La memoria pasada: identidad, vida e historia

Laberinto, 20 años

En este ensayo, la autora reflexiona sobre la memoria, una “estructura fundamental de la existencia humana”, que nos ayuda a entendernos pero también a entender nuestra relación con el mundo

'Ships'. (Mikalojus Konstantinas Čiurlionis)
Mayka Lahoz
Ciudad de México /

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.

Jorge Luis Borges


Somos perpetuos solicitantes de amparo, eternos demandantes de memoria. La imparable obra del tiempo nos condena de por vida a afrontar nuestro pasado, tanto individual como colectivo. Y esa ingrata tarea implica romper el dique de nuestra memoria y dejarnos arrastrar por ella hasta encumbrar las zonas más montuosas de nuestro ser, esas zonas que, paradójicamente, de manera voluntaria o involuntaria, deseamos proteger y camuflar a toda costa. Al romper ese dique, nuestros recuerdos se desbordan, se dispersan de un modo vertiginoso. Debemos entonces iniciar una serie de maniobras regresivas que nos permitan, aunque tan solo sea parcial y provisionalmente, inferir lo esencial de nosotros mismos, aquello que permanece oculto a nuestra propia mirada y a la de los demás. Comienza así el sinuoso y fragmentario camino de la rememoración, que nos sitúa frente a nosotros mismos en un intento por despojarnos de la protección que nos proporcionan nuestras múltiples máscaras.

La rememoración constituye uno de los tres puntales de la memoria. Los otros dos son la anticipación y el olvido (…). El acto de rememorar hace que nuestra biografía se convierta en un ventanal abierto de par en par a la historia y que, al asomarnos a él, podamos conjeturar sobre nuestros aciertos o errores del pasado. En sí misma, la rememoración, como cualquier texto de la vida, no tiene término: cuanto más intentamos recordar algo, más lo adornamos, más lo ensanchamos, más lo transfiguramos. Estar en el mundo, reconocernos en el interior de una trama espaciotemporal, lleva asociada una inevitable, persistente e inacabable labor de anamnesis que muchas veces se ve dificultada por el arrollador ímpetu de una memoria repentinamente desatada de la que emergen, sin orden ni concierto, recuerdos ramificados de aquello que fuimos y de aquello que pudimos ser. Porque cualquier cosa, un rumor, un incidente en apariencia irrelevante, una mirada, un gesto, una palabra, una imagen, una canción o una simple caricia pueden de pronto hundirnos en la vorágine de un pasado, el nuestro, que ya no percibimos como algo propio sino como algo que pertenece a otro, a un otro paralelo y superpuesto a nuestro yo.

Rememorar supone actualizar una y otra vez nuestros recuerdos, ponerlos en acto, pero sin dominar en absoluto el proceso, ya que no tenemos ningún control sobre él: hay recuerdos censurados que no deseamos recuperar pero que irrumpen de improviso en nuestra conciencia; recuerdos que sobrenadan en la superficie de nuestra memoria y que, al pretender aprehenderlos, se nos escabullen como agua entre los dedos; recuerdos que aparecen en toda su plenitud, como un destello fugaz, y de repente desaparecen; recuerdos que han perdido su contenido original porque han sido infinitamente retroalimentados por otros recuerdos que ni siquiera sabíamos que habíamos inscrito en nuestra memoria; y recuerdos que, por más que estemos seguros de haberlos preservado de modo fehaciente, no logramos rescatar de ninguna manera. Rememorar supone adentrarnos en un laberinto — el de nuestra memoria, el de nuestra identidad, el de nuestra vida, el de nuestra historia— lleno de meandros y de encrucijadas. El recuerdo es errático e impredecible, proliferante, sin solución de continuidad.

Para afrontar nuestro incierto futuro, primero debemos recomponer y restaurar nuestro pasado. Y es entonces cuando nos vemos en la necesidad de recurrir a algún artificio performativo con el que releer y reinterpretar todas esas inefables presencias y ausencias que pueblan nuestra memoria y que, precisamente por ser releídas y reinterpretadas a la luz de una nueva realidad, borran la fina línea que separa la verdad de la falsedad. El pasado, su armazón, solo podemos recomponerlo y restaurarlo en y desde su misma irrealidad, lo cual conlleva una inevitable y simultánea modulación espaciotemporal e identitaria. Ya no se trata de deducir quiénes somos, sino de intentar descubrir quiénes éramos entonces, quiénes éramos en ese pasado remoto cuyos espejos rotos nos devuelven, a fogonazos, múltiples y multívocos reflejos de nosotros mismos que nos obligan no solo a suspender temporalmente el posible relato de nuestro pasado, sino también a dotarlo de una potente artificiosidad, pues solo ella nos permite escrutar lo más insondable y umbrío de nuestra memoria, ahondar en todo lo que nuestros recuerdos ocultan: una infancia marchita, ilusiones baldías, decepciones acerbas, paisajes difuminados por el paso del tiempo, amores trasnochados, mitos desvanecidos, espectros, mentiras, espantos, asombros y quimeras...

