Imposible dejar de mirar a los ojos a Mathieu Amalric cuando se está ante él: fueron protagonistas de una de las más célebres de sus películas como actor, aunque el papel de actor parece pesarle: con gracia aclara a todo mundo que, antes de encarnar personajes, ya dirigía filmes y, antes, hacía trabajo técnico.
Que importa que haya actuado bajo la dirección de Julian Schnabel, Otar Iosseliani, Arnaud Desplechin, André Téchiné, Raoul Ruiz, Steven Spielberg, Wes Anderson, Alain Resnais, Sofia Coppola, los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu o Roman Polanski (con quien guarda parecido).
Amalric llega a la embajada de Francia ya muy noche para el homenaje que su anfitriona, Delphine Borione, le organizó como primera actividad cultural de su misión diplomática. Saluda a todo el mundo con una sonrisa, gentil; se detiene a dar la mano a quien se cruza con él en los pasillos, a conversar con invitados, entre ellos la poblana Adriana Paz, quien viene de ganar en Cannes el premio a mejor actriz.
No parece cargar con todo un día, el segundo en su primera visita a México, de conceder entrevistas dentro del Festival Internacional de Cine de la UNAM (Ficunam), que le otorgó la Medalla Filmoteca y que presentó una hasta ahora inédita retrospectiva de todas sus películas como director, no como actor.
Y sus ojos, siempre esos ojos vitales. Parpadean, se mueven como alas de mariposa, y cuentan Historia.
Su humor es de bote pronto, a flor de piel, desde que comenta con mucha timidez —al lado de la embajadora, nervioso, humilde, frente a un público improvisado en el acto protocolario—, que se siente como en el filme de Luis Buñuel ambientado en México, El ángel exterminador, en una casona de la que quizás no pueda volver a salir, encerrado con Borione, Paz, Alejandro Pelayo y Nelson Carro (Cineteca), Abril Alzaga (Ficunam), Daniela Michel (Festival de Morelia), Louise Leick (IFAL), la intérprete Ángela Silva Ochoa y Leopoldo Jiménez (Nueva Era Films), entre otros convidados al ágape.
Para su fortuna, la ceremonia termina con una foto junto a la actriz mexicana rebosante de felicidad, y Buñuel no lo atrapa en su surrealismo. Amalric toma una copa de champaña, mira al único reportero invitado y, sin olvidar que a su llegada accedió amable a dar otra entrevista, le dice, vamos a platicar, quiero un cigarro, salgamos. Parece huir de la multitud. O quiere solo fumar. Es él, es Mathieu Amalric.
Su idea del cine es que es un arte impuro y por eso le emociona tanto desde sus mismas entrañas.
Parece un niño contando sus aventuras en la escuela cuando revela a este reportero que viene de interpretar a Sigmund Freud para un filme pacifista con su amigo y colega cineasta israelí, Amos Gitai.
Asusta cuando afirma que Thomas Bernhard es gracioso, después de haber llevado a la pantalla su novela Maestros antiguos: una comedia. O su obsesión con el Robert Musil de El hombre sin atributos.
Interrumpe sin piedad al reportero con una serie de bromas cuando éste le comenta que conoce Neuilly-sur-Seine, el suburbio parisino donde él nació en 1965: “No es mi culpa, es culpa de mi madre”, ataja.
Y dentro de su curiosa refutación y deslinde del nacimiento, hay un posicionamiento social y político:
“No, no vivimos en Neuilly-sur-Seine, jamás he puesto un pie ahí. Cuando paso por allí voy en motoneta. Y tengo mucho miedo de que en mi biografía pongan: ‘Nació en Neuilly-sur-Seine y murió en Neuilly-sur-Seine’. Mi madre tenía una amiga ahí, que acababa de dar a luz en una clínica local y que le dijo que había salido todo bien. Y desgraciadamente hay una asociación del lugar con (Nicolas) Sarkozy. Pero, bueno, había buenas clínicas ahí, como siempre donde viven los ricos. Y, no, mis padres vivían en el Distrito XIII, en la calle Broca. Nada que ver. Nunca he puesto un pie ahí”, dice sonriente.
Su entrada al cine pasó por Moscú, en la entonces Unión Soviética. Sus padres, Jacques Amalric y Nicole Zand (ya fallecidos, él en 2021 y ella en febrero pasado), eran los corresponsales de Le Monde.
