La colombiana Margarita García Robayo (1980) vino a México a presentar su más reciente novela, La encomienda (Anagrama, 2023), con la que, feliz, se estrena como autora de una editorial que, en su natal Cartagena, era un lujo. El título tuvo que explicarlo a los mexicanos: las encomiendas, algo así como itacates, son cajas que envía la familia a miembros que se fueron lejos, entre otras cosas, con comida local, que suele pudrirse en el camino por el tiempo del traslado o por el clima sudamericano.
“Convivimos con la podredumbre. Y en un punto hay que pensar si no debemos reconciliarnos con esa idea, con ese vivir podridos, sin que nos derrumbe”, dice la también ensayista de Primera persona.
En entrevista, García Robayo habla sobre la familia, el parentesco y la madre, temas que desacraliza en La encomienda, una obra con la que la escritora residente en Buenos Aires confiesa que quizá busca reconciliarse con la gente que dejó en Colombia, un país con una tradición literaria que parió a otro García, Gabriel García Márquez, sobre el que dice: “No quiero parecerme a él ni a su generación”.
Toma distancia respecto al realismo mágico: “Uno adora a sus abuelos pero no se quiere parecer a sus abuelos. Los escritores contemporáneos estamos buscando otra cosa, mirando a otro lado”.
En La encomienda, una protagonista anónima que vive a 5 mil kilómetros de su país quiere tramitar una beca para irse a escribir a Holanda y mantiene videoconferencias con su hermana, que le manda paquetes con recuerdos y comida que le llega podrida, y lleva una relación conflictiva con la madre.
—En su nueva novela busca desacralizar el tema de la familia ¿qué la motiva?
Damos por sentado cosas que están instaladas en el mundo. La familia es un tema muy poco desacralizado en la vida real, no solo en la literatura. Lo que tiene la literatura es que nos da la revancha, nos permite ir en un terreno para subvertir todos estos mandatos, te sale mejor o peor, no sé, pero es un terreno que te da esa posibilidad. A mí el tema de la familia me interesa particularmente desde hace mucho, no solo en este libro, es uno de mis grandes temas, porque siento que, sobre todo en esta parte del mundo, a la familia se le pide demasiado, es como si la idea de la familia te tiene que alcanzar para todo, tiene que ser un tipo de familia particular y, si no lo es, ya fácilmente cae en la categoría de “disfuncional”. Disfuncional es todo. ¿Qué es disfuncional en todo caso?
La familia me interesa por ese impulso de querer subvertir ese mandato instalado. No es por instalar otro modelo a la familia biparental, todo modelo que se instale va a terminar siendo subvertido por otro, no creo que uno sea mejor que otro. Se da por sentado que el vínculo consanguíneo alcanza para todo, en nombre de eso hacemos tantas cosas, buenas y malas, que me interesa como un universo narrativo para representar otros vicios del mundo. Siento que es como un atractivo, como un artefacto en el que uno puede mirar con lupa y decir aquí están esas taras que si las extrapolas y las sacas al mundo real se reproducen en un montón de espacios, y, particularmente en la familia, terminas dinamitando un montón de individualidades en pos de que se mantenga el conjunto y no siempre es un conjunto que resulta productivo o enriquecedor para sus miembros.
—La narradora es anónima, mientras los demás sí tienen nombre ¿por qué presentarla así?
No tiene nombre, sí. Lo que le pasa a esta narradora es que carece de una historia familiar, personal, a la que aferrarse, no encuentra demasiadas respuestas acerca de su origen, que es la gran pregunta de toda la novela: ¿De dónde vengo? ¿por qué es que no consigo construir una pertenencia sólida en ningún lugar adonde llego? No es como si uno decide irse y cercenarse de su pasado, de su origen, de los vicios, de las taras, de los traumas, y se va libre por el mundo. Eso te persigue para siempre. Es parte de lo que intenta plantear la novela. Aun cuando uno crea que puede prescindir de eso, un día se te materializa al lado y te tienes que hacer cargo. No se puede prescindir del pasado, de un pasado de origen. Lo que sí se puede es esto que decía, tratar de construir una pertenencia, no solamente en un lugar geográfico sino en otro lugar afectivo, con otros elementos, con otros códigos, con otras formas, pero esto que te constituyó originariamente no se puede amputar, va a ser parte de ti, a tu pesar.
