Para Meche
“Es horrible tener 90 años, pero más no llegarles”. Manuel Felguérez (Zacatecas, 12 de diciembre de 1928-Ciudad de México, 8 de junio de 2020) repetía esta frase con la sonrisa estampada en su rostro bondadoso, durante los festejos por sus 90 años. Traía bastón en mano, pero paso firme y silueta sólida bajo el eterno saco de tweed y el pantalón de pana, cualquiera que fuera el clima. Los proyectos se multiplicaban y —subrayaba su esposa Meche— los obligaban a viajar más de lo razonable.
En septiembre de aquel año, Manuel había instalado en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, la pintura de tamaño monumental Agenda 2030; el título se refería al plan de desarrollo sostenible para eliminar la pobreza extrema y el hambre en el mundo en un plazo de doce años (sería el segundo mural obsequiado por el gobierno de México a esta organización; el primero fue Fraternidad de Rufino Tamayo en 1968).
De manera periódica, el Museo Abstracto Manuel Felguérez de Zacatecas solicitaba la presencia de la pareja, para alguna inauguración o evento oficial. Y se perfilaba para el año siguiente la retrospectiva Trayectorias en el MUAC, que resultó una joyita de exposición: rara vez se ha logrado con tal parquedad curatorial y elegancia museográfica revisar una trayectoria longeva como la de Felguérez.
Cumplió 90 años el 12 de diciembre de 2018 y dos días después colegas y amigos brindábamos con él y Meche, en una cena ofrecida en el patio de su museo zacatecano. Gran algarabía en medio de un frío polar —algún invitado comentó que hacía la misma temperatura que en Reikiavik, la capital de Islandia—. En noviembre, habíamos reinaugurado en el jardín del MAM la escultura monumental El barco (1968), que pudo restaurarse gracias a los patrocinios privados de la Fundación Alfredo Harp Helú y de la familia Martí. Manuel supervisó en persona la renovación del vetusto y oxidado aparato de hierro policromado, de 5 metros de alto y 15 de ancho, asumida por el Centro de Conservación del INBA. Acudía regularmente a constatar los avances, pero no se inmiscuía en el trabajo de los técnicos especializados; incluso estimó innecesario restituir el diseño original de la pieza y sugirió evitar reposiciones que exigieran un mantenimiento excesivo.
El barco es un testimonio de resistencia juvenil y de protesta política. En 1968, Mathias Goeritz lo invita a participar con una escultura monumental en la Ruta de la Amistad, programa de arte público de la Olimpiada. Felguérez concibe su pieza para ser empotrada en un muro a la entrada del conjunto habitacional Villa Olímpica, frente a un espejo de agua. La obra semeja la quilla de un barco, pero Felguérez sólo la titula México 68. Indignado por la salvaje represión estudiantil, renuncia a colaborar con el gobierno y la deja inconclusa. En 1970, el Comité Olímpico la dona al MAM, entonces dirigido por Carmen Barreda, quien la instala en el jardín.
Según Juan Villoro (“Manuel Felguérez. Invención constructiva”, Museo del Palacio de Bellas Artes, 2009), “ese artificio tiene forma de nave ovoide: un submarino para un inventivo Capitán Nemo, equipado con geométricos instrumentos de navegación”. El engranaje abstracto de ángulos y volúmenes en hierro esmaltado es fruto de las investigaciones de Felguérez para la construcción de un nuevo orden conceptual y emocional, y se deriva de su pasión por la interacción sensible con las máquinas y las computadoras, de la cual fue pionero en México para elaborar obras experimentales.
Con Vicente Rojo y Arnaldo Coen, Felguérez era uno de los últimos decanos de la generación de la Ruptura. En su vejez, daba todas las señas de ser un hombre feliz y un artista en plenitud. Mantenía intacto el compromiso con su trabajo, conservaba una lucidez y una jovialidad envidiables, siempre estaba dispuesto a conversar con quien lo abordara, no se le ocurría desairar a los periodistas ni se negaba a colaborar con curadores que solicitaran su participación en algún proyecto.
Felguérez traslapó posibilidades formales, materiales, arquitectónicas, matemáticas y tecnológicas en un lenguaje híbrido, y con ello aportó una perspectiva plástica única que entreteje la pureza de lo abstracto, el rigor conceptual y la intensidad de la emoción. Le gustaba recordar que, durante uno de los viajes “de aventón” que hizo de jovencito por Europa con su amigo Jorge Ibargüengoitia, la revelación frente a cuadros de Turner lo había convencido de ser pintor; otro viaje a París, en 1949, lo hizo descubrir a Hans Arp y se decidió a explorar la abstracción; el aprendizaje en el taller de Ossip Zadkine consolidaría sus habilidades de escultor.
Juan García Ponce destacó la obsesión de Felguérez por “cercar la materia, encerrarla en un ámbito estricto, lleno de sugerencias secretas”. El artista se dio a conocer con sosegadas composiciones orgánicas que evocan estructuras en precario equilibrio bajo el peso de motivos semejantes a ubres blancuzcas, sobre amplios fondos de gamas cromáticas suaves. ¡Toda la impronta de Arp! Más adelante, el Felguérez maduro se expresó con enérgico sentido constructivista, en ensambles de geometrías permutables, y hermosas paletas de rojos bruñidos, naranjas quemados, ocres caramelizados y blancos opacos o metálicos.
Se sabe que, en un risco de Puerto Vallarta, él mismo diseñó su casa de playa, una estrecha torre de cinco pisos montada en un promontorio. ¿Acaso podría adivinarse en su producción artística un eco de este talante de constructor de espacios? La atrevida mímesis de pintura y escultura encontró su mejor resolución en sus murales y obras públicas, de escala a veces monumental, desde aquella potente mecánica del Cine Diana (1962), ahora en exposición en el MUAC, en la que recicló chatarra automotriz, residuos industriales, fierros viejos (a veces incrustaba hasta conchas de ostión en el soporte)…
Manuel Felguérez nos deja en la murria al despedirse en plena pandemia del covid-19. El consuelo es saber que consiguió transmitir lo que siempre buscó: una experiencia estética que fuera toda sugestión mental y pura estimulación sensorial.
ÁSS