“Empecé mi carrera detrás de cámaras gracias a Otar Iosseliani. Mis padres eran periodistas y cambiaban a menudo de país cuando yo era niño. Y, en cierto momento, vivíamos en Moscú en la década de los 70. Era la época de Leonid Brézhnev, y a mi mamá le gustaba en particular conocer a los disidentes, así que cuando yo tenía ocho años mis padres conocieron a Otar Iosseliani; después él vino a Francia para poder hacer su primera película fuera de la URSS en los ochenta”, comenta Amalric.
Debutó así en Les favoris de la lune en 1984 con el cineasta georgiano, fallecido en diciembre de 2023, dos meses antes de la muerte de la madre del enemigo de James Bond en Quantum of Solace (2008).
“Otar Iosseliani no tomaba a actores, sino a amigos; trabajaba con amigos porque le gustaban sus caras. A Iosseliani se le asocia a menudo con el cine de Jacques Tati en el que hay coreografías de personajes. Y es una suerte de ironía con respecto a las energías enormes que todos los seres humanos producen en torno a sus pequeños problemas. Y Iosseliani era un moralista. Y entonces me pidió trabajar con él, pudo pedírselo a alguien más, pero me lo dijo a mí. Y cuando fui a un plató de cine, me sentí en casa.
“Yo comencé como un técnico, no como actor, en las películas de Otar Iosseliani. Y lo que me atrajo del cine fue lo que él hacía: fabricar una película. Fue el momento en el que me enamoré del cine. Yo había hecho todos los oficios, porque fracasé en la escuela. Y empecé también haciendo cortos hace mucho tiempo. Y ya hasta los 30 años, Arnaud Deplechin me hizo actuar (La sentinelle, 1992), pero él fue quien corrió todos los riesgos”, recuerda Amalric mientras prende otro cigarro y toma más vino.
¿Tuvo conciencia del poder de su rostro y mirada antes de ser actor? En México lo conocemos más por su impresionante papel, de usted y de sus ojos, en La escafandra y la mariposa (Schnabel, 2006).
Observaba mucho siempre, porque era tímido. En las fiestas están los chicos que bailan y los chicos que se apoyan contra la pared viendo a los chicos que bailan con las chicas. Todo eso hace que uno se vuelva observador.
¿Es decir: el deseo fue lo que lo hizo convertirse en actor y cineasta?
Tal vez. Voy a hablar de esto con la psicoanalista. A menudo tomo a los periodistas como psicoanalistas. A veces se habla con ustedes de cosas de las que no se habla jamás con nadie más.
Bueno, pero, le advierto que yo soy junguiano.
De acuerdo. Y yo acabo de actuar como Sigmund Freud en una película con Amos Gitai antes de venir aquí. Improvisamos una película en tres días la semana pasada. Amos quiere mucho a México, por cierto, vino el año pasado a una retrospectiva increíble en la Cineteca Nacional.
Sí. De hecho, Amos Gitai me concedió una entrevista.
Usted dice que actué con los ojos en La escafandra y la mariposa, pero no. Actué con el alma de Julian (Schnabel). No sé cómo decírselo, cómo explicárselo; es algo que circula. Uno solo puede actuar si hay algo con la vida de Jean-Dominique Bauby, con su humor.
Por supuesto, pudimos atestiguar eso: un alma salía a través de los ojos de Mathieu Amalric.
Sí, porque Julian creó un dispositivo donde no hubo ensayos. Terminamos con 10 días de anticipación. Hacíamos gestos y los niños tenían que entrar en la habitación y descubrían a su padre así, y eso no lo íbamos a repetir. Yo no me movía ni hablaba en todo el día. Entonces, él (Schnabel) podía hacer lo que quería y los niños entraban y él filmaba. Y ya, está hecho.
¿Qué pensaba cuando no se movía: en usted, en el personaje, en usted encerrado en ese cuerpo?
Es una mezcla. Es decir, tú sabes que es falso, que es una actuación, pero a fuerza de actuar con los niños se vuelve cierto. Es el asunto del placer de actuar, me entiendes. Y, entonces, siempre hay humor. Jean–Dominique Bauby, cuando lees su libro (en el que está basada la película) hay erotismo, hay bromas todo el tiempo. Yo las sabía en mi cabeza, tenía su espíritu en mi cabeza, todo eso estaba en mi mente y yo reaccionaba a lo que sentía con ese espíritu, lo cual me permitía improvisar en directo sus pensamientos. Todo eso no se hizo en la posproducción, no, lo hacíamos en el plató.
