Michel Nieva (Buenos Aires, 1988) se anticipa al futuro de la Tierra y la humanidad con una autopsia al cadáver de su ya apocalíptico presente en La infancia del mundo (2023), su debut en Anagrama.
Filósofo de educación y docente de la Universidad de Nueva York, ganador del premio O. Henry en 2022, autor de ensayos y novelas sobre ciencia ficción y capitalismo, Nieva coquetea con el anarquismo, como muchos jóvenes de su generación, en su nueva novela, que presentó recientemente en México. Se trata de una historia en la que un mosquito humanoide engendrado en una violación, transmite a diestra y siniestra el virus del dengue en Victorica, provincia de La Pampa argentina convertida tras el deshielo antártico en Caribe Pampeano en el año 2197.
El narrador, poeta y ensayista argentino aparenta menos de los 35 años que tiene. Alto, muy delgado; su cabello oscuro y rizado enmarca un rostro blanquísimo en el que destacan ojos enormes e inteligentes que le dan un aspecto de personaje de manga, de relatos de Isaac Asimov o Philip K. Dick, o de películas de Steven Spielberg y Ridley Scott. Como para ellos, para él la ciencia nutre su ficción.
Nieva asume todas las influencias literarias y cinematográficas que devoró su novela, con la idea de que la ciencia ficción es como “una máquina omnívora que fagocita todo tipo de discursos”, con referencia a la teoría de la bolsa transportadora de ficción de Ursula K. Le Guin: de La metamorfosis, de Franz Kafka, a El señor de las moscas, de William Golding; desde la novela de culto cyberpunk Snow Crash, de Neal Stephenson, hasta las películas de David Cronenberg, como La mosca (1986).
Paradójicamente: dice que el capitalismo se apropió del discurso de la ciencia ficción. Él va contra esto.
Autor del poemario Papelera de reciclaje (2011), las novelas ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? (2013) y Ascenso y apogeo del Imperio Argentino (2018) y los ensayos reunidos en Tecnología y barbarie (2020), su siguiente libro en Anagrama, Nieva conversa sobre La infancia del mundo, calificado en su país de “ciencia ficción gaucha-punk”.
—Parto de una anécdota. Hace 10 años se estrenó la película hollywoodense Elysium, una distopía cyberpunk escrita y dirigida por Neill Blomkamp, filmada en el tiradero de basura del Bordo de Xochiaca, en Ciudad Nezahualcóyotl, una de las zonas de mayor miseria en México. Algún crítico apuntó entonces que lo que para Estados Unidos, para sus escritores y cineastas de ciencia ficción, es una pesadilla apocalíptica futurista, para latinoamericanos, para millones de mexicanos, es un presente sin futuro. ¿Cómo se relaciona esto con La infancia del mundo?
Me parece muy interesante la pregunta porque justamente me pasó eso con un escritor estadunidense, que me decía que la ciencia ficción que allá se escribe es universal, y que lo que yo escribía es más local. Es un poco la idea que surge de la cultura mainstream, la sobreproducción del imaginario del futuro. Nos hacen creer que el futuro, como lo imaginan en el norte, es global, y lo que imaginamos en el sur, es algo provinciano. En La infancia del mundo busco descolonizar esa idea de un futuro monolítico, que se imaginan en el norte, porque pensar e imaginar el futuro también es algo político, que queda circunscrito a países que tienen más poder o capacidad de producir cultura central.
En ese sentido, mi idea era en realidad partir de la aceleración de procesos extractivos que ya existen en el presente en Argentina; la economía argentina depende fundamentalmente del monocultivo de soja, una industria que deforesta masivamente bosques nativos para extenderse, y a la par también del tracking, un tipo de extracción de hidrocarburos que libera muchos tóxicos a los ríos y destroza comunidades indígenas. Quería pensar un futuro para destrozar estas geografías, que son centrales en los imaginarios culturales económicos y turísticos de Argentina: la Patagonia y La Pampa, que quedan completamente transformadas en algo radicalmente nuevo a través del derretimiento de los polos.
—Me parece que usted no imagina mucho, porque toda su novela está sostenida por la ciencia.
Ja, ja, ja. Sí, me basé en investigaciones científicas de cómo será el futuro con el derretimiento de los hielos antárticos, aunque hay un poco de exageración porque la novela transcurre en un futuro un poco anterior a cuando ocurrirían esos hechos, pero es un poco el procedimiento de exagerar el cambio climático para que quede más en evidencia. Con un ilustrador hicimos los mapas que hay en el libro, de cómo serían Sudamérica y la Antártida; y como es una novela sobre la infancia, estos mapas tienen una estética de mapas escolares en los que estudian los chicos en las escuelas, mis protagonistas.
