detrás de las fachadas: el incesto que comete el Muecas en la promiscua oscuridad; las habitaciones donde la madrota acoge al prófugo, lejos de la curiosidad de la clientela prostibularia; la recámara a oscuras en la que el borracho penetra para perpetrar su penetración… De igual modo ocurre con la escritura, que, más que al servicio de la peripecia, lo está al de la trama, entendida como tejido textual que se urde mediante detalles que si, en un principio, parecen digresiones al cabo devienen elementos simbólicos: las ratas, el toro, los abortos… En su única obra concluida, Martín-Santos se yergue como un autor que en vez de dominar un estilo decide apropiarse de todos los estilos, de todos los recursos; es decir: un retórico consumado.
El barroco aparece no cuando el sentido se ha agotado, sino cuando el sentido es sospechoso. Respuesta al realismo especular que pregonara Stendhal, tantas veces reclamado en los últimos siglos como única aspiración del arte novelesco y muy particularmente en la España literariamente enclaustrada del franquismo, el barroco coloca un espejo cóncavo o convexo; y el escritor convierte su pluma en un escalpelo; al estilo en estilete; mientras sus labios se contraen en un gesto, una deformación, que no sabemos si indica risa o angustia. Crítica a la sociedad franquista, a esa represión que solo encuentra momentáneo alivio en el coso taurino, en el baile y el espectáculo de revista, en el burdel y la violación, el modelo de esta obra compleja es la sintaxis del Siglo de Oro, con sus largos periodos, su abundancia de cláusulas, su elección del asíndeton —la ausencia de coordinantes—, su intencional alteración del orden de los elementos de las frases, y, por qué no, a la construcción regida más por el ritmo, por la prosodia, que por la preceptiva lógica. De referentes intertextuales como Cervantes, Goya y Góngora, entre otros más subrepticios, admite igualmente otras lecturas: como novela existencialista que invoca tanto las obviedades presuntamente profundas de Sartre como el fatalismo de Camus; como sumario a la filosofía en boga —del existencialismo heideggeriano a la fenomenología de la escuela francesa—; y como sátira del realismo campante. ¡Cómo no asociar su tremendismo, más que a derivaciones de Mesonero Romanos, a una mofa a La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela!
¿Por qué el inicio de Tiempo de silencio es tan distinto al resto de la narración? El íncipit es una frase compuesta en el que la conjunción “y” funciona como coordinante sincrónica y lógico-causal. No es un hecho aislado: esta confusión entre sincronía y causalidad determina la composición. Por ello, esta apertura, diríase ajedrecística, nos sitúa de súbito en la tensión que detona el conflicto narrativo: la ausencia de ratones.
La aparentemente trivialidad que da pie a la historia, cuya resolución parecería sencilla, más que una acción es un evento, un acontecimiento susceptible de cumplirse o no. Nos encontramos, más bien, ante una aspiración, como lo patentizan los indicios, las alusiones cifradas, la prolija intertextualidad. Conseguir los sustitutos no es tan sencillo porque son ratones especiales, portadores de una cepa cancerígena, importados de Estados Unidos.
Todo aquí es intento. Intentos son los de Pedro por, pese a los nulos resultados obtenidos tras años de investigación, efectuar un descubrimiento que lo sitúe en la antesala del Nobel. Intentos son los de la abuela y la madre de Dorita, sagaces celestinas, por endilgarle a esta al mediocre investigador. Intentos son los de Cartucho por conseguir a Flora, la hija del Muecas. Y todos fracasarán a consecuencia de esa nimiedad: la muerte de los ratones, sin la cual estas esferas perfectamente diferenciadas —como diserta el narrador omnisciente— nunca se hubieran empalmado, pues cada estamento tiene su propio espacio —como ilustra el episodio de la conferencia del anciano filósofo metafísico, cuya presentación sucede en la sala de cine, mientras en el sótano del recinto se desarrolla un baile de criadas—. Así la situación inicial que posibilitaba la legitimidad de las aspiraciones de estos habitantes del Madrid de la posguerra —el año es 1949— se ve trastrocada por una situación inferior: ya no se trata de alcanzar el objetivo inicial, sino de volver a ese primer estado, como intentan Pedro y Amador, quienes se dirigen a las chabolas con la esperanza de encontrar ejemplares de los animales enfermos. Pero esta secuencia, en vez de restaurar ese orden, aumentará el desorden pues provocará el contacto entre Pedro y el Muecas; contacto que desata la peripecia novelesca.
Si la carencia da inicio a la narración, el evento axial de la historia es la muerte de Florita merced a un legrado. Metonimia, diríase, de la degradación en que se encuentra sumida la sociedad del franquismo, tal escena ilustra la tesis de Matías: en el centro de la España oscurantista se aposenta el Buco —el macho cabrío, trasunto del Diablo—. Disertación a partir de una reproducción de El aquelarre de Francisco de Goya y Lucientes —parte de la serie “Asuntos de brujas”, que el pintor realizó para la Alameda de Osuna—, que el señorito crápula luce en una de las paredes de su señorial recámara para manifestar su disidencia frente al entorno burgués en el que ha crecido, esta écfrasis situada en el corazón del relato nos brinda la clave de la significación: España es un país de abortos. Pero abortar no se reduce al sacrificio de los fetos, como el que ofrece una de las brujas quien alarga hacia el cabrón una vara de la que penden diversos endriagos, sino asimismo a las aspiraciones de los personajes.