Aunque, en sí mismo, el acto de recordar no tiene fin, la memoria, como todo lo que tiene que ver con el ser humano, es finita, está circunscrita a ciertos límites. En primer lugar porque no puede almacenarlo y registrarlo todo. Si así fuera, se sobrecargaría, rebosaría, excedería sus propias fronteras y anegaría nuestra existencia, que se convertiría entonces en un auténtico delirio. Y, en segundo lugar, porque tiene áreas recónditas y veladas, recovecos o escondrijos inescrutables a los que, por más que nos esforcemos, jamás podremos acceder. Si pudiéramos recordarlo absolutamente todo, no podríamos sobrevivir a nuestra propia memoria y entraríamos en barrena, en una especie de esquizofrenia existencial. Por eso el olvido (…) es imprescindible para nosotros. Y también por eso no tenemos más remedio que abandonarnos a las fluctuaciones de una memoria que no solo es juguetona, díscola y provocadora, sino igualmente inicua, tramposa y embaucadora. La batalla contra los arcanos de nuestra memoria la hemos perdido mucho antes de empezarla. Así, lo único que podemos hacer es asumir que entre nuestra memoria y nuestra identidad —pasada, presente y futura— hay un desajuste insoluble. Y asumir ese desajuste, innato a la condición humana, implica aceptar que nunca sabremos a ciencia cierta quiénes somos hoy ni, lo que es todavía peor, quiénes fuimos ayer y quiénes podríamos ser mañana. Se trata de una asunción necesaria pero también dolorosa, pues no hace más que acrecentar la trágica angustia de ver cómo los diversos personajes que hemos representado, representamos y representaremos, no solo ante los demás sino sobre todo ante nosotros mismos, se ven continua e irremediablemente sometidos a la acción de fuerzas opuestas que los atraen para sí: pasado y futuro, memoria y olvido, lenguaje y silencio, espejismo y realidad, aliento y desaliento, regocijo y pesar, vida y muerte...

Solo hay oportunidad de futuro allí donde hay memoria. Para poder llegar a ser es preciso haber sido. Para poder imaginar es necesario recordar. La acción rememorativa restaura una memoria de la que muchas veces ni siquiera somos conscientes y que, una vez restituida, no se deja tutelar ni tampoco controlar. Esa memoria alberga, en lo más profundo de sí misma, tanto el rudimento como el culmen de nuestro ser. Todo lo que hemos vivido y ansiado vivir, todo lo que hemos celebrado y lamentado, nuestra corporeidad más indigente, invade todos los rincones de nuestra memoria. Nuestros recuerdos son un desfiladero de espejos cuarteados que reflejan, intentando ensamblarlas, identidad, vida e historia. Al final de ese desfiladero encontramos, si es que alguna vez logramos recorrerlo entero, un misterio imposible de resolver, el misterio de un yo disuelto en múltiples capas invisibles. Cada una de esas capas es una máscara, un antifaz que encubre y desfigura nuestro auténtico rostro, aquello más íntimo, personal y expresivo de cada uno de nosotros. Nuestra identidad, nuestra vida y nuestra historia basculan hacia la apariencia y la simulación, porque solo desde la verosimilitud y desde la probabilidad podemos hilvanar un mínimo relato que conecte nuestro pasado con nuestro presente y con nuestro futuro. El vínculo que mantenemos con nuestros propios recuerdos y con el posible relato de nuestro pasado hace que nuestro yo se sitúe en unos espacios y en unos tiempos indefinibles, en una especie de limbo espaciotemporal en el que aquel que creímos o que pretendimos ser no es el mismo que suponemos o que buscamos. Y es entonces cuando la rememoración se nos hace imprescindible: dado que en nuestros recuerdos no somos más que espectros de nosotros mismos, tenemos que bucear sin descanso entre las anémonas de nuestra memoria para ventear las cenizas de nuestro yo y poder rastrear, aunque solo sea por medio de conjeturas o de indicios, cualquier vestigio que nos permita corroborar que ese yo ahora inexistente tuvo en el pasado una existencia real. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo lidiar con una memoria de la que muy probablemente no saldremos indemnes? En el fondo, la memoria es un abismo al que solo podemos mirar de reojo, ya que, como muy bien plasmó Nietzsche en el aforismo 146 de Más allá del bien y del mal, “cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”.