Muy a menudo los otros actores no participaban conmigo, sino con la cámara, porque era algo subjetivo. Y no me necesitaban, yo estaba en la otra habitación y escuchaba lo que decían. Y yo improvisaba mis pensamientos. Los otros actores no oían lo que yo decía, solo Julian y el camarógrafo tenían audífonos y me escuchaban y así filmaban en función de mis pensamientos. En los momentos eróticos, con Emmanuelle Seigner o Marie-Josée Croze, tenía ganas de mirar su escote y entonces el camarógrafo veía mis pensamientos y podía mirar hacia abajo. Eso lo hicimos juntos. Pero toda película es así.
¿Y cómo fue su acercamiento a la persona real, a Jean-Dominique Bauby?
Fue a través de su libro (Le Scaphandre et le Papillon, 1997), de sus palabras. Él escribió letra por letra, con los párpados. Y después conocí a las mujeres que lo amaron mucho.
¿Piensa a menudo en él?
Sí, pienso mucho en él. Es una película muy importante para la gente. Y me hice muy amigo de su última novia, que fue su compañera, su última enamorada. Era ella la que iba todo el tiempo al hospital, que estaba lejos, en Normandía, en Berck-sur-Mer.
Trabajó con grandes directores. Ya siendo director ¿qué les dice cuando lo piden como actor?
Amos Gitai (con quien filmó en 2018 Un tranvía por Jerusalén) ahora está en el hospital. Su nueva película parte de la carta que Albert Einstein envía a Sigmund Freud el 30 de julio de 1932, en la que le pregunta por qué el ser humano es incapaz de liberarse de la amenaza de la guerra. Y Freud le responde por qué la guerra. Y (Amos) siente necesario hacer algo en este momento en Israel y está filmando con actores palestinos e israelitas. Y hay que estar ahí, hay que responder y yo digo: voy. Porque es Amos Gitai. No hay guion, ni un pedacito de papel, pero, vamos, lo hacemos. Eso evidentemente es a lo que yo respondo, estoy listo al llamado cuando eso sucede. Y si los hermanos Larrieu me necesitan, pues estaré en serios problemas, ja, ja, ja, porque nos amamos, pero entonces otra vez voy a ser actor; la última vez que estuvieron en Cannes no me necesitaron afortunadamente. Y cuando no ocurre eso estoy en casa, con amigos, con los roomies con los que comparto departamento, dos amigos y yo; y estudio, escucho música, tengo tiempo para el amor, para los niños, escribo el guión para filmar otra película…
Vi recién Le Grand Bain (Gilles Lelouche, 2018) y Il sol dell’avvenire (Nanni Moretti, 2023) ¿En qué género se siente más cómodo: con el drama o con la comedia?
Con la comedia. Es lo que admiro más, es lo más extraordinario. Los comediantes es la gente que nos falta hoy, hay en ellos el corazón, la inteligencia, el compartir... Está todo. La última película de ficción que hice (Serre moi fort, Abrázame fuerte, 2021), realmente no es una comedia para nada, pero intentamos ponerle un poco de comedia, ya estábamos hartos de no poder reír con Vicky Krieps. Por ejemplo, ahora que filmé a Thomas Bernhard, es gracioso, súper chistoso, pero también es horrible (Maîtres anciens, 2021, basada en su novela Alte Meister: Comödie, Maestros antiguos: Comedia). Ese es el espíritu que nos falta. ¿Quién nos va a ayudar ahora a lograr soportar los miedos que tenemos, esta inmovilidad, esta parálisis en que nos encontramos? No hay que irnos hacia el drama, sino a la comedia. Por eso estoy obsesionado desde hace un rato con Robert Musil y su El hombre sin atributos.
A propósito, ¿qué piensa del auge hoy de la ultraderecha en Europa y en Francia misma?
No pienso, no puedo pensar. Lo que sí, gracias ahora a los jóvenes, todos los egocentrismos de izquierda —ese siempre ha sido el problema de la izquierda, que tiene el arte de dispersarse—, gracias a los jóvenes que les dicen: “Ya déjense de pendejadas, tal vez estemos ahí con un tipo de extrema derecha que va a salir primer ministro en la elección legislativa del próximo 7 de julio”, pues ahora visiblemente se pusieron de acuerdo para que haya un solo candidato de izquierda por circunscripción.