—Esos niños dan más miedo que el futuro que anticipa en su novela. Si es la ciencia el motor del libro ¿dónde queda la imaginación dentro de la ciencia ficción? Muchas cosas que imaginaron los escritores de ciencia ficción del siglo XX son ya una realidad tecnológica en este siglo XXI.
Sí, me parece interesante que vivimos en una época en la que el propio capitalismo se alimenta de los imaginarios de la ciencia ficción. Por ejemplo, el metaverso de (Mark) Zuckerberg es tomado de la novela de Neal Stephenson, Snow Crash, en la que inventa este concepto; el mismo Elon Musk, su proyecto de transformar Marte parte de la novela de Kin Stanley Robinson (Marte Rojo, 1992); los mismos vestuarios y las naves de la empresa espacial de Musk los hace gente de Hollywood, especialistas en ciencia ficción. Entonces, la ciencia ficción se volvió un discurso hegemónico del capitalismo para narrar sus corporaciones y sus mercancías. Quien escribe ciencia ficción se encuentra con que su herramienta de construir ficciones es también una ficción que usa el capitalismo hegemónico; quien escribe ciencia ficción se encuentra en ese dilema de participar desde esta expresión capitalista o escribir desde una contra hegemonía de este discurso.
—El tema de las corporaciones en Snow Crash las retoma. Pero también hay una serie de homenajes a clásicos de la literatura y del cine, no solo de ciencia ficción. Desde Kafka hasta el mismo Stephenson o Cronenberg. ¿Cuál fue el objetivo de nutrir su libro con estas influencias?
Es la capacidad que tiene la ciencia ficción de ser una máquina omnívora de fagocitar todo tipo de discursos, lo que Ursula K. Le Guin llama “la bolsa transportadora de la ficción”, acarrear cualquier cosa sin ningún tipo de prejuicio. La novela surge a partir de un brote de dengue que hubo en Buenos Aires, que tradicionalmente no sufría ese tipo de enfermedad y que a causa del calentamiento climático el virus se extendió, simultáneo a la pandemia (de covid-19). Y me parecía como muy siniestro: que para una enfermedad que existe desde hace mucho tiempo y muy parecida a la covid jamás se haya desarrollado una vacuna, porque afecta a países pobres y no es de interés de las empresas farmacológicas. De ahí surge la idea de contar una pandemia del subdesarrollo a partir de este personaje que es el niño dengue, mezcla entre insecto y humano. Y aparecen un montón de referencias de gente que admiro, como Cronenberg o Kafka o el manga japonés, que parte de este tipo de criaturas.
—Sin duda el capitalismo es leit motiv de su novela. Aun lugares donde la ambienta, la Patagonia o La Pampa, se han convertido en destinos de turismo de lujo de las clases privilegiadas. Hay una visión irónica de estos lugares turísticos, donde, como en México, generan cinturones de miseria.
Quería contar una visión más de realismo del sur global, de cómo son estas catástrofes de la ecología. Porque siempre en la ciencia ficción norteamericana la catástrofe afecta a todo el mundo y siempre hay un héroe salvador, un Superman que rescata a toda la humanidad, pero a la humanidad que salva es a los norteamericanos. Quería contar una historia en la que este tipo de catástrofes aceleran las diferencias, que es lo que ocurre hoy en día, que las personas que tienen la capacidad de vivir en lugares que no están contaminados son las que tienen más dinero, y entonces se aceleran las diferencias económicas por las catástrofes ambientales. Hay una frase muy famosa de Fredric Jameson, que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Yo también creo que vivimos en una época en la que el capitalismo ya imagina cómo va a continuar cuando el mundo no exista más.
—Mencionaba el covid en contraposición al dengue; la primera es una enfermedad que surge con la globalización y el capitalismo, y el dengue es ancestral, como lo maneja en su novela.
Sí, otro tema que me interesa mucho es el tiempo como un virus, la violencia como un virus, en el sentido en que los virus son entidades que no están vivas ni muertas y se pueden activar y desactivar en cualquier momento. Puede haber un virus congelado en la Antártida durante miles o millones de años, se congela y se activa de vuelta. Quería pensar en violencias que no tienen tiempo, que por no haber sido nunca reparadas se pueden repetir en cualquier momento, fundamentalmente la conquista del desierto en Argentina, que fue el genocidio indígena y constituyó el territorio nacional y las grandes oligarquías que financiaron esos genocidios para apropiarse de tierras y que siguen siendo las dueñas del país. Es una violencia que sigue existiendo y las comunidades indígenas siguen siendo desplazadas por los consorcios extranjeros que siguen destruyendo sus territorios para cultivar soja. En la novela, los chicos juegan un videojuego que consiste en la conquista del desierto, pero la violencia es idéntica a la que ocurre en el futuro. Entonces, me interesaba la violencia como un virus que no tiene tiempo.
