Acudo con frecuencia al Diccionario de Autoridades en busca de más poesía que ciencia. La definición de “memoria” dice: “Una de las tres potencias del alma, en las que se conservan las especies de las cosas pasadas… reside en el tercer ventrículo del cerebro, donde los espíritus vitales imprimen las imágenes o figuras de los objetos que entran por los ojos o por los oídos”.
La memoria tiene mala fama cuando se asocia con rencores o indiscreciones. Por eso los caballeros no tienen memoria. Dios dista de ser caballeroso y lleva cuenta de cada desliz, por nimio que sea, para pasar la factura al final de los días.
En el mundo libresco, la memoria es envidiable. Quien sabe retener, citar y recitar muestra la corona de la erudición. Sobre todo, lleva en la cabeza un cúmulo de cosas bellas que puede compartir. Hace unos días Juan Gabriel Vázquez nos embelesó con un soneto de Shakespeare detrás de otro. Como si estuviésemos en la hora de las complacencias, se le pedía el 18 o el 30 o el 73. El gran Gonzalo Celorio lleva en sí mismo una amplia antología de la poesía mexicana.
En cambio, no quisiera compartir una velada con Akira Haraguchi, que puede recitar hasta cien mil dígitos del número pi.
En el teatro no deja de asombrarnos la manera impecable en la que los actores nos transmiten sus largos parlamentos.
La política pide un mínimo de memoria: el precio de la tortilla y alguna promesa de campaña. Los cantantes se saben la “Macarena”, pero olvidan el Himno Nacional. Cuenta la anécdota que Samuel Barber entregó a Arturo Toscanini los manuscritos de un cuarteto y su Adagio. Poco después, Toscanini se los devolvió sin ningún comentario. Barber supuso que no le habían agradado al maestro. Pero Toscanini había memorizado ambas composiciones y pronto las estrenó. Algo hay de espurio en esta historia, pero es bien sabido que mi parientini poseía una gran memoria.
George Steiner aplaudió la importancia que se daba a la memorización en la escuela francesa, y le doy la razón; Montaigne la criticó, diciendo que “saber de memoria no es saber”, y también le doy la razón. Este último reclamaba que en vez de discutir sobre las sentencias de Cicerón “nos las emplastan en la memoria con plumas y todo, como oráculos en los que letras y sílabas pertenecen a la sustancia de la cosa”. Se puede estar de acuerdo con ambos en un mundo en el que se memoriza y se entiende al mismo tiempo.
La memoria de Giordano Bruno era tan portentosa que lo acusaron de tener pactos con el demonio. Es raro que no más bien notaran algo divino. Pues fray Luis de Granada había descrito la memoria como “un singular beneficio de Dios y aun gran milagro de la naturaleza”.
Lo más común en un artículo sobre la memoria es mencionar a Funes, pero me olvidé de hacerlo.
David Toscana
Ganador del V Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por 'El peso de vivir en la tierra'
AQ