En marzo, justo antes de esta pandemia, vi al maestro Manuel Felguérez. Lo vi como siempre: lleno de energía, inteligencia y vitalidad, entregado con infatigable pasión y disciplina a sus cuadros: unos lienzos enormes, suspendidos de poleas, en los que el dorado irrumpe, se cuela por una esquina, respetuoso de los bordes, para luego estallar ante la mirada impertérrita y abismada del espectador.
Gracias a Mercedes, tuve el lujo y el privilegio de sentarme a platicar con Manuel Felguérez en varias ocasiones. Hablamos, o mejor dicho, me habló del ambiente parisino de los años cincuenta. Medio mundo se dio cita allí. Margo Glantz y Francisco López Cámara, Lilia Carrillo y Ricardo Guerra (que por entonces cursaba el doctorado bajo la tutela de Jean Hyppolite), Gabriel Zaid (recién graduado de Ingeniería), Jorge Portilla (que cantaba con una hermosa voz de tenor), Emilio Uranga (obsesionado por entonces con Goethe), Porfirio Muñoz Ledo (el único capaz de vencer en el ajedrez a Uranga) y un largo y variopinto etcétera.
Manuel Felguérez y Meche me dieron un hermoso regalo, hace meses: me dejaron echar un vistazo furtivo a un mural de proporciones desaforadas (cinco por dos metros) que estaba a punto de embarcarse hacia Nueva York. Se trataba de un obsequio del gobierno mexicano a las Naciones Unidas (ONU). Hoy este mural se ubica en el “pasillo de las banderas” que conduce al salón plenario de la Asamblea General.
El mural es una solicitación irresistible. No hay manera de plantarse delante de él y no sentirse sobrecogido, ofuscado casi, por el dorado esplendente y caprichoso. Tiene algo de fulguración solar. Comparte la fuerza imantada de todas las obras de Felguérez. Hojeando sus libros o visitando su exposición en el MUAC (Trayectorias) uno se queda con la impresión de que Felguérez fue un espíritu inquieto y en permanente experimentación (de colores, de formas, de formatos, de composiciones, de materiales y de sensibilidades). Hablamos en su caso de “trayectorias” como bien podríamos hablar de “acometidas” o de “asedios”.
Ésta es la feliz imagen que me queda de él: un hombre afable, de inquebrantable tesón, que a sus 91 años seguía en la búsqueda de un lenguaje que fuese a la vez propio, intimista y universal. Su mural no nos cuenta una narrativa epopéyica y necesitada de subtítulos. Se yergue frente a nosotros —se desvela— como el Lichtung de Heidegger: un imprevisto claro en el tupido y negro bosque. La contemplación del mural no nos deja a solas y reducidos a nuestro menesteroso “yo”. No es a esto a lo que me refiero cuando digo que su obra es “intimista”. Su valor ético y estético se halla, a mi juicio, en que relaja los contornos y las ligaduras del ego hasta hacer de esa explosión de dorado un reflejo incomprensible. Y así tiene que permanecer, incomprensible, nimbado de misterio, como cualquier sacudida radical y religiosa.
Es muy fácil imaginarse a un alto funcionario de la ONU deteniéndose frente al mural de Felguérez varios minutos. El mural exige esta detención. Yo le dije, esa tarde en su estudio, que parecía un retablo bizantino (a los fieles de la Edad Media estos retablos debieron suscitarles un efecto semejante de admiración y desposesión). Mi observación le hizo gracia. Alguien más ya se lo había comentado. No es de extrañar. El arte abstracto, en su camino progresivo de desprendimiento, colinda con el arte sacro y con la vivencia mística.
Hay otra obra de Felguérez que me llama la atención: Puerta 1808 (2007), una escultura emplazada en Avenida Juárez y Paseo de la Reforma. Es una escultura viva: cambia de look en cada manifestación; se colorea con las consignas de los inconformes en turno. Y esto, lejos de molestarme o de suponer un agravio para la escultura, la dota de dinamismo y de una vigencia que sólo se agotará cuando vivamos en un país justo y en que todas las reivindicaciones sociales hayan sido satisfechas. Es decir, nunca.
Pero hay algo más que me encanta de esta escultura: su perspectiva. Está perfectamente alineada con el Monumento a la Revolución, que no es, como sabemos, un monumento en sentido estricto, sino un palacio legislativo inconcluso y un simbólico punto de arranque para un nuevo México: el México suave, posrevolucionario y con ínfulas democráticas de Ramón López Velarde (otro zacatecano ilustre e intimista). No viene a cuento resumir aquí lo que fue (o no pudo ser) el nacionalismo revolucionario, con su expropiación petrolera, su Partido Oficial, su cruento presidencialismo, sus libelos y sus guerrillas. La Revolución mexicana terminó por devaluarse y por convertirse en un triste “recuerdo del porvenir”. El Monumento a la Revolución y la Puerta 1808 trazan un arco: marcan el inicio y el fin de toda una época.
La puerta de Felguérez es ambigua como todas las puertas y como todos los umbrales, que lo mismo señalan un fin y una clausura que un inicio. Y esto me lleva a decir algunas palabras finales sobre la “Ruptura”. Se la suele explicar como una reacción al imperio de la Escuela Mexicana de Pintura y a la saturación de los espacios y edificios públicos. Para finales de los años cuarenta, el muralismo mexicano parecía inocuo y hasta maquinal. Esta explicación negativa de la “Ruptura” no me convence. No creo que se haya tratado, tan sólo, de un afán iconoclasta y de un rechazo al principio de autoridad. En la revista Taller (1939), Octavio Paz nos da las primeras claves para entender esta “Ruptura”:
“El problema de México no es de generaciones… sino de trabajo, de esforzada conquista. Tenemos que conquistar una tierra viva y un hombre vivo. Tenemos que construir un orden humano, justo y nuestro. Por eso nosotros no heredamos sino una inquietud; un movimiento, no una inercia; un estímulo, no un modelo”.
La generación de Ruptura, si bien le rehuía a la imitación dócil, se propuso, entre otras cosas, recoger los estímulos y apropiarse del ímpetu de los mayores para insuflarles nueva vida. Fueron, si se quiere ver así, unos continuadores heterodoxos. “Si hubiese nacido diez años antes, hubiese pintado como Raúl Anguiano”, declaró Felguérez en diciembre de 2019, durante la inauguración de Trayectorias, riéndose con gusto de estas contingencias (o fatalidades) que escapan de nuestro control.
A mediados de los años cincuenta, la pintura mexicana sintió la necesidad urgente de desarrollar otro tipo de crítica, en relación de contigüidad, que no de simple continuidad, con las críticas mordaces de Orozco, Rivera, Siqueiros: una manera de decir “no” a la realidad, no cancelándola con gesto pueril y negligente, ni descubriéndole (hasta la caricatura y hasta la moralina) una cadencia histórica o haciéndola discurrir bajo la inclemente lupa del arte figurativo, sino penetrando en su principio animador y enfocándola como un hecho de conciencia, sobre el cual sería posible operar una suerte de epoché husserliana (una liberadora puesta en paréntesis de los presupuestos y de los prejuicios). Esta es, para mí, una lección de vida. Descanse y trajine en paz el maestro.
Perfil.José Manuel Cuéllar Moreno
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