No tiene demasiadas respuestas sobre de dónde viene, cómo es que terminó siendo criada por una tía. La única persona a la que realmente se puede aferrar es a su hermana, quien cada vez que le pregunta su historia familiar le cuenta una nueva ficción más disparatada que la anterior; su genealogía es muy disparatada porque no tiene a qué aferrarse, su hermana le proporciona esos retazos de disparate pero es lo único que tiene. Yo vengo de un lugar en el Caribe colombiano en donde no es nada infrecuente encontrarse con niños que han sido criados por la abuela, la tía. No fue mi caso personal, pero sí viví muchos casos cercanos. Y a mí me llama la atención cómo ante esta ausencia de madre hay un montón de figuras maternas que la suplen a lo largo de la vida. A mí me interesaba explorar esta gente que crece ya de entrada como abandonada, las dos hermanas son abandonadas a su suerte, la relación con la madre es eventual, casi fantasmagórica. Y la narradora debe reconstruir un vínculo del que tiene muy pocos elementos. Es un modo de decir igual que las relaciones familiares son un poco también las ficciones que cada quien arme, uno termina reconstruyendo su historia con lo que tiene a mano.
—¿Qué es lo que se está pudriendo en La encomienda? Porque no es solo la comida en las cajas.
Me dicen todos los días acá en México que explique lo que es una encomienda, porque en el resto de América Latina se entiende perfectamente. Y es algo muy simbólico en la novela. La encomienda, en general, es una caja que te manda tu familia porque te fuiste a estudiar o vivir a otro lado, es algo muy rural o de provincia, con comida o una fotito o un peluche o un perfumito: algo que te recuerde que hay alguien que te piensa con cariño, que te recuerda con cariño. Y también es un recordatorio de que, ojo, eres de acá, esto hace parte de ti, no te olvides de aquí, no te olvides de nosotros. Y lo que le pasa a la narradora es esto, ella quiere desprenderse de todo esto pero hay alguien —en este caso su hermana— que se lo está recordando constantemente y la narradora no puede desprenderse de ese vínculo.
La encomienda tiene cosas que se pudren en el camino, sobre todo en este caso que son muchos kilómetros de distancia. Y, está dicho un poco en la novela, cómo forzamos y estiramos la idea y el concepto del parentesco, que a unos les parece que alcanza para todo. Invocamos el parentesco en nombre de tantas cosas. Vivimos encerrados en una serie de mandatos forzados en pos de este concepto por completo construido, irreal. Lo que se está pudriendo, lo que está intentando decir esa podredumbre es no te creas que el parentesco alcanza para todo; no alcanza, hay que alimentarlo, no dejarlo podrir.
—Sus novelas en general han sido celebradas por la intimidad que hay en ellas. Veía esta podredumbre más bien en ese contexto, la metáfora del interior de la narradora que se está pudriendo.
Puede ser, puede ser sobre todo por cómo va a terminar la novela. Otro de los temores de la narradora tiene que ver con esta idea de la continuidad: cómo el parentesco, la familia o el vínculo materno, sobre todo, te implica una continuidad, una repetición, más que una continuidad, como que ella, cuando camina al lado de la madre, estoy caminando al lado del futuro de mí misma. ¿Cómo puedo romper esta cadena, como hacer que esto sea una continuidad? Por eso la comparación con las estaciones, con las hojas que se mueren primero, pero reverdecen después, todo eso que es cíclico en la naturaleza, tanto como en la existencia, como cuando ella hace la reflexión de que cuando uno nace ya nace con una historia heredada, con unos rasgos que son de otro. Y reproducirse es un poco también como constatar esa fatalidad, es reproducir la historia, las taras, los vicios, los traumas de otros. Ahora quizás está un poco más explorado eso últimamente, con esto de la herencia genética, cómo hereda traumas de otros, además de los rasgos físicos. Un poco lo que intenta decir esta narradora es que, en la medida en que nos reproducimos estamos perpetuando esta fatalidad de repetirnos los unos a los otros”.
