Marshall Warren Nirenberg: “El día que descubrí la santísima trinidad”

Mis días con los Nobel

El bioquímico estadunidense consiguió descubrir que la información hereditaria se almacena en el ADN y describir la manera de traducirse en células de proteínas.

El bioquímico Marshall Warren Nirenberg. (Wikimedia Commons)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Fue el primero de los nobeles con los que he podido platicar, incluso trabar amistad en algunos casos. Nirenberg vino a la Ciudad de México como invitado principal de un seminario sobre las fronteras de la biomedicina que se llevó a cabo en el Centro Médico Nacional, en 1980.

Era yo el solitario curioso que quiso hablar con él para la revista Avance y Perspectiva del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav), bisoño órgano divulgador que el consejo académico de dicha institución nos había confiado al biólogo Carlos R. Ramírez Villaseñor, al fotógrafo y periodista Arturo Piera, y al que esto escribe.

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No era fácil acercarse a Nirenberg, y no porque fuera antipático, sino porque en ese entonces su tema era un arcano para cualquier periodista de una fuente que, además, no existía. La divulgación y el periodismo científicos no sumaban un cero a la izquierda, eran una dona en el limbo.

Quería saber cómo Nirenberg había encontrado el camino para descubrir “la santísima trinidad”, es decir, la secuencia de tres bases del ADN que codifica para cada uno de los 25 aminoácidos fundamentales en la construcción de proteínas, conocidos como codones. Con ello demostró que, salvo raros ejemplos, tal código es todo un lenguaje, con puntos y comas, común en las especies de la Tierra. “En ese caso”, me dijo, “debo remontarme a mi juventud en Orlando, ¿no le importa?”

A los doce años su familia se mudó a una granja del estado de Florida. “Durante esos días me fasciné por la vida de los pantanos y las cuevas”, explicó, “aprendí a observar y distinguir especies de aves”.

No solo eso, Nirenberg se volvió experto en atrapar y liberar víboras y arañas. Su afición no se detuvo con el paso del tiempo, de tal manera que, para celebrarlo, los especialistas del Museo de Historia Natural de Nueva York nombraron “Marshall” a una especie de arácnido que él recolectó en su juventud, se conserva en dicho museo y no había sido catalogada de manera apropiada.

Le pregunté si se identificaba con Holden, el personaje de la novela El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, quien recuerda sus felices visitas a ese sitio. “Sin duda, fui muy feliz al explorar la vida silvestre”, contestó, “y también contemplando los dioramas del museo”.

“A los diecisiete años de edad (1944) ingresé en la Universidad de Florida en Gainesville, donde, obviamente, estudié zoología. Ocho años más tarde obtuve el doctorado con un estudio sobre los insectos tricópteros. Luego de trabajar como ayudante en el Laboratorio de Nutrición, sentí que la bioquímica era un campo fértil, muy interesante, novedoso”.

Entonces se fue a la Universidad de Michigan, donde se doctoró en 1957; enseguida fue aceptado como becario en el Instituto Nacional de Sanidad en Bethesda, Maryland, bajo la dirección de Dewitt Setten Jr. y William Jakoby. “Eso marcó mi vida”, me confesó, “desde que en 1960 obtuve una plaza de investigador bioquímico en la Sección de Enfermedades Metabólicas, dirigida por Gordon Tompkins, supe dónde estaba mi destino”.

A partir de 1959, junto con J. Heinrich Matthaei, centró sus investigaciones en la recientemente descubierta síntesis del ácido ribonucleico (ARN), a través de la cual interpretó el primer código genético en 1961. Este logro, considerado en su momento una tarea descabellada, suicida, ya que se creía que tomaría décadas, tal vez un siglo completarla, abrió mas temprano que tarde las puertas a muchos otros científicos a fin de emprender el conocimiento cabal del mapa genético humano y el estudio de las enfermedades de origen hereditario.

¿Cómo consiguió descubrir que la información hereditaria se almacena en el ADN y describir la manera de traducirse en células de proteínas?, le pregunté.

“Utilicé el ARN sintético como mensajero, compuesto de un único nucleótido, el ácido uridílico”, replicó. “Al comprobar que con un solo aminoácido, la fenilalanina, se formaba una proteína, se me ocurrió establecer la correspondencia con dicho aminoácido”.

