La concesión del Premio Nobel de Literatura 2022 a la francesa Annie Ernaux (1940), quien desde los años setenta indaga en las entretelas dolorosas de su propia vida mediante una obra tan valiente como valiosa que se ha propuesto replantear las fronteras de la autobiografía y la autoficción con ayuda de una prosa afilada que en varios momentos se aproxima a lo quirúrgico, restó oportunidades de obtener el galardón en un futuro cercano a su colega y compatriota Michel Houellebecq (1958), que hasta un día antes del dictamen de la Academia Sueca se perfilaba como el favorito para ganar según las falibles casas de apuestas.
Entre otras cosas curiosas que me brindó el encierro forzoso decretado al estallar la pandemia del covid-19 puedo contar mi reencuentro sumamente feliz justo con la escritura ponzoñosa de Houellebecq, quien en 1991, cuando tenía apenas treinta y tres años y por ende distaba de convertirse en la belicosa luminaria cultural que conocemos hoy día, debutó con un fenomenal ensayo biográfico que muchos continúan calificando como su mejor libro. Una lectura atenta de H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida nos da muchas claves para acceder al mapa ético y estético del propio Houellebecq, comenzando por su misantropía furibunda, y por ello no es gratuito que su espejo ideal sea Lovecraft (1890-1937), el recluso de Providence que prácticamente no salió de Nueva Inglaterra en sus cuarenta y seis años de vida tortuosa y que desde esa especie de prisión voluntaria se abocó a diseñar un cosmos legendario y monstruoso de espaldas a las leyes de la lógica convencional y sobre todo del realismo, del cual abomina en buena parte de su correspondencia oceánica compuesta por casi cien mil cartas, varias de ellas de treinta y cuarenta páginas de extensión según se nos refiere.
“Los relatos de Lovecraft tienen un solo objetivo: conducir al lector a un estado de fascinación. Los únicos sentimientos humanos que le interesan son el asombro y el miedo. Construye su universo exclusivamente sobre ellos. Es una limitación clara pero consciente, deliberada. Y la creatividad auténtica no puede existir sin cierto grado de ceguera autoimpuesta”, asienta Houellebecq, y en esas palabras se encierra una verdad no solo sobre la literatura lovecraftiana sino sobre su propia producción. Como para revelarnos el negativo de las escasas fotografías de H. P. Lovecraft que han llegado hasta nosotros, el escritor francés emprende un viaje poco común al fondo de la vida y la obra del autor estadunidense que aseveró que el único destino humano, al igual que el de los pólipos que conforman el coral, es “erigir cosas vastas, bellas y minerales para que la luna se detenga en ellas una vez que el hombre haya muerto”.
Salto ahora hasta la sexta novela de Houellebecq, que obtuvo merecidamente el prestigioso Premio Goncourt y que desde mi punto de vista es uno de los libros más importantes que se han generado en la literatura no solo francesa sino europea en las primeras dos décadas del siglo veintiuno. Profunda meditación sobre el sentido del arte en un mundo que ha perdido casi todo sentido tanto estético como ético, mural desencantado y triste del deterioro físico y la vejez con el que Houellebecq lleva a la cima su calidad de pintor de la debacle de Occidente, El mapa y el territorio (2010) sigue la trayectoria en ascenso de Jed Martin, un artista multidisciplinario cuya evolución ensombrecida por el suicidio de su madre y la decrepitud de su padre, que terminará optando por la eutanasia en una exclusiva clínica suiza, atraviesa diversas etapas creativas entre las que destaca la ejecución de una serie de retratos de personas que ejercen distintos oficios y en los que se hallan desde el propio padre de Martin hasta los artistas millonarios Damien Hirst y Jeff Koons, los magnates informáticos Bill Gates y Steve Jobs y un escritor huraño y misántropo llamado Michel Houellebecq, con quien Martin construirá algo similar a una amistad a lo largo de varios encuentros primero en Irlanda —donde Houellebecq se ha autoexiliado— y luego en Francia —adonde el autor regresa para aislarse a las afueras de un pequeño enclave provinciano— durante los que se verterán reflexiones sobre la función y el significado del arte que constituyen un deslumbrante ensayo inserto en el flujo de una narración inclemente que debe mucho a la filosofía y el pensamiento.
En una época en que la autoficción practicada por figuras como Emmanuel Carrère, Annie Ernaux, Patrick Modiano y Pascal Quignard —por ceñirme solo a la literatura francesa y a dos Premios Nobel— ha devenido un polo de atracción no exento de riesgos para quienes nos dedicamos a la escritura, Houellebecq decide darle una poderosa y necesaria vuelta de tuerca al transformarse no solo en personaje literario sino en la víctima de un asesinato despiadado que transporta la novela a territorio policiaco con una habilidad reservada para los grandes prestidigitadores.