Dorita no se casará ya con el investigador futuro-cirujano-de lujo. Tras de entregársele —de aceptar, diríamos ahora, la violación sacrificial que comete el borracho Pedro, quien simbólicamente es asociado con un asesino y con un torero; y más tarde, preso de sus remordimientos y víctima de las circunstancias con el minotauro atrapado en el laberinto—, no le quedará más remedio que asegurarlo, aun cuando el luminoso porvenir luce nublado por el polvo del destierro en la provincia. Además de la fama, el aspirante a científico ansiaba el amor, pero este sentimiento, en el universo degradado, no celebra el erotismo; por el contrario, es un medio para alcanzar una mejor posición. Al contrario del lumpenproletariado de las chabolas y las cuevas, quienes actúan impulsados por el deseo —ese instinto animal del que siempre se han jactado los peninsulares, cuyo emblema es la potencia fálica del toro—, Pedro y Dorita no obedecen al temperamento. Personajes arribistas, conciben el matrimonio como un peldaño para una posición superior, aunque cada uno con aspiraciones distintas. Solo merced al alcohol, el investigador con veleidades literarias cede al instinto y se introduce en la recámara de la chica para poseerla. Cartucho, obsesionado con la desventurada Florita, y particularmente con la idea de no haber sido él quien la desflorara —auténtica fijación: anteriormente mató a un rival, pensando que había sido él quien desvirgó a su amante—, al enterarse de que ha muerto, creyendo que la había disfrutado otro, solo concibe vengarse, reparando con el entierro del cuchillo la penetración que no pudo realizar fálicamente.
Sin posibilidad de cumplir sus aspiraciones, ni siquiera de volver al estado inicial, tras su desgracia, a los personajes no les queda más que aferrarse, como náufragos, a los asideros que el destino les ofrece. Pedro se resigna a casarse con Dorita y a refugiarse en la provincia, lejos de su ambicionada carrera científica; ella, a su vez, junto con su familia, deberá conformarse con un médico provinciano y no con una eminencia académica o un cirujano que le permitiera resarcir la deshonra y el desprestigio.
No se detiene aquí la corrosiva e inexorable acción degradante que impone el movimiento de la novela, tan similar a la del ferrocarril que trasladará al antihéroe a su oprobioso derrotero. Cartucho, verdadero habitante de las sombras —como los sosías sublunares y subterráneos de Us de Jordan Peele—, irrumpe en la sociedad establecida como suelen incurrir esos olvidados: para protagonizar la nota roja. Con la muerte de Dorita se cancelan o concluyen los intentos. Madre y abuela no conseguirán su objetivo; continuarán atadas a esa pensión hambruna asignada y a la hambruna pensión que regentean. Pedro, despedido del instituto e imposibilitado a causa del escándalo de seguir en Madrid, viajara hacia un pueblo, solo, sin mujer, tempranamente derrotado. Más poderoso que la muerte, más atroz, es el silencio, trasunto de la impotencia, de la castración, que es el reverso de esa iconología que articula la narración tan insistente en las metáforas de penetración: del asesino con cuchillo, del matador con el estoque, del propio innominado filósofo aludido como “el gran matón de la metafísica”.
El periplo narrativo permite responder el porqué de ese primer capítulo en primera persona: tras la articulación de su voz, el protagonista queda silenciado. En el principio nos enfrentamos a un monólogo interior, que, además, registra, mediante abrupciones enmarcadas en comillas, la oralidad, las frases que intercambian él y Amador. Asimismo, no solo se mezclan pensamientos con voces, sino también los tiempos verbales se entreveran.
Es por ello que solo en el primero y en el último capítulo se manifiesta lo que podríamos llamar la voz del protagonista, la cual no volveremos a escuchar en este vocinglerío de monólogos interiores que sin describir configuran fidedignamente la ideología de los otros personajes. Como si se hubiera abierto un paréntesis, entre estos monólogos pétreos se desarrollan los acontecimientos destinados a reparar la disfunción inicial —la falta de ratones— que propician que el investigador visite las chabolas y por ende ponga en marcha el mecanismo que terminará por hundirlo. He aquí el tiempo del silencio del título; el tiempo de la alienación del sujeto que, a decir de Frederic Jameson, es distintivo del modernismo; el tiempo del individuo sin orejas que desea gritar y no se oye, como el célebre cuadro de Edvard Munch representó como imagen duradera de esa modernidad a la que afanosamente su autor y otros escritores contemporáneos —Juan Benet, Juan Goytisolo, posteriormente Julián Ríos— buscaban adherirse. A cien años del nacimiento de Luis Martín-Santos y a sesenta de su muerte en un accidente que bien podría calificarse de irónico, en la concepción de Diderot (Jacques y su amo), su única novela concluida continúa altanera como una edificación en un promontorio solitario a la que, pese al embate de los aires del nuevo siglo y las corrientes subterráneas del realismo ancestral, contemplamos incólume.
AQ