En el agitado 1968, Margarita Dalton tenía 25 años y una conmoción a cuestas. Un amigo australiano, artista, la había instigado a consumir LSD sin saber —o quizá sí— que aquella experiencia, aquel viaje, trastocaría definitivamente la cosmovisión de esta mujer con predisposición a reformar el mundo.
La travesía lisérgica engendró en Margarita un impulso que devino necesidad: escribir. “Impactó a tal grado mi percepción, que pensé: ‘esto tengo que manifestarlo en una novela’”, cuenta la escritora en entrevista para Laberinto.
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Larga sinfonía en D y había una vez, publicada originalmente por la editorial Diógenes —la que fundaron Rafael Giménez Siles y Emmanuel Carballo en 1966—, es la cristalización de ese empeño creador. La novela, considerada en su tiempo un puntal de la experimentación estética, según anota Iván Aguirre en el prólogo, fue reeditada recientemente por el sello Lumen. Sus protagonistas son tres jóvenes afincados en Londres, aunque ninguno es británico: Ana Fisherova es húngara, Martin Carven, australiano, y Roberto Dávila, mexicano. Esta condición le permitió a la autora ensayar sobre ideas como el futuro, el arte, el amor, la economía y el lenguaje con la elasticidad intelectual que concede la multiculturalidad. Y como escenario, la turbulenta década de 1960.
“Eran años de grandes transformaciones”, recuerda Dalton. En pleno auge de los movimientos estudiantiles, todavía reverberan los ecos de la Revolución cubana mientras el mundo atestiguaba las atrocidades de la guerra de Vietnam, “una guerra injusta, absurda, colonial”.
“Los años 60 eran eso”, explica Margarita Dalton, “pero también estaban la psicodelia y los jóvenes pensando que había que hacer la paz. Make love not war, era lo que se decía: hagan el amor y no la guerra. Cuando pienso en los 60, me vienen todas estas imágenes a la mente, toda esa vida de la que uno se iba alimentando cada día”.
—¿Qué significa para usted volver a una novela escrita y publicada hace más de medio siglo?
Regresar es un viaje. No quiero decir un encuentro conmigo misma, más bien es repensar y recordar la historia. Releyendo la novela, me di cuenta de muchas cosas, pero no quise cambiarle ni una coma, ni un punto. Cuando haces algo y pasan los años, la obra se queda ahí. Tú te transformas y sigues adelante, pero eres lo que fuiste. No puedo negar mi pasado, ni las experiencias que tuve. Me siento muy afortunada de haber vivido en los años 60, de haber estado en ese momento donde muchos jóvenes queríamos transformar el mundo, crear un mundo mejor.
—¿Cómo recuerda la recepción de la novela en ese contexto? ¿Existían prejuicios ante su temática, su propuesta?
Sinceramente, no lo viví así, pero sin duda sí hubo críticas. Me acuerdo de una crítica positiva que hizo Miguel Donoso Pareja. Después, algunas escritoras utilizaron la novela, la analizaron y criticaron. No me gusta ponerle etiquetas a mi novela, porque la literatura va más allá del momento en que se escribe y de quién la escribe. Yo deseo que la literatura sea universal siempre. Todos tenemos derecho a leer a Kafka, a Joyce, a Marguerite Duras, a Yourcenar… Tenemos derecho a leerlos como si fueran nuestros, porque en la literatura te apoderas de los libros. Por eso yo creo que toda la literatura es universal.
—La nueva edición de Larga sinfonía en D aparece en un contexto distinto, en el que existe más información sobre las sustancias. ¿Qué opina sobre el cambio de paradigma que se propone desde la ciencia?
Es una pregunta difícil. Sustancias como el LSD ahora se están utilizando en la medicina, para apoyar a personas que tienen problemas psiquiátricos. Sé que ha servido también para ayudar a enfermos de cáncer. La ciencia es una puerta abierta al conocimiento de la naturaleza humana y de la naturaleza vegetal y animal. La ciencia nos abre una percepción de las cosas, y hay que darle espacio para que nos muestre de qué manera puede ayudar a la gente.
—La novela hace una exploración profunda sobre el lenguaje, que es al mismo tiempo nuestro medio y nuestra prisión de pensamiento. ¿Qué le interesa investigar sobre las palabras?
Las palabras son vehículos de contenidos culturales. Cada palabra tiene una esencia profunda. En el texto rompía las palabras o las colocaba en un espacio diferenciado jugando con la tipografía. Era un esfuerzo para transmitir lo que había significado para mí este viaje lisérgico. En los 80 hice mi tesis de doctorado en la Universidad de Barcelona sobre cómo se construye el discurso de lo femenino. Me fui al origen de la literatura, me puse a leer nuevamente a Homero, a Hesíodo, a Platón y a Aristóteles. Ahí me metí también con el lenguaje para tratar de encontrar por qué el lenguaje es patriarcal. Las palabras siempre han estado en mi vida. Para mí ha sido una constante estar enfrentada a ellas y a su significado.
—Tiene otras novelas inéditas. ¿Por qué no se han publicado?
La verdad, por floja. Porque todo me interesa mucho y he estado metida desde hace más de 35 años en la academia. Tengo una sobre mi estancia en Cuba, que se llama Petrel. Tengo otra, La mandala, sobre una comuna hippie en la que estuve, en Oaxaca; ahí estaban todas las nuevas ideas sobre las sociedades alternativas. Y tengo otra sobre París. Algún día me pondré a revisarlas.
ÁSS