—Muy de Borges eso. Usted menciona que la literatura es un disfraz, una máscara. Veo esa máscara en su protagonista: quiere aparentar ser ruda, pero es lo contrario, tiene otra cara.
Seguramente. Frágil, total. Sí, sí absolutamente, Es alguien muy contradictorio, hay otra novela que escribí, Tiempo muerto (Alfaguara, 2017), me acordé por esto de la podredumbre. Es un matrimonio que está como en sus últimas, que están por separarse y tienen hijos, que todo el tiempo uno los ve como intentando combatir el paso del tiempo; en un momento es una reflexión de esta ficción de querer mantener las cosas frescas para siempre, como si eso fuera posible. Y eso está dicho en La encomienda también. Creo que todo se mezcla en un punto y, en realidad, cualquier cosa es el principio del deterioro, el deterioro es el destino de todos, solo aquello que da frutos se pudre, ese momento en que algo reverdece, da frutos y es maravilloso es solamente el inicio de lo que finalmente va a ser su destino, que es la podredumbre. Pudrirse es morir. Esto venía a cuento de lo de la podredumbre. Es una manera de decir que sí, que estoy de acuerdo en lo que decías, pero que la podredumbre, la metáfora, quizás tiene que ver con esta insistencia en reproducir que no deja de ser vieja, que no deja de ser otra, los rasgos viejos se los transmites a otro, y así se va reproduciendo ese look fatalista.
—La podredumbre es muy de América Latina, del Caribe y los trópicos, por el clima. Si se deja un plátano, se pudre, en Europa puede durar. Pienso que igual es un tema muy de la literatura latinoamericana.
Ja, ja, ja. Sí, absolutamente. Convivimos con eso, además. En un punto debemos pensar si no hay que reconciliarse con esa idea, con eso de que vivimos podridos. Vivimos con la podredumbre en nuestro entorno, ¿cómo transitarlo, sin que eso necesariamente nos derrumbe, nos derribe? Que es un poco la conclusión, quizás, de esta otra novela a la que aludía, que es esta mujer que decía tipo: Sabíamos que íbamos a perder, aceptémoslo, siempre se pierde, listo. Tratemos de elegir en el presente. Y en eso es distinto a La encomienda, porque es un poco la conclusión de que hay tal cosa, lo único que cuenta es eso, el momento, qué es lo que se te escapa de las márgenes, y quédate con eso, que en ese momento te resultó una revelación, y no esperar a que eso evolucione y se deteriore, y no se corrompa. Otra de las cosas que le pasan a la narradora es que está buscando el momento en que pudo haberse perdido, porque no se siente parte de nada, ni se siente hija, ni nada. ¿En qué momento está eso? Ella no lo encuentra, dice: bueno, lo busqué en el pasado, lo busqué en el presente… ¿Dónde no busqué aún? La respuesta es que lo que está buscando puede estar en el terreno de la posibilidad, en el futuro.
—La gata Agatha en La encomienda es muy simbólica en ese sentido.
La gata para mí es esencial, es súper importante en esta novela, es ese elemento que te permite detectar que hay algo extraño que está ocurriendo. A mí me gustan mucho los gatos, nunca he sido dueña propiamente de uno, porque me ha pasado mucho lo que a la narradora, que hay gatos que llegan y se instalan y son de otros, pero como que tengo custodia compartida de gatos con medio vecindario, y pasan. Los gatos tienen una sensibilidad especial, es como si detectaran la extrañeza, el más allá, no me quiero ver esotérica ni nada, pero estoy convencida de eso: los gatos detectan cosas que uno con su nivel de sensibilidad no llega a captar. Y para mí este gato cumple un poco esa función, como detectar que hay algo extraño, y empieza a comportarse extraño, y las veces que se topa con esa extrañeza huye y viceversa, es una pista posible para que en la novela uno diga: Acá está pasando algo porque este gato está rarísimo. Y eso que dice la narradora de los ojos del gato, que es como una especie de espejo de sí misma, y huye en el momento en que tiene que enfrentarse con eso con lo que no quiere enfrentarse, y que no tolera. Así que el gato es esencial, es otro de los símbolos que toca interpretar.