—Así como la desglosa, La infancia del mundo parece más novela histórica que de ciencia ficción. Obvio, tiene sus anclajes en la historia argentina. Pero ¿por qué la historia en la ciencia ficción?
Ja, ja, ja. Bueno, sí, en mi escritura me interesa intersectar la tradición literaria argentina con el cyberpunk, por eso me dijeron que la llamara gaucha-punk. Pero, sí, hay un intento de pensar en el futuro conectado con el pasado para entender el presente. Ahora que hay mucha autoficción, me parece que el futuro no se puede entender con la misma lógica del presente; entonces, mi escritura es una apuesta para conectar con un futuro conectado con el pasado, para entender nuestro tiempo.
—No obstante, de alguna manera el niño dengue, o la niña dengue, está contando una autoficción, me parece. Es un personaje que está contando su historia.
Sí. Hay un chiste que decía yo: como es el primer libro que publico en una editorial grande, alguien podía pensar que me iba a vender a la lógica del mercado, y yo decía entonces que la novela es la autoficción de un mosquito y que también es un libro de autoayuda, porque ahora hay muchos libros sobre el poliamor, como en La infancia del mundo es tratado el poliamor interespecies, por las escenas eróticas que hay entre criaturas humanas y no humanas...
—Aunque el mal llamado “poliamor” no ha sido muy abordado como concepto en la literatura contemporánea. ¿Lo quiso abordar por influencia de su generación o como crítica al presente?
Más allá del chiste del tratado de autoayuda, en mi escritura retomo al escritor argentino Osvaldo Lamborghini. También está El matadero de (Esteban) Echeverría, o el Marqués de Sade. Pensar la sexualidad como una forma de disciplinamiento de los cuerpos, de control, de sometimiento. Casi todas las escenas sexuales en mi novela son de violencia, al mismo tiempo que de no consentimiento entre los cuerpos; violaciones o situaciones en las que goza una sola de las personas que intercambian, porque hay unos juguetes sexuales que podrían ser como trabajadores sexuales cibernéticos.
—Bueno, la novela parte con la violación de la madre del niño-niña dengue. A propósito de la violencia y los niños, hay mucha violencia en sus niños, más que en el protagonista insecto-humano, que sigue sus instintos, su naturaleza. ¿La naturaleza de los niños es la crueldad?
Una de las novelas que me sirvió mucho para pensar la escritura de La infancia del mundo fue El señor de las moscas, quería que fuera como un El señor de las moscas cyberpunk, con esa percepción muy pesimista de pensar cómo se pueden conectar la máxima ingenuidad con la máxima crueldad, como la banalidad del mal de Hanna Arendt. Creo que eso aparece un poco en todos los personajes.
—El ritual entre los niños con el niño-dengue del campamento es muy de El señor de las moscas.
Sí, totalmente. Es un libro que me influyó mucho para pensar estos personajes, que combinan la máxima ingenuidad con la máxima crueldad. Pero, también los personajes son efecto del entorno en el que viven, son personajes que carecen de futuro, de expectativas, que ya viven en un mundo completamente injusto que los condena a la miseria perpetuamente y que no lo van a poder cambiar. Entonces, los personajes actúan con cierta impotencia también.
—Platicaba con una joven directora de teatro, Renée Sabina, que montó una obra sobre los millennials, Now Playing, en la que planteaba que eran una generación triste, muy pesimista, porque vivió la caída de un orden universal preestablecido, un mundo que ya no les cumplió lo que les prometía; en cambio, decía que la siguiente generación, la Z, ya no sufrió por esto, creció sabiendo qué era ese panorama, nació con la tecnología y se adaptó y generó otras estrategias y áreas de conocimiento. ¿No está usted perdiendo de vista las generaciones posteriores a la suya?
Nací en un momento en Argentina en que se hablaba del fin de las ideologías, de neoliberalismo absoluto, que era el fin de la política, y que coincide con lo que Mark Fisher llama el realismo capitalista, de pensar que no hay alternativa al capitalismo, que es más fácil pensar que termine el mundo a que termine el capitalismo. Y para mí vivimos en una época en que el capitalismo se apropia más del imaginario de la ciencia ficción, para lo que yo llamo la ciencia ficción capitalista. Creo que es eso que aparece en la novela, de estos multimillonarios que ya tienen proyectos para llevar el capitalismo a otros planetas cuando la Tierra ya no sirva más. Y sí, estas generaciones viven más en esta fantasía del metaverso, de la ciencia ficción capitalista, pero no tienen mejores perspectivas que mi generación, las suyas son peores todavía, porque también se suma, a la catástrofe económica que ya teníamos, la catástrofe ecológica, que en mi generación, cuando era niño, no era tan vista como ahora.
