No olvidaré la expresión de la bailarina tailandesa Sonoko Prow cuando le obsequiamos una calavera de azúcar con su nombre escrito sobre la frente. Para ella, budista, nuestro regalo —por más amistoso que fuese— la confundía. “Y, además, puedes comerla”. Para ella, esa forma nuestra de jugar con la muerte distaba mucho de la solemnidad a la que estaba acostumbrada. Sin embargo, poco después se reía con un pequeño ataúd de cartón al que podía tirar de un hilo para ver surgir al esqueleto que guardaba dentro. Era su primera vista a México, en pleno mes de noviembre y aunque parecía disfrutar con la diversidad de las celebraciones y su correspondiente parafernalia, no puedo afirmar que entendiera nuestra muy peculiar relación con la catrina. Quizá porque dentro de la disciplina de la danza Butoh que practicaba, se había familiarizado con “la caminata del humo”, en la que el bailarín intenta desaparecer, dejando atrás las formas.
En un libro reciente, Judith Schalansky recuerda que Heródoto se sorprendía con el ritual de los calatias —un pueblo dravídico, en el interior de la India— “que tenían por costumbre comerse el cadáver de sus propios padres y se quedaron horrorizados al enterarse de que los griegos solían quemar a los suyos”. En el mismo párrafo, la autora de Inventario de algunas cosas perdidas, añade: “Decidir quién está más cerca de la vida, aquel que contempla continuamente la muerte o aquel que logra apartar de sí su imagen, no es tarea fácil; las opiniones acerca de esta cuestión son tan contradictorias como las que se vierten cuando discutimos sobre qué resulta más espantoso: la idea de que todo tiene un final o la de que puede que no lo tenga”.
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No conozco, entre los pintores mexicanos de las más recientes generaciones, una obra tan decididamente aplicada a enfrentar el misterio incontestable de la muerte, como la de Martha Pacheco quien, en una por demás extraña concordancia con su obra, falleció el pasado 1 de noviembre. Una artista que solía pasar horas en la morgue de Guadalajara donde tomaba fotografías y minuciosos apuntes de los cadáveres destinados a la fosa común, los que nadie reclama, los Excluidos y acallados, como tituló una de sus exposiciones. Luego volvía a su estudio y con mano maestra transformaba esos esbozos en grandes óleos y dibujos al carbón ante los que resultaba imposible permanecer indiferente. “Son como pecadillos que se esconden”, le dijo, con su sencillez habitual, al periodista Luis Carlos Sánchez. No sé si Martha creía en una vida trascendente o si pensaba que en esos cuerpos anónimos con los que convivía durante largas temporadas se concretaba la imagen última de lo que seremos. Lo cierto es que había en ella una suerte de natural empatía ante la visión de aquellos otros prójimos tan severamente maltratados, tan olvidados por el mundo, ajenos por completo a la más elemental misericordia. Una vez le pregunté qué sentía durante su permanencia en ese ambiente sin duda opresivo de la morgue metropolitana. “Una profunda ternura”, fue su respuesta. Tal vez Martha, mejor que adentrarse en un misterio, buscaba cumplir, mediante su silenciosa contemplación, con un íntimo ritual funerario que encontraba su mejor manifestación en los extraordinarios lienzos que pintaba, a solas, acompañada por las fugas de Bach. El misterio, si hubiere, le pertenece ahora.
AQ