—La gata le devuelve un poco de humanidad a la narradora.
Total. En ese sentido, el gato y el vecinito son los anclajes de la ternura.
—Y el vecinito se llama León, por cierto.
Ja, ja, ja. Y que se llama León, es otra alusión a lo animal. Sí, son como sus anclajes a estos espacios como de ternura que ella no reconoce en sí misma.
—La narradora dice que está más interesada en reconciliarse con su madre, que con el mundo. ¿Con quién se quiere reconciliar Margarita García Robayo en esta novela tan amarga?
Ja, ja, ja. No es tan amarga, tiene una especie de luz hacia el final. No, sí creo que la literatura tiene una parte como reparadora, es algo que no lo he explorado demasiado, pero en esta novela hay algo de eso y que me interesa explorar. No sé cómo opera, pero hay algo en la literatura que repara, no solamente al autor sino a quien lee, y me lee. Probablemente, me quiero reconciliar con mi propia idea de lo que significa ser familia, ser parte y construir esos vínculos que son, como en la vida real suponen, un peso demasiado pesado y que por ahí la literatura es un modo de alivianarlo.
—Alguna vez Mario Vargas Llosa dijo que en Colombia escriben como dioses, en alusión a Gabriel García Márquez.
Y yo no escribo como diosa, ja, ja, ja.
—Claro que sí, y lo dicen muchos críticos. ¿Sintió como un peso a todos los narradores colombianos que la anteceden, a Gabriel García Márquez, a Álvaro Mutis, a Fernando Vallejo, por ejemplo? ¿Cómo se siente dentro de la literatura colombiana? Aunque viviendo en Buenos Aires no sé si se sigue sintiendo colombiana o más bien habitante del mundo.
Yo soy colombiana y mi tema es Colombia. Todos los lugares, mi objeto narrativo, siempre miro hacia ese lugar; buena parte de las cosas que me interesan tienen que ver con ese origen, con esos primeros años de vida en el Caribe, en Colombia. Ahora, nunca sentí ese peso, si te soy sincera. Siento como que el mundo está pendiente de algo que los mismos escritores contemporáneos no tenemos tan presente: imagínate que García Márquez o toda esa generación podrían ser nuestros abuelos. Los leímos, los adoro. García Márquez me parece un genio, no creo que vuelva a nacer un escritor así; lo admiro profundamente. Pero, ahora, si me preguntas, yo no me quiero parecer a García Márquez ni a la generación esa, porque es lo mismo que decir: uno adora a sus abuelos pero no se quiere parecer a sus abuelos. Es una adoración más como de prócer, como de abuelo prócer, como alguien a quien admiras y respetas, principalmente la figura de Gabo, pero también toda la tradición que nos precede.
Pero no me siento ni amenazada (si me relacionan): El otro día alguien me preguntaba: “¿Esta novela te parece que es realismo mágico?” Nunca lo pensé, pero me encantaría, no me molesta para nada que digan que es realismo mágico, no me siento como: “Ah, les copió, quiere entrar en esa tradición y zambullirse ahí”. No es algo que yo sienta como una presión. No lo digo solo por mí, creo que los escritores contemporáneos estamos buscando otra cosa, estamos mirando a otro lado. Y probablemente estamos contando otro lugar, porque (Colombia) es otro lugar, porque no solamente son el paso del tiempo y los cambios que sufrió nuestro país, sino que somos otras personas con otras miradas. Difícilmente podemos plagiar, reproducir o replicar esa experiencia literaria que ellos tuvieron.
AQ