Michael Haneke: el terrorista artístico

Cine

El director y guionista austriaco dinamita las convenciones estéticas y éticas de esta época marcada por la banalidad y el consumo inmediato.

Michael Haneke, cineasta austriaco. (Especial)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

Corpus de insólito rigor estético y temático que procura la adhesión no emotiva sino cerebral, la obra del austriaco Michael Haneke (1942), uno de los auténticos renovadores del arte cinematográfico a quien ya se puede considerar un clásico en esta disciplina, se hunde en las raíces más retorcidas del árbol humano merced a una mirada aséptica y escéptica que roza lo quirúrgico: “Quiero que el espectador presencie la escena casi como si estuviera dentro de la pantalla. Busco la objetividad, algo realmente complicado en el cine.” 

Graduado en filosofía por la Universidad de Viena, individualista a rabiar, el director que afirma que “los pesimistas son los que hacen filmes de entretenimiento” ha patentado un estilo indudablemente frío, ajeno a la subjetividad de los esquemas hollywoodenses y cercano a la idea del francés Robert Bresson (“Más que películas bellas, películas necesarias”), en el que prevalecen la cámara estática y la ausencia casi total de música de fondo, una elección que remite al Alfred Hitchcock de Los pájaros (1963): “Me da cierto reparo hacer uso de la música —declara Haneke— porque se corre el riesgo de influir en el desarrollo psicológico de los personajes. Muchos cineastas la emplean para corregir torpezas, para ocultar dificultades narrativas”.

Difícil aunque también estimulante es este proyecto que, según la crítica, “constituye quizá la forma más auténtica de cine de terror que se practica hoy día”; un proyecto que funciona como un sistema de ecos donde reverberan actores (Maurice Bénichou, Juliette Binoche, Daniel Duval, Arno Frisch, Annie Girardot, Isabelle Huppert, Ulrich Mühe, Jean-Louis Trintignant), nombres de personajes que por lo general son pareja (Anna y Georg en El séptimo continente, El video de Benny, Funny Games y El listón blanco; Anne y Georges en Código desconocido, El tiempo del lobo, Caché / El observador oculto, Amor y Happy End; Ann y George en la versión estadunidense de Funny Games) y obsesiones argumentales que se circunscriben a esa glaciación emocional captada como síntoma de la debacle contemporánea. Los icebergs afectivos que se generan en El séptimo continente (1989) llegan hasta Happy End (2017) cargados de enigmas humanos sin solución.

A casi veinte años de su estreno, Caché (2005), el noveno largometraje de Haneke, continúa estremeciendo e inquietando tanto por su manera de abordar el temor a la vigilancia en nuestra época paranoica como por su puesta al día del retorno de lo reprimido tipificado por Sigmund Freud. El punto de partida de la cinta es similar al de Lost Highway (1997) de David Lynch, obra esencial de la paranoia que produce profundas fisuras psíquicas: un matrimonio acomodado integrado por Georges (Daniel Auteuil) y Anne (Juliette Binoche), nombres que como ya se apuntó reverberan a lo largo de toda la filmografía de Haneke con energía de ecos de una misma identidad fracturada, comienzan a recibir una serie de videocasetes en los que el exterior de su casa en París aparece grabado durante al menos un par de horas y que por ende dan cuenta de un observador anónimo que los espía.

Poco a poco los videos van involucrando otras imágenes, por ejemplo la residencia campestre donde transcurrió la niñez de Georges, y llegan envueltos en dibujos aparentemente infantiles que representan degüellos de animales y personas y con los que se ilustra a la perfección la noción freudiana de lo siniestro. Poco a poco la trama va revelando con enorme inteligencia y sentido del suspenso la historia oculta de Majid (Maurice Bénichou), el niño argelino que quedó huérfano luego de que sus padres murieran en la masacre perpetrada por la policía parisina el 17 de octubre de 1961 a orillas del río Sena y que los padres de Georges quisieron adoptar pese a la reticencia de este. Con estos elementos, y ayudado por la cámara de Christian Berger que hace las veces de ese observador anónimo que a fin de cuentas somos los espectadores, Haneke elabora un relato escalofriante y extraordinario sobre la culpa no asumida y la expiación histórica que termina por pisar suelo político sin caer jamás en la denuncia abierta ni mucho menos en el panfleto. Los únicos estallidos de violencia física en Caché, brutales y sorpresivos, perturban más porque descubren el salvajismo que está latente dentro de todos nosotros. Una obra mayor de este cineasta fundamental.

Subtitulado Un cuento infantil alemán de modo harto simbólico —pero todo aquí es en el fondo simbólico—, El listón blanco (2009), undécimo largometraje de Haneke, se ubica en Eichwald, una aldea ficticia del norte de Alemania sometida a los designios rígidos del protestantismo, en el año crucial que va de julio de 1913 a agosto de 1914: es decir, en el umbral sombrío de la Primera Guerra Mundial. Lo que comienza como el retrato naturalista de la vida en una comunidad cerrada y pequeña, con sus ritos y personajes hasta cierto punto pintorescos, se va transfigurando hábilmente en el estudio de la maldad que acecha bajo la superficie cotidiana y que aflora a través de una cadena de sucesos que escalan en virulencia y aparente sinsentido hasta resquebrajar por completo la plácida fachada rural captada por la cámara precisa de Christian Berger.

