“El único viaje verdadero”, escribió Marcel Proust, “no consiste en visitar nuevos paisajes, sino en tener otros ojos, en contemplar el universo con los ojos de otro, de otros cien, en mirar los cien universos que cada uno de ellos mira”.
A una experiencia similar se somete quien lee Días de luz larga, el poemario de Mercedes Alvarado (México, 1984) publicado por Elefanta Editorial. Quien se asoma a estas páginas puede hallarse contemplando el rumor del mar en un barrio de Oslo y, versos más adelante, descubrirse caminando melancólicamente por las calles de un distrito adinerado de Madrid o mojarse en las aguas del Océano Pacífico al calor de una playa bajacaliforniana.
Así, miramos con los ojos de Mercedes Alvarado la geografía que ha elegido mostrarnos, lo mismo en Copenhague que en París, Nueva York o la colonia Condesa en la Ciudad de México. Pero no se trata solamente de un inventario de sitios. Es, en palabras de la poeta, “un libro sobre estarse yendo”. Sobre ese andar permanente, sobre los estigmas que envuelven a la poesía y sobre la construcción de la mexicanidad va la siguiente conversación.
—Días de luz larga puede leerse como una invitación al viaje, pero también como una suerte de bitácora poética
Efectivamente, es una invitación al viaje. Hay un esfuerzo por generar una geografía emocional y reapropiarse de los espacios, resignificar las ciudades desde lo más personal, desde lo más cotidiano. Generalmente abordamos la migración desde lo social; yo quería hablar de lo que pasa con uno cuando está en ese proceso migratorio, de todo lo que implica el desapego, el sentimiento de extranjería, el redescubrir no sólo las calles y las casas y las plazas, sino también el proceso que ocurre dentro de uno: te miras desde otro lugar y vas encontrando cosas.
—Varios de estos poemas me evocaron una sensación de lejanía, y solemos asociar esa palabra con emociones como la nostalgia, la melancolía, lo que los lusófonos llaman saudade…
Es un libro que tiene mucho que ver con el desapego, con desdibujar las fronteras en todos los sentidos. No nada más la frontera geográfica, también la política y la del prejuicio. Cuando estamos en una ciudad, las cosas adquieren otra dimensión. La ciudad es lo que ha sido a lo largo de la historia, pero también se construye a partir de lo que nosotros estamos viviendo ahí, de la vida que nos está sucediendo en ese lugar. Ahí hay una relación dual de ida y vuelta con los espacios físicos. Para mí resultó un ejercicio de planteamiento de mi mexicanidad: qué tanto tengo de esas ideas sobre la mexicanidad y qué tanto se pueden ir redescubriendo durante el viaje.
—Sobre uno de tus proyectos anteriores, Y hasta la muerte amar, dijiste que es una conversación íntima con los muertos; yo diría que Días de luz larga es una conversación íntima con el entorno
Con el espacio físico, sí. Y hasta la muerte amar consistía en sentarse a platicar con nuestra muerte y descubrir desde dónde la estamos viviendo. Ahí me interesaba abordar que la muerte no es pérdida absoluta o irreparable, sino que es parte de un proceso. En el mismo sentido, Días de luz larga también habla de un proceso: se llama así por la imagen de los inviernos nórdicos en donde todo se va haciendo oscuridad. Y a todo le llega el invierno, pero eventualmente a todo le va a llegar el verano también.
—Como ocurre en la vida, es una cuestión cíclica.
Y de claroscuros, porque no todos los lugares adonde vas resultan ser lo que esperabas. En realidad, muy pocas veces el destino es lo que uno esperaba. Sin embargo hay un enriquecimiento indudable cuando uno está en ese proceso migratorio, porque vas ganando. Ganas otras lenguas, otras maneras de ver, de aprender, de vivir el mundo
—Y cada sitio es un mundo distinto. El lenguaje nos da una pista muy clara sobre ello: cada lengua te hace entrar en un universo diferente por su cultura, por su cosmovisión...
