Con autorización de la Dirección Editorial de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), compartimos un extracto del libro 'Miriam Kaiser: Una guerrillera por amor al arte. Atisbos de la gestión cultural en México'. El volumen de 376 páginas se pondrá en circulación en fechas próximas, con la venturosa coincidencia del aniversario 87 de Kaiser, el 15 de julio. El retrato escrito se construye a partir de charlas realizadas durante un año —enero de 2015 a marzo de 2016— con reencuentros en 2020 y 2021, para engarzar los hilos visibles y los menos públicos de la política cultural en México durante medio siglo; incluye el testimonio de diez galeristas, historiadores de arte, gestores y críticos que ponen en la balanza las aportaciones de esta protagonista de la cultura en México a través de la promoción de las artes visuales y la pasión por la cultura a lo largo de 50 años.
Contestataria y revoltosa
Ha ido construyendo su vida gracias al tesón de su imaginación y por las preguntas constantes que lanzó desde niña sobre los múltiples porqués de los anhelos y decisiones de sus seres cercanos. En muchos casos, Miriam Ruth Kaiser Wachsmann no tuvo por respuesta más que el silencio de padres y abuelas. Entonces, “terca” y “contestataria” como se dibuja, fue hilvanando con recuerdos y búsquedas esa historia familiar que ha reconstruido muy de la mano de sus hermanos Java y Miguel, siempre cómplices.
Nació en el Hospital Francés de la Ciudad de México, justo un día después de aquel 14 de julio de 1936 cuando su madre ingresó para parir y pensó que la recibían con la bandera gala por la jubilosa Toma de la Bastilla. Pero el lienzo tricolor no estaba allí por la fecha conmemorativa; simplemente era la entrada del nosocomio en donde una niña abriría a mitad del mes aquