La filosofía mexicana ha sido machista. Esta es una verdad incómoda y difícil de digerir. Si echamos un vistazo a las (pocas) historias de la filosofía en México, nos daremos cuenta, enseguida, de que las mujeres brillan por su ausencia. Se les menciona poco y como de pasada. Los historiadores más “inclusivos” y open-minded, conceden un puesto de honor a Sor Juana Inés de la Cruz. Pareciera que, de ahí en fuera, del siglo XVII para acá, no ha habido más que “señoritas profesoras” de voz cadenciosa pero de ideas escasas. Nada más alejado de la realidad.
La editorial Siglo XXI acaba de publicar un libro que es de aplaudir y de estudiar con lupa. Se titula, muy elocuentemente, Las filósofas tienen la palabra, aunque, siendo más precisos, tuvo que haberse llamado Las filósofas mexicanas por fin tienen la palabra. Fanny del Río se dio a la tarea de entrevistar a diez de sus colegas. Las versiones previas de estas entrevistas se publicaron en el suplemento Laberinto de MILENIO entre 2016 y 2018.
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¿Cómo es que a nadie se le había ocurrido? Vemos a estas mujeres caminar por los pasillos de la Universidad. Las vemos en sus cubículos, frente al pizarrón, dictando una ponencia sobre Aristóteles, Nietzsche, Heidegger o Davidson. Pero nunca les formulamos una pregunta básica: “Buenas tardes, doctora, ¿quién es usted?”. ¿Serán esposas, tendrán hijos? ¿Cómo se compagina el quehacer filosófico, tan absorbente, con la maternidad? ¿Practicarán algún deporte? ¿Por qué una mujer decide estudiar filosofía en México, sabiendo de antemano que lo tendrá difícil?
El libro nos regala postales conmovedoras, como la de la doctora Virginia Aspe en su estudio, rodeada de pinturas virreinales, releyendo por enésima vez, con inagotable fascinación, la Carta atenagórica de Sor Juana; la de la doctora Paulette Dieterlen, embarazada, leyendo completo El ser y la nada de Jean-Paul Sartre en la sala de espera del ginecólogo, que siempre la recibía como tres horas tarde; la de una joven Maite Ezcurdia sentada en las Islas de C.U., acabando la tarea de Lógica y diciéndose a sí misma: “Creo que lo que yo quiero hacer es esto”; la de Fernanda Navarro, en el 68, llevándole a José Revueltas, preso en Lecumberri, una gelatina de vodka, o acompañando a Althusser a su terapia con el psicoanalista; la de la doctora Carmen Rovira, profesora emérita, asegurando con infinita modestia que ella no es filósofa, que se contenta con ser una “aprendiz de filosofía”. Kim Díaz, Juliana González, Olbeth Hansberg, María Pía Lara y Paulina Rivero completan el índice. Todas son investigadoras de primer nivel. Nadie se atrevería a poner en tela de juicio sus credenciales. Han publicado abundantes e importantes libros y ejercen (o ejercieron) cargos directivos dentro de la academia. Todas, al momento de ser entrevistadas, se hallaban en “plena productividad”.
La doctora Rivero afirma, y con razón, que “la mujer le ha dado una segunda vida, un gran impulso a la filosofía en México”. Los itinerarios vitales y profesionales de las entrevistadas son muy diversos. Algunas transitaron de la ortodoxia aristotélica al pensamiento novohispano. Otras emprendieron el camino de la mano de Platón para desembocar en la genética y la bioética. La filosofía política, la filosofía de la mente, el marxismo analítico, la ontología hermenéutica de Heidegger se cuentan entre sus campos de especialización. Todas se plantean preguntas medulares: ¿cómo logramos una sociedad más justa y más digna? En un país azotado por la violencia, ¿la razón será capaz de regular la afectividad y las emociones?, ¿qué es la pobreza?
Se trata de un libro poliédrico. No podía ser de otro modo. Los “filósofos profesionales” hallarán aquí rutas y vetas de investigación y un apretado resumen de lo que ha sido (y no ha sido) la filosofía mexicana en los últimos cincuenta o sesenta años: sus instituciones, sus maestros, sus corrientes, sus vicisitudes. Uno se queda con la impresión de haber asistido a un cónclave de mujeres temerarias, de inquebrantable tesón, inteligentes, por no decir audaces (tenían que serlo para sobrevivir en una “realidad patriarcal”). Su trabajo es la mejor defensa de la equidad de género: “la libertad de decisión sobre lo que queremos hacer en la vida. Tener igualdad de oportunidades e igualdad de decisión” (Maite Ezcurdia).
La mayoría de las entrevistadas repite la misma queja: no existe, en México, una “comunidad filosófica”; lo que hay son voces aisladas que de vez en cuando se reúnen en coloquios y congresos. La filosofía se enseña como una disciplina abstracta y desligada de los problemas nacionales. De aquí que la doctora Rovira “se atreva a decir” que el filósofo mexicano “tiene que tomar una responsabilidad social”.
La filosofía mexicana, para de veras ser responsable, tendrá que prestar oídos a su tradición, a su historia, y tendrá que reconocer lo obvio: las mujeres mexicanas han sido, y son, “sujetos de conocimiento”. Estamos ya en camino —así lo anuncia el libro de Fanny del Río— de resarcir esta y otras terribles “injusticias epistémicas”.
Las filósofas tienen la palabra, el logos. Es momento de escucharlas.
Perfil.José Manuel Cuéllar Moreno
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