—Pero nuestras dos generaciones son responsables en gran medida de la catástrofe ecológica. Esta versión del capitalismo y del cyberpunk está también muy a tono con justo la novela de Stephenson, Snow Crash, y con muchas películas de la década de los noventa, en las que los consorcios se apropian de los países. Pero, también con los personajes anarquistas. Su novela tiene una buena dosis de ese anarquismo finisecular. ¿Para usted el anarquismo es la solución?
Uno de los temas de mi escritura en general y, en particular de esta novela, es que existe un límite de lo que el capitalismo puede convertir en una mercancía, que quedó muy claro con la pandemia, en el que la bolsa de valores tomó todas las empresas que se beneficiaron de la pandemia y armó fondos de inversiones, vendía paquetes accionarios, creo que eso aparece con las virofinanzas que están acá. Y una de mis reflexiones finales es algo que el capitalismo no puede convertir en mercancía: hay una visión última del planeta que no va a poder convertir en mercancía, que es esta “anarquía geológica”.
—Me parece que también la sexualidad. Aunque a lo largo de la historia ha sido convertida en mercancía, en su novela es esencial, la aborda casi, casi como el sistema del Marqués de Sade.
La idea era por esta capacidad de la ciencia ficción de fagocitar cualquier tipo de género, de pensar una ars erótica especulativa. Hay una frase de (Pierre) Klossowski que me gusta mucho, que dice que el problema del Marqués de Sade fue pensar que el límite de su sistema era la anatomía del cuerpo humano, cuando en realidad era un sistema que podría extenderse un poco más. Entonces, yo quería pensar una suerte de sadismo posthumano, con criaturas que exceden la anatomía humana y funcionan dentro del sistema de sadismo, que son estas criaturas en la novela que se llaman ovejines, que son unos juguetes sexuales que tienen forma de mutante, de cualquier objeto o animal.
—Me recordaron a los replicantes de Blade Runner Nexus que son “modelos básicos de placer”, como Pris Straton (Daryl Hannah en la película) o la pareja holográfica Joi (Ana de Armas) en Blade Runner 2049, y, claro, de Philip K. Dick. ¿Qué sigue después de La infancia del mundo?
El año que viene se va a reeditar un libro de ensayos que salió en el 2020 sobre el imaginario de la ciencia ficción en el siglo XIX en Argentina, y cómo se conecta con el genocidio indígena. Y otro de ensayos, que es consecuencia de esta novela, que se llama Ciencia ficción capitalista, y es sobre cómo se conectan los imaginarios, los multimillonarios de Silicon Valley con la literatura de ciencia ficción.
—¿Cómo siente la ciencia ficción en América Latina?
Ahora hay una creciente legitimidad del género por fenómenos de la realidad, como la pandemia o el cambio climático; o cómo el capitalismo se alimenta de estos imaginarios, que hacen que una imaginación que parecía menor o artísticamente inferior ha adquirido importancia en las discusiones del presente. Entonces, cada vez hay más gente escribiendo dentro del género. Me parece que hay un momento de florecimiento, al menos de lo que yo conozco de Latinoamérica.
—¿Con qué autores se siente identificado?
De Cuba, me gusta Érick Jorge Mota (La Habana, 1975), que es un poco más grande; escribe como cyberpunk afrocubano, muy interesante. De Colombia, Luis Carlos Barragán (Bogotá, 1988), que me gusta mucho. Los dominicanos Odilius Vlak y Rita Indiana (Santo Domingo, 1977), sus obras de ciencia ficción son interesantes; en Uruguay, está Ramiro Sanchíz (Montevideo, 1978); y, en Puerto Rico, Yolanda Arroyo Pizarro (Guaynabo, 1970). Esas serían los escritores vivos que me interesan más. Cuando vine a México la primera vez, a la Feria del Libro de Guadalajara, en 2020, conocí a muchos escritores, no tanto de ciencia ficción, como Andrea Chapela (1990) y Aura García Junco (1988).
—Entonces ¿tiene futuro la ciencia ficción?
Eso es difícil de decir en el presente. Pero en el tiempo actual es un género que está ganando legitimidad. Yo diría que sí.
AQ