Portada de ‘La trama de la memoria’, de Mayka Lahoz. (Tusquets)

Rememorar hace que nuestra autoconciencia se fracture y el tiempo y el espacio se rompan en mil pedazos. Nuestros recuerdos son pictogramas por siempre inscritos en nuestra carne, porque el único destino de la memoria es el cuerpo. Signo y símbolo a la vez, nuestra vasta pero también limitada memoria nos exhorta a mirar incansablemente desde fuera y por encima de nosotros mismos para cubicar cada tramo de nuestro recorrido existencial, para erigirnos en los testigos privilegiados de todas esas vivencias que pudieron darse y no se dieron, de todos esos sueños que pudieron cumplirse y no se cumplieron, para buscar en nuestro pasado, en definitiva y como diría Walter Benjamin, todas las huellas de nuestro futuro truncado. Pero esa no es una tarea fácil, porque, al carecer nuestros recuerdos de realidad tangible, se confunden a menudo con percepciones e impresiones ilusorias y se cierne sobre ellos la amenaza de la inverosimilitud y de la incredibilidad, que los pueden hacer trizas. Necesitamos, en consecuencia, de la memoria de los otros, de todos esos otros que en algún momento nos han acompañado y que por eso mismo pueden dar testimonio, junto a nosotros, de nuestras evocaciones, atestiguar su otrora evidente y ahora velado contenido. Nuestra memoria, por lo tanto, y con ella toda su letra muerta, no es nuestra en exclusiva, sino que también pertenece al otro, porque es una memoria esencialmente heterónoma, una memoria sustancialmente allegada. Aquellos que han compartido con nosotros momentos de nuestra vida han forjado a su vez recuerdos en los que los diferentes personajes que hemos interpretado o podido interpretar se deshacen o se rehacen, y esos recuerdos ayudan a apuntalar los nuestros y se convierten en una poderosa herramienta de deconstrucción y de reconstrucción de nuestra identidad. Vivir implica desempeñar, con mayor o menor intención, un determinado papel ante cada eventualidad que se nos presenta. No se trata, en ningún caso, de un papel fijo o estable, ya que cambia en función de las circunstancias. La vida es una miscelánea, una inmensa obra de teatro, y nosotros somos sus principales histriones. Por eso tenemos que recordar en todo momento no ya quiénes somos, porque con frecuencia no lo sabemos, sino quiénes fingimos ser ante los demás y también ante nosotros mismos, es decir, traer a nuestra memoria, a cada paso que damos, qué yo mostramos y nos mostramos. La identidad tiene una estructura multivalente, y esa es la razón por la cual necesitamos disponer de buena retentiva. Tener un nombre, ser alguien, ya sea real o inventado, es hoy la mayor conquista de la memoria, un potente alegato contra la deshumanización que provoca la actual globalización tecnoeconómica. Las redes sociales son buen ejemplo de ello: aunque por lo general no se dé cuenta, el usuario sostiene una lucha titánica contra sí mismo y contra el mundo para resistir el embate de la uniformidad que esas redes le imponen, de ahí que continuamente se exhiba en ellas y pretenda ser alguien no solo ante la mirada del otro, sino sobre todo ante la suya propia. Pero ese alguien, necesario para dar consistencia a una existencia dudosa, siempre será un alguien impostado, fingido, porque las mismas redes sociales son una máscara, un artificio que sotierra la diferencia y la individualidad y conforma una realidad figurada en la que prima lo instrumental, lo funcional, un “pensamiento único” que obedece a una lógica puramente mercantil y utilitaria.

Los diferentes papeles que representamos, versátiles y dúctiles, nos permiten dar un sentido a nuestra vida, aunque solo pueda ser un sentido efímero y provisorio. Un rol ficticio facilita la abstracción deliberada de la propia memoria y posibilita que el yo encarnado en personaje se proyecte, franquee el espejo de la realidad, se enmascare tras otra vida posible. Los diversos personajes que interpretamos a lo largo de nuestra vida son representaciones simbólicas de nuestro yo real, remedos de nuestra persona que nos suplen con mayor o menor eficacia a la hora de asumir ciertos riesgos. En ellos nos reconocemos y con ellos nos identificamos. Son ellos los que interceden en nuestras relaciones con el mundo, con los otros y con nosotros mismos, y en ellos delegamos nuestras decisiones, sobre todo cuando estas pueden provocar o provocarnos algún daño. Pero hay que tener presente que esa intercesión solo puede consumarse cuando se da un intercambio efectivo de memorias: los recuerdos del cuerpo del yo han de poder migrar al cuerpo del personaje, y los del cuerpo del personaje han de poder migrar al cuerpo del yo. El resultado es una mezcolanza de recuerdos que consolida sin cesar la honda relación que persona y personaje van a mantener de por vida: al final, será el personaje quien escriba la vida de la persona, y será la persona quien avive o coarte la memoria del personaje. En cualquier caso, el desenlace es siempre amargo. Al rememorarnos a nosotros mismos, nos asalta otra memoria, la de esos personajes que hemos fingido y fingimos ser. En esa memoria se oculta nuestra esencia más auténtica, más verídica, que es, al mismo tiempo y paradójicamente, la que más nos aleja de nosotros mismos. Porque, al evocarnos en el pasado interpretando un determinado papel, descubrimos, no sin dolor, que el relato de nuestra vida ya no lo protagoniza un “yo” sino un “él”: el personaje ha engullido para siempre a la persona.

Pero a la persona no solo la devora un “él”. Desde el principio, la nuestra es una identidad multivalente, una identidad híbrida y heterogénea que se va a expandir, y también a extraviar de forma trágica, en el interior de una identidad colectiva, de un “nosotros” muchas veces asfixiante, manipulador y coercitivo. Ese “nosotros” denota que uno no está solo sino que es parte integrante de un grupo, de un clan, de una comunidad, es decir, que está sometido a un poder, a una memoria oficial y oficiosa, a una autoridad cuyo lenguaje aglutina básicamente tres niveles de expresión: el “yo”, el “nosotros” y el “se”. La primera persona del singular, que de ordinario expresa opiniones u orientaciones más o menos autónomas, a menudo debe abandonarse en beneficio de un segundo modo verbal, el de un plural mayestático, porque es la primera persona del plural la que identifica y diferencia a un determinado grupo en el espesor de la historia y le otorga la posibilidad de compartir y, por consiguiente, de marcar un territorio común: nuestra familia, nuestra pandilla, nuestra ciudad, nuestro país, nuestra cultura, nuestras ideas, nuestros sueños... Por último, el “se”, el man heideggeriano, surge en las ocasiones más pomposas o enrevesadas, que son, por eso mismo, las más cuestionables: “se ha resuelto”, “se ha considerado”, “se va a practicar”, “se va a proceder a”... El “se” es la altísima instancia que, desde el anonimato y la aparatosidad, maneja los hilos y maniobra en secreto para corregir de inmediato cualquier posible desviación por parte del “yo”, ya sea de conducta o de pensamiento. Ser miembro de una colectividad implica, por sometimiento a ese mismo lenguaje, correr el riesgo de que la individualidad crítica que proporciona el “yo” se difumine y se pierda entre múltiples máscaras, el riesgo de que ese “yo” acabe depuesto y olvidado ante la firme supremacía de un “nosotros” y de un “se” que le impiden reconocerse como ser único, singular y no manipulable. Solo la memoria personal puede ayudar a descorrer el tupido velo que ese plural arcaizante y ese pronombre vacío e impersonal extienden sobre el “yo” para acallarlo, para censurarlo, para darlo al olvido. Solo haciendo memoria podrá el “yo” destrabarse de la soga que suponen las ideas preconcebidas y la retórica superflua de ese “nosotros” y de ese “se”. Rememorar, hacer memoria, permite sortear el profundo y en muchos casos insalvable desnivel que existe entre la memoria colectiva y la memoria individual.

Ejercitar el recuerdo comporta un ajuste de cuentas, no solo con los demás sino también, y en primer lugar, con uno mismo. Ese acto de memoria, o justa rememoración, implica reconocer críticamente las equivocaciones, las servidumbres y las responsabilidades tanto propias como ajenas y, sobre todo, asumir lo que uno ha sido en el interior de una determinada colectividad, dirimir en qué medida uno ha contribuido, con su ceguera voluntaria o impuesta, a que esa colectividad haya seguido y siga funcionando de forma sibilina. Pero ese encuadre de la memoria acaba parcelando la identidad, porque la ruptura con el grupo, si se produce, puede llegar a vivirse como un auténtico desgarro del ser: se dejan de compartir valores, creencias, intereses, ilusiones, historias, complicidades, recuerdos, olvidos... Dicho de otro modo: se deja de compartir el mismo lenguaje. El grupo deja de reconocer a aquel que diside, ese es el precio que este último tiene que pagar, y eso es algo muy importante desde el punto de vista educativo, cuando se atreve a dudar, a desconfiar, a defender sus opiniones personales, cuando osa, en definitiva, ejercer la crítica, habitualmente coartada por el sentir mayoritario del grupo al que pertenece. Esa osadía supone batallar rostro a rostro contra un enemigo invisible: el yo impostado que rezuma por las grietas del yo real, ese falso yo que, taraceado de atavíos prestados, adultera y destruye con sabia parsimonia la identidad propia. El ejercicio de la duda impone una mirada retrospectiva e introspectiva que, por lo general, pone en entredicho la veracidad del vínculo que el auténtico yo mantiene consigo mismo y con sus deseos. El yo real queda tan oculto y desvirtuado detrás de sus máscaras que ya solo podrá descubrirse a sí mismo como una débil entelequia bajo la espesa luz de la vida.

El yo diluido en sus ficciones y en sus quimeras se ve condenado a vagar entre identidades cada vez más dudosas y precarias. Dado que el continuo fluir del tiempo no brinda más que una debilitadora sensación de fugacidad, el yo se ve abocado a vislumbrar alguna vía que le permita de algún modo vadear lo que en principio es invadeable: el punto ciego de su identidad, es decir, su primer tiempo, el tiempo perdido de su inocencia y de su ingenuidad. Y esa vía es la rememoración, que obliga a escrutar todos los falsos puntos de anclaje del universo infantil, todas sus endebles presunciones y conjeturas. El sentimiento de pérdida es enorme, porque lo que hace la memoria es restaurar en nosotros un imperecedero retablo de duelos que ha permanecido mucho tiempo oculto y que jamás desearíamos exteriorizar. Sin embargo, y por paradójico que pueda parecer, ese retablo de duelos puede ayudar sobremanera en la progresiva redención de nuestro yo de todo aquello que es accesorio a su identidad primigenia. El acto de rememorar exige llegar hasta el fondo de nosotros mismos, hasta esa voz interior que nos conecta con todos esos deseos inconfesables que permanecen latentes en nuestro ser y que pueden aflorar en cualquier momento como una especie de catarsis emocional tardía. La rememoración, que reclama una perseverante y voluntariosa incursión por los tiempos y por los espacios de nuestros paisajes interiores, es lo único que puede fortalecernos como seres humanos, lo único que poco a poco, y no sin pesar, puede permitirnos conquistar una identidad ética, una identidad llena de luces y de sombras, de avenencias y de desavenencias, de sosiegos y de desasosiegos, de bataholas y de silencios.

La permanente disparidad que existe entre las palabras y las acciones del yo y aquellas de sus múltiples personajes redefine y delimita constantemente el perímetro de una identidad, la suya, que es tan esquiva como abrupta, y obliga tanto al yo como a sus personajes a reinstituir en su interior todo lo que un día fueron y ya no son, todo lo que podrían haber sido en el pasado y no pudieron ser. Y esa reinstitución se lleva a cabo a través de la rememoración, que permite, aunque sea con trabas y siempre desde el terreno de la suposición y de la conjetura, que el yo y sus personajes emprendan una ardua y trabajosa retrospectiva de sí mismos con miras a identificar e intentar reunir todos los pedazos dispersos de su identidad, una identidad que el tiempo y las circunstancias de la vida han ido fragmentando en facciones aparentemente antagónicas. La persona y sus máscaras adquieren cadencia en el espesor de sus recuerdos. En sus diferentes evocaciones, se condensan en algo concreto y traslucen una disonancia indisoluble que hace que se busquen de manera recíproca y continua desde todos los ángulos y desde todas las perspectivas. El yo y sus personajes se descubren a sí mismos no como una totalidad abstracta, sino como entes fragmentarios que, pese a funcionar por separado, permanecen íntimamente conectados, y en los que cada destello de identidad refleja una pequeñísima parte de todo aquello que los une y al mismo tiempo los separa: sus conflictos y sus anhelos, sus batallas y sus conquistas, sus obsesiones y sus debilidades..., que transitan entre lo real y lo imaginario y hacen que persona y personajes se conviertan en aliados del recuerdo.

Fragmento del libro ‘La trama de la memoria’ (Tusquets, 2023). Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

AQ

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