El hallazgo fue presentado en el Quinto Congreso Internacional de Bioquímica celebrado en Moscú, en agosto de 1961. Pronto el joven de 34 años de edad se hizo conocido en los medios académicos y su descubrimiento trascendió a los periódicos de circulación nacional, dado que Francis Crick y otros prominentes genetistas habían elogiado su trabajo. El Washington Post lo catapultó a la fama, tanto así que su antiguo supervisor en la Universidad de Michigan le escribió en los siguientes términos:

“Dado tu reciente salto a la popularidad internacional estoy a punto de colocar un letrero en la entrada de mi casa, en el que se leerá: 'Pintada por Marshall W. Nirenberg, año 1953 de nuestra era'. ¿Serías tan amable de enviarme una carta de certificación? A lo mejor luego conseguimos que nos condonen impuestos por tratarse de un lugar histórico, ¡uno nunca sabe!”

Su prestigio creció a tal grado que el célebre biólogo molecular del Instituto Pasteur, François Jacob, lo invitó a unírsele en París. “Rechacé ese honor”, adujo, “porque no quería dedicar tiempo y esfuerzo a conseguir donativos y apoyos externos, sin contar con el tiempo de docencia. En cambio, mi puesto en los Institutos Nacionales de Salud me da cancha para investigar sin restricciones”.

Durante el siguiente congreso, celebrado en Nueva York en 1964, Nirenberg dio a conocer, junto a Philip Leder, una nueva técnica para el desciframiento del código, labor que casi había concluido en 1965. “Otro momento decisivo en mi carrera”, sostuvo, “fue cuando me ofrecieron dirigir el Laboratorio de Genética en el Heart Institute, lo cual acepté a partir del año siguiente”.

En 1968 le fue otorgado el Premio Nobel de Fisiología o Medicina, junto con Robert W. Holley y Gobind Khorana por haber descubierto el código genético y la función que tiene en la síntesis de las proteínas. “Khorana y yo desciframos el código genético, mientras que Holley secuenció por primera vez y esclareció la estructura de la molécula de tARN”, puntualizó.

Quise saber si su adiestramiento observando aves, estudiando insectos y reptiles le habían ayudado a encontrar la “santísima trinidad” y otros aspectos cruciales de la biología contemporánea.

“Se trata de dos clases distintas de observación y maneras de proceder”, respondió, “pero algo las une, y esa es la paciencia y sagacidad que se adquiere cuando se adentra uno en el mundo de otros organismos vivos, ya sean chicos o grandes. Sin duda, también haberme acostumbrado a llevar bitácoras me allanó el camino”.

“A principios de la década de 1970 me pareció que la genética ya no estaba diciéndome mucho, de manera que me interesé en la neurobiología”, recordó Nirenberg. “Comencé estudiando neuroblastomas, es decir, tumores que afectan el tejido nervioso de las glándulas suprarrenales”.

Poco después consiguió desarrollar un modelo de tales tumores que sirvió de base para enriquecer muchas otras líneas de investigación neurobiológica.

“También usé este modelo en mi propósito de comprender los efectos de la morfina en el sistema nervioso, así como la formación de mecanismos sinápticos en la retina de las gallinas”, explicó, “y es que en ese entonces se descubrió que, bajo la influencia de determinados factores, a genes normales se les puede encender el interruptor, por decirlo así, cosa que los vuelve hiperactivos en forma de oncogenes, es decir, genes que provocan cáncer”.

Esto demostró que es factible trastocar la actividad de los genes y que tales cambios pueden afectar el crecimiento celular, asunto que acrecentó el interés de Nirenberg por semejantes procesos, cuya naturaleza era aún desconocida.

“Me di cuenta”, agregó él, “que si queríamos entender realmente el desarrollo del sistema nervioso era necesario estudiar los genes influyentes en el control neuronal cuando se gesta el embrión”.

En 1983 se descubrieron los genes homeobox, es decir, una secuencia de ADN que forma parte de genes participantes en la regulación del desarrollo de organismos vivos superiores. Los experimentos de Nirenberg en esta clase de genes en la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster) fueron fundamentales para el auge de la neurobiología, pues gran parte de su trabajo resultó ser pertinente para comprender el sistema nervioso humano.

Nirenberg me dijo que, en su opinión, había razones teleológicas, aún inéditas, que habrán de explicar la existencia del código genético. Por tanto, se negaba a creer que estuviera sujeto al puro azar histórico. Pero eso no le impedía estar plenamente convencido en las bondades de la ingeniería genética. “Confío en la prudencia humana y en los mecanismos sociales de control, pero la manipulación genética no debe despreciarse ni, mucho menos, suprimirse”, concluyó.

ÁSS

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