Miguel Delibes: la nostalgia y el paisaje

El siguiente texto recuerda al autor de El camino como uno de los grandes autores que han reflexionado el fenómeno cada vez más recurrente de la migración.

El novelista Miguel Delibes. (Foto: Félix Ordóñez | Reuters)
Yolanda Rinaldi
Ciudad de México /

El escritor vallisoletano Miguel Delibes, de quien el pasado 17 de octubre se cumplió el centenario de su nacimiento, es considerado una de las voces literarias más importantes de la posguerra civil española. A lo largo de su obra acentuó la justicia social y la solidaridad humana, reveladas en Cinco horas con Mario, Los Santos Inocentes, La sombra del ciprés es alargada, El príncipe destronado, La mortaja, e infinidad de relatos, donde retrata muchas de las regiones de España y el tema de la migración.

Por siglos, la migración ha sido y es un tema recurrente en la literatura que lo mismo hallamos en Las mil y una noches que en la Biblia, Las uvas de la ira (EU, John Steinbeck) que El club de la buena estrella (China, Amy Tan), El buen nombre (India, Jhumpa Lahiri) que Hacer la América (Argentina, Pedro de Orgambide). Sin duda, la migración ha estado en la literatura lo mismo en el pasado que en el presente, para reflexionar sobre este fenómeno, de pasar de un lugar a otro y, por consiguiente, de aprender a vivir con dos identidades y, en ocasiones, con dos idiomas.

Porque, muchas veces, migrar es condenarse vivir entre dos idiomas. A ser un extraño que anhela expresar su imaginario, porque en su oído sólo tiene una lengua extraña. En tiempos modernos, de globalización, el sentido de identidad se modificó porque lo extraño se asentó en la gente. La migración mundial impuso lo ambiguo, lo ajeno y transitorio, la multiplicidad. No obstante este contexto de desarraigo, el valor del lenguaje se redimensiona como fuente creativa.

Quien debe marchar de su casa, por las razones que sean, salir del campo a la ciudad, o de un país a otro, obligado a olvidar su familia y amigos y construir una nueva historia, lleva consigo en lo más hondo de su ser un sedimento de nostalgia y esperanza. A pesar de todo, el migrante está en movimiento.

El gran Juan Goytisolo, decía que los migrantes son personas que “se juegan el pellejo para alcanzar la orilla vedada” y los comparaba con las cigüeñas que vuelan de una fortaleza a otra, solo que “las cigüeñas tienen más suerte que ellos”. Sistemáticamente, cuando el migrante africano, asiático, europeo o americano sobrevive a esa aventura, permanece aferrado a sus mitos, gastronomía, tradiciones y música. Lleva consigo su paisaje. Su equipaje donde lleva su quimera, el desasosiego y la diversidad; sus silencios, ilusión y miedo.

Esa visión, precisamente, la plasmó Delibes. Pero las piezas —donde se asienta la mirada literaria del movimiento migratorio— son El camino (1950) y Diario de un emigrante (1958) donde vemos a los personajes, buscando la salida de la miseria, dejando su paraíso natal, abandonando el medio rural, partiendo a la ciudad, o desplazándose a otro continente en busca de una vida mejor, otras oportunidades económicas o de reunión familiar.

En El camino, con la técnica del flash-back los recuerdos de Daniel, “el Mochuelo” se despliegan revelando ese pueblo castellano perdido en la montaña de donde un día salió el muchacho. En contraste, aparece la imagen de la vida citadina, un ambiente ajeno al suyo. Sus raíces y su tierra nativa, rural, se oponen a este mundo insensible, extraño, que le asigna otro comportamiento, otras costumbres, otros valores; la ciudad implica mudanza, progreso y nuevos significados. Incluso, su indumentaria debe cambiar. Daniel “el Mochuelo” es hijo de Salvador, el quesero del pueblo, quien no desea ese futuro para su vástago, sino el progreso en la vida, por ello se esfuerza para enviarle a estudiar el bachillerato a la ciudad. El niño Daniel, por su parte, condenado a una amargura psicológica, debe renunciar a lo constituido y lanzarse a la aventura incierta, arriesgada, es decir, andar el camino.

Respecto a Diario de un emigrante, aquí Delibes busca definir la identidad en contraste con otras culturas. El protagonista, Lorenzo, decide viajar a América del Sur, a Chile, sin imaginar que habrá de experimentar el choque de su sensibilidad y costumbres con lo que ahí vive y observa.

Lorenzo trabaja en una escuela de Castilla donde gana un sueldo precario y apenas dispone de recursos para vivir. Su tío Egido ha hecho riqueza en América y lo invita a probar fortuna en Chile, así decide viajar con su esposa Anita. Imagina que en aquella tierra vivirá “como un príncipe” y este sueño determina la actitud prejuiciosa del personaje.

Según la historia, vemos a un emigrante que decide cruzar el océano como viajero, que no se asume como migrante en busca de una mejora económica, y en este sentido la percepción cambia porque la mirada se torna crítica, separatista. A lo largo de un año Lorenzo registra en un diario su experiencia existencial en América. Todo parece indicar que se integrará a su nuevo entorno; describe el habla local; anécdotas de los lugareños; interactúa con “rotos” e “indios”. En sus observaciones el paisaje y los habitantes de Chile quedan retratados, pero desde una perspectiva muy particular.

El lenguaje se carga de expresiones turbadoras, donde se degrada lo observado y se subraya la actitud de inconformidad del protagonista, y también de superioridad. Para Lorenzo los latinoamericanos son indolentes, agresivos, espantosos; los argentinos, a quienes también tiene oportunidad de visitar, son descuidados, distraídos, omisos; los chilenos desdeñan la virtud, la integridad, son unos perezosos y apáticos. La mirada europea de quien cruza el océano, Lorenzo, es despiadada, dura —¿acaso está pensando como antiguo conquistador? Migrante al fin, pero nunca asumido; ayer aventureros con necesidades económicas que se erigieron en “descubridores”, hoy “viajeros” en busca de prosperidad.

En relación con el progreso, para Lorenzo las naciones sudamericanas son negligentes y holgazanas; desliza la mirada hacia la tierra del Tío Sam y dice que el norteamericano está enfocado a trabajar, para este, dice, “el confort llegará por añadidura”. De esta forma la generalidad, racismo y exotismo conforma la mirada exploratoria del migrante Lorenzo, quien jamás se identifica con su nuevo entorno, con ese medio, con ese paisaje, porque su propia perspectiva lo impide. Sin embargo, queda claro que el hombre se identifica con su medio y su paisaje, es como un acto religioso. Por eso a Lorenzo le gana la nostalgia y decide volver a su tierra. La nostalgia, es el signo más revelador de los migrantes en todos los siglos. Pasados y por venir. Solo Delibes se quedó en Valladolid para siempre, con su nostalgia y su paisaje. Recorriendo los caminos de esa añoranza, lo recordamos a poco tiempo del centenario de su nacimiento.

ÁSS

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