Al decapitar al Michel Houellebecq que camina con paso existencialista por las páginas memorables de El mapa y el territorio, el Michel Houellebecq de carne y hueso nos entrega simbólicamente su propia cabeza para que procuremos descifrar los mecanismos que la hacen funcionar. El epílogo de la novela, que en un tour de force estilístico nos invita a recorrer los últimos años de Jed Martin, es uno de los momentos en verdad soberbios de la narrativa actual. No dudo al decir que El mapa y el territorio es, al menos hasta ahora, la obra maestra de su autor.
Genial provocador profesional, Houellebecq ha revitalizado muy a su manera tanto el filón más feroz del existencialismo preconizado por Albert Camus y Jean-Paul Sartre como el pesimismo elegante de E. M. Cioran, dándoles una voz nueva y potente a través de personajes desencantados que con una considerable carga de cinismo a cuestas cruzan el paisaje contemporáneo como si se tratara de un erial en el que solo hay cabida para certezas fatalistas: “Mi cuerpo era la sede de diversas afecciones dolorosas (migrañas, enfermedades de la piel, dolor de muelas, hemorroides) que se sucedían sin interrupción, sin dejarme prácticamente nunca en paz, ¡y solo tenía cuarenta y cuatro años! ¿Cómo sería cuando tuviera cincuenta, sesenta o más? Entonces no sería más que una yuxtaposición de órganos en lenta descomposición, y mi vida se convertiría en una incesante tortura, monótona y sin alegría, mezquina”. Quien habla así es François, el profesor universitario que protagoniza Sumisión (2015), la séptima novela de Houellebecq, que arribó a las librerías francesas el 7 de enero de 2015 para coincidir azarosamente con el brutal atentado cometido en las oficinas parisinas del semanario satírico Charlie Hebdo por dos terroristas pertenecientes a la rama yemenita de Al Qaeda. Sin quererlo ni planearlo, Houellebecq se vio implicado en una polémica sonora que incluso le ganó la etiqueta de islamófobo, ya que Sumisión concibió un futuro que ya se nos volvió presente —el año 2022— en que la Hermandad Musulmana liderada por el carismático Mohammed Ben Abbes llega a la presidencia en Francia.
Me alegra haber leído Sumisión en 2020, a una distancia más que prudente de la disputa extraliteraria, ya que logré disfrutarla como lo que en realidad creo que es: un brillante llamado de atención sobre los peligros del multiculturalismo en Europa, de los que el holandés Ian Buruma ya había alertado en su extraordinario reportaje Asesinato en Ámsterdam. La muerte de Theo van Gogh y los límites de la tolerancia (2006).
Con su octava novela, Houellebecq se afianzó como uno de los herederos más dignos y a la vez rebeldes del existencialismo de Sartre y Camus —sobre todo de este último— y del malditismo de Charles Baudelaire, a quien se cita en varias ocasiones en este libro. El tabaquismo galopante de Houellebecq lo ha convertido en un personaje esperpéntico como los que pueblan sus páginas y justo así imagino a Florent-Claude Labrouste, el narrador de Serotonina (2019) muy cercano al Meursault de Camus, que al igual que su creador es adicto a la nicotina y además al Captorix, el antidepresivo con que intenta en vano acallar el ruido y la furia del orbe devastado por la exacerbación capitalista que le tocó habitar para su mala, para su pésima fortuna. Corrosivo y nihilista como pocas criaturas literarias en años recientes, Labrouste sintetiza su situación con estas frases lapidarias: “Los hombres en modo alguno se habían aliado contra mí; simplemente había ocurrido que no había ocurrido nada, que mi adhesión al mundo, ya en principio limitada, poco a poco se había vuelto inexistente, hasta que ya nada podía interrumpir el deslizamiento”.
Lúcida y rabiosa, sembrada de minas que van explotando implacablemente a lo largo de la lectura, Serotonina es la crónica de ese deslizamiento al fondo del desencanto y el hartazgo vivencial, una caída sin red de contención a una suerte de nueva náusea sartreana en la que tópicos ásperos y controvertidos como el bestialismo, la pedofilia y el infanticidio no son más que síntomas de una corrupción social para la que al parecer no hay más remedio que la autodestrucción.
Incómodo como de costumbre, Michel Houellebecq lanza un grito cruel y desesperado que busca sacar de su zona de confort a las buenas conciencias que por desgracia saturan la cultura de nuestros tiempos. Su voz se torna necesaria para dar cuenta de una humanidad volcada a una carrera sin freno hacia el precipicio de la banalidad y la decadencia fomentadas por el negocio de la estupidez y el espectáculo sin fin, veinticuatro horas al día los siete días de la semana.
AQ