La lectura de La iguana de Casandra, poesía selecta 1983-2021 (FCE, 2021) de Miguel Ángel Zapata provoca, a pesar de su carácter diáfano y fresco, un déjà vu. A lo largo de las últimas décadas del siglo XX, cuando el lector se aproximaba a la nueva poesía peruana, era frecuente escuchar que algunos de sus jóvenes poetas más representativos habían asumido en su escritura un gesto, si no provocador, sí seguro y desenvuelto: el británico modo.
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En varios autores saltaba a la vista una forma de creación sostenida en una “claridad furiosa” —como escribió Gabriel Zaid— y con el mandato de la aceptación directa de todas las cosas, sobre todo de aquellas provenientes del cambiante mundo inmediato del tiempo actual. Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros, aunque también habría que agregar a Luis Hernández y, de forma menos obvia —pero notable—, a José Watanabe, sobresalían en este estilo de concebir la escritura. Cisneros causaba asombro y simpatía cuando pronunciaba, con un humor elegante y desdeñoso, su poema sobre los corredores, calzados en blancas zapatillas de tenis, en Innsbrucker Strasse. Y lo mismo ocurría con Rodolfo Hinostroza cuando decía su texto sobre una partida de ajedrez, “Gambito de rey”, como si lanzara al azar unos dados. En ambos, el lector disfrutaba un realismo sin ceremonias y dogmas, pero rebelde y vivo. Nada de barroquismo, rizos o abstracciones. Todo hecho de un lenguaje coloquial, muy imagista, y en un tono espontáneo, a lo beat o hippie. Por eso, cuando leemos en Zapata “al aire levantar la raqueta y volar hacia las mallas”, nos atrapa un sentimiento de vuelta inesperada a una expresión que fue característica de una parte de la mejor poesía joven de hace cuarenta años en “Lima la horrible”, panza de burro. La ciudad más triste, según Herman Melville.
En La iguana de Casandra vemos revivir una naturalidad desusada y observamos, en casi todos los poemas, un andar y permanecer en el doméstico ambiente de la casa o en el paso público de una calle o en la velocidad airada y deportiva del viaje en una bicicleta. En esta sorprendente habla lírica, lo común y corriente está embrujado y, desde ahí, el sujeto del poema salta a las nubes, la nieve, los árboles hasta llegar al “cielo que me escribe”. Vuelan o caen los pájaros —y las palabras— en un jardín que está aquí en el hogar entrañable o en la ciudad conocida que se eleva en la comezón de los rascacielos. En el jardín de Zapata podemos adivinar el jardín de William Carlos Williams; también podemos permanecer silenciosos en el patio trasero y adivinar las faldas de los montes Apalaquia de Charles Wright. Quizá, asimismo, podríamos pensar que aquí están, además, los campos húmedos y fríos de los cuervos de Ted Hughes. Pero no. Sería un error. El cuervo de Zapata no es mítico ni trágico. Sólo es “un pájaro anacoreta, canario esculpido con carbón”.
Si La iguana de Casandra no revive ni está escrito en “el británico modo”, sí posee —en su culto a la prosa— una simplicidad extraordinaria, un estilo casual, y una extraña compasión feliz que lo vuelve un libro insoslayable.
AQ