El rigor formal que Haneke imprime a su fábula perversa y punzante sobre las sombras que se agazapan tras la inocencia, y que lo lleva a elegir el blanco y negro como herramienta estética, empata con el rigor existencial que gobierna a los habitantes de Eichwald y los hace reprimir freudianamente las emociones que pugnan por desbordarlos y destruirlos. Narrada por el maestro del pueblo (Christian Friedel), de cuyo nombre propio nunca nos enteramos como ocurre con la mayoría de los adultos que aparecen reducidos a sus cargos o títulos —el administrador, el barón, el doctor— para permitir que los niños y adolescentes sean quienes tengan una identidad digamos definida, El listón blanco es una exploración oblicua pero no por ello menos aguda y brutal de la génesis del nazismo, al que se alude justo mediante el listón que el pastor de Eichwald ata en el pelo de sus hijas y el brazo de sus hijos como emblema y recordatorio de la pureza que deben alcanzar a toda costa. Al igual que ocurre con los videos anónimos de Caché, los eventos tétricos de El listón blanco carecen de un perpetrador evidente: son, pienso, la materialización de una barbarie colectiva que aguarda el momento exacto para reventar y arrasar con todo lo que le salga al paso.

Declarar que Amor (2012), el duodécimo largometraje de Haneke, es una de las películas más devastadoras que he visto en mi vida es quedarme corto, ya que se trata antes que nada de una honda experiencia estética que encara con insólito valor los nexos indisolubles entre amor y muerte y que desborda los límites de la pantalla, o sea los límites de la representación fílmica, y me lleva a pensar en lo que Javier Cercas escribe en El punto ciego (2016): “La mejor literatura no es la que suena a literatura, sino la que no suena a literatura; es decir: la que suena a verdad. Toda literatura genuina es antiliteratura.” Muestra depurada del anticine que Haneke practica con enorme firmeza artística desde sus inicios con El séptimo continente, una cinta que siempre recordaré porque me dejó sin dormir una noche entera, Amor se constituye así pues como una rebanada de verdad humana que acude a una suerte de ascetismo argumental y visual para narrar el impactante descenso al infierno de la enfermedad y la vejez por parte de una pareja octogenaria encarnada —nunca mejor dicho— por los sublimes Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant, quienes continúan portando los nombres propios que son ya una marca de la poderosa filmografía hanekeana: Anne y Georges. Con esta película ocurre algo milagroso: uno se olvida de estar viendo cine para ingresar de lleno, como si fuera el espía oculto de Caché, en una intimidad claustrofóbica —casi nunca abandonamos el departamento del matrimonio— donde se han aposentado las sombras pavorosas de la decrepitud física y mental, los fantasmas insidiosos de toda una existencia compartida que se resquebraja sin remedio. Lo que Haneke consigue con Amor no es solo otra de sus obras maestras sino, para seguir con lo que señalé, una experiencia pródiga en detalles tremendos e imborrables —la pérdida del lenguaje sufrida por Anne, la caza de la paloma intrusa emprendida por Georges— que se instala en nosotros como si fuera parte de nuestra vida.

El reto que el director austriaco enfrentaba para producir su siguiente película al cabo de Amor era grande, pero su sagacidad igualmente enorme le permitió salir bien librado con Happy End, su decimotercer largometraje, que echando mano del sesgo irónico patente en el título de las dos versiones de la terrorífica Funny Games (1997 / 2007) se nos presenta como una secuela bastante heterodoxa de Amor, ya que acude a los mismos personajes de esta (Anne y Georges Laurent) aunque con algunos ajustes fundamentales: el extraordinario Jean-Louis Trintignant continúa representando a Georges pero Isabelle Huppert, que interpretaba a Eva (la hija de la pareja octogenaria) en Amor, pasa a ocupar el lugar de Anne, que antes correspondía a Emmanuelle Riva, transformada ahora en una nueva encarnación de la hija de Georges; el sitio de Eva, por su parte, es concedido a Eve (la asombrosa Fantine Harduin), sobrina de Anne, una niña depresiva y precoz de trece años empeñada en descifrar la realidad a través de inquietantes grabaciones efectuadas con su teléfono celular que remiten por supuesto a la macabra El video de Benny (1992); por último, Geoff (William Shimell), el marido británico de Eva en Amor, se convierte en Lawrence (Toby Jones), el prometido británico de Anne. Armado con esta inteligente caja de resonancias fílmicas y nominales, y con un humor fino y glacial que posibilita la entrada de cierto aire satírico a la trama, Haneke emprende la disección de un clan burgués en decadencia que debe lidiar tanto con la culpa de clase detonada por la inmigración —un tema ya abordado en Código desconocido, de 2000, y Caché— como con la hipocresía marital, materializada en este caso por las infidelidades sistemáticas del padre de Eve (Mathieu Kassovitz), y con el impulso suicida que Eve hereda de su madre y termina por compartir con su abuelo Georges. Terrorista artístico donde los haya, Michael Haneke se empeña en dinamitar las convenciones no solo estéticas sino éticas de nuestra época signada por la banalidad y el consumo inmediato para mostrar que la creación no debe dejar de ser riesgosa y perdurable.


AQ

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