Y ni siquiera eso va a bastar, porque hay 40 por ciento de extrema derecha en Francia ahora, lo cual, evidentemente, no quiere decir que haya 40 por ciento de fascistas. Ya sabemos, son solo personas que sienten que desde hace tantos años ha habido demasiadas decepciones y están enojadas, desilusionadas, eso es automático. Despiertan sus miedos y culpan a los extranjeros, a los árabes, de los problemas; es simple cuando uno está desesperado… Pero, en el fondo, no lo creen. Hay un 40 por ciento de fascistas y el otro 30 por ciento son personas desesperadas a quienes la izquierda abandonó, las olvidó tal vez.
¿En qué medida ocurrió eso?
Cuando la izquierda llega al poder, tiene una gran responsabilidad. Mis hijos, de 24 y 26 años, están asqueados por los socialistas, por culpa de la ligereza de François Hollande. Estamos enojadísimos. Y ellos crecieron con el hecho de que la política es cualquier tontería. Pero, ahí no fue la izquierda, sino este tonto de Hollande. Para ellos, la izquierda es la extrema izquierda, y entonces están enojados y no les importa Jean-Luc Mélenchon, odian a Mélenchon. No obstante, las ideas de compartir algo, de creer en algo, en los servicios públicos, es una de las cosas más hermosas que existen en Francia. Por ejemplo, uno puede ir a tener cuidados médicos gratuitamente, y la derecha está destruyendo todo esto.
Para México eso que pasa en Francia y Europa con la ultraderecha debería ser una gran lección a tomar en cuenta para los gobiernos de izquierda, el primero con Andrés Manuel López Obrador, y ahora para el futuro gobierno de Claudia Sheinbaum, también de izquierda.
Sí, lo sé, he seguido la información, aunque no conozco todo muy bien la situación aquí. Sé que tendrán por primera vez una presidenta, que está cerca del anterior, que ha sido muy popular.
Pero, bueno, como dicen en Francia: Al final siempre nos seguirá quedando el cine.
Pues sí, con la conciencia de que no va a cambiar al mundo. Cuando Charles Chaplin actuó como el Gran Dictador se pensaba que eso iba a tener una influencia. Pero, de todas maneras lo tenemos que hacer, como Víctor Erice (galardonado también en este Ficunam), como el pintor Antonio López. Erice filma al pintor (El sol del membrillo, 1992) y uno se pregunta: ¿De qué sirve pintar un membrillo en el jardín? ¿Qué va a cambiar eso en el mundo? Sin embargo, sí, eso es lo que va a permanecer. Toda la economía cultural de este siglo hace dinero con la gente que antes fue excluida, el capitalismo la recuperó, por ejemplo, Vicente van Gogh. O Frida Kahlo, a quien ya volvieron una industria.
El cine actual en Francia está contando justo esas historias de exclusión, me parece.
Sí, en Francia hay un cine extraordinario. Y gracias también a una reflexión económica: El CNC (Centre National du Cinéma et de L’image Animée), que es extraordinario, es increíble. Contrario a lo que nos quieren hacer creer la derecha y la extrema derecha, no le cuesta ni un euro a los ciudadanos. Es un 10 por ciento en las entradas al cine, que no es un impuesto; y cuando tenemos un anticipo sobre nuestras ganancias futuras, devolvemos el dinero y eso sirve para otra película. El CNC recupera ese dinero y eso ayuda a otros filmes, y funciona muy bien. Eso lo quieren destruir (la derecha) por simple ideología, saben que los festivales hacen vivir a las sociedades, y por ideología quieren destruir eso.
En 1968, cineastas de la Nouvelle Vague emprendieron la defensa del cine francés (cuando André Malraux, como ministro de Cultura, despidió a Henri Langlois como director de la legendaria Cinémathèque Française ). ¿Se siente continuador de aquella lucha?
No, tampoco hay que exagerar. Ellos forman parte de la historia que nos nutre, y hay que nutrirse de la historia y de las raíces. El cine es una industria. Y si no hubiera habido público para las películas de la Nouvelle Vague no habría habido Nouvelle Vague. Por cierto, una vez me divertí buscando en un periódico de 1965 las películas de una semana, y había en la cartelera muchos filmes de la Nouvelle Vague que eran pura mierda, porque, como toda moda, la industria llega y dice ya no vamos a ir a los estudios, vamos ahora a filmar en la calle como la Nouvelle Vague. Hay imitadores porque es una industria. Y la industria necesita investigadores para ganar dinero. Ese es el equilibrio. Y esto a mí me emociona mucho en el cine: que es un arte totalmente impuro, eso me gusta muchísimo del cine.
AQ