Éste es un libro que se fue escribiendo en el cuaderno mientras viajaba. Y yo de pronto pensaba: al final todas las ciudades son ciudades, en todos lados hay edificios, la gente se enamora, sufre, ríe llora, se enoja… Pero sucede de manera diferente y en ritmos diferentes. Incluso sucede en musicalidades diferentes, porque cada sitio tiene sus propios sonidos. Por eso quería tejer el libro desde lo cotidiano, porque eso es, quizá, lo más asible, lo que hay en el presente inmediato. Y sigue siendo la cocina, sigue siendo la calle, sigue siendo la plaza, pero hay algo que cambia.
—Me da la impresión que, a partir de esa cotidianidad, lo que hacen tus poemas es dotar a los lugares de personalidad.
Sí, de hecho el libro al final tiene un mapa de barrios donde yo intenté definir cada uno de esos lugares no por su ubicación geográfica, sino por lo que más llama la atención, con lo que te quedas. Por eso son relevantes las ilustraciones, porque si estamos resignificando el espacio físico en donde hacemos vida, también hay que redibujarlo.
—“Ningún país es patria para llorar”, escribes en uno de los poemas...
Pensaba en eso de la mexicanidad. Si uno estuviera en el sitio donde creció, ¿sufriría menos o sentiría las cosas de manera diferente? Quizá no, porque al final nosotros mismos cambiamos todo el tiempo. Habría que entender eso, que estamos todo el tiempo en movimiento y así como las ciudades se van transformando, nosotros también. Hay una constante de mutación, de involución, de evolución como personas y como sociedades.
—¿Dirías que se viaja para encontrar el lugar perfecto?
Diría que se viaja para conocerse. El viaje no tiene que ser necesariamente irse muy lejos. A veces con cambiar de barrio descubres cosas que no te imaginabas que estaban ahí.
—Cierto, es posible encontrarse con mundos distintos a pocos kilómetros de dónde estás.
Ahora que estamos todos en el confinamiento, una de las cosas que está pasando es que estamos descubriendo cosas en nuestro entorno más inmediato, que habíamos pasado por alto o que no habíamos tenido la disposición de ver. Eso también es un gran viaje: cuando uno se queda quieto, pero todo adentro se está moviendo.
—Hablemos ahora sobre otra faceta tuya, la que tiene que ver con la poesía multimedia y con las alternativas de comunicación para transmitir el mensaje poético.
Quizá la casa natural de la poesía sea el libro —y seguiremos haciendo libros, por supuesto—, pero también habría que esforzarnos un poco más por poner la poesía en donde pertenece, que es entre la gente. Los cortometrajes animados buscan poner la poesía en otros espacios. Si estamos haciendo vida en lo digital, ahora más que nunca, por qué no también poner la poesía ahí. Tendríamos que intentar colocar estas puertas para que la gente cruce hacia la poesía. Tal vez se den cuenta de que la poesía no sólo habla del amor romántico y usa palabras de seis sílabas que nadie entiende. Quizá logremos que haya un acercamiento más natural y más orgánico hacia la poesía.
—Al parecer hay muchos estigmas que, todavía en este siglo XXI, rodean a la poesía y a su contacto con la gente
Creo que es de los géneros más estigmatizados. Si dices “escribo poesía”, la gente cree que haces cosas inentendibles y lejanas, cuando la verdad es que la buena poesía nombra las cosas que son importantes, cosas con las que todos nos podemos identificar, lo mismo si estás hablando de las tradiciones mexicanas como Día de muertos que si estás hablando de lo cotidiano, como es el caso de Días de luz larga o si hablas de los temas sociales, políticos, feministas, porque también son parte de nuestra realidad.
—¿Dirías, entonces, que la poesía es necesaria?
Absolutamente. Y está siempre incluso a pesar de nosotros mismos. Incluso si no la quieres ver, hay un momento en el que algo te conmueve. Y eso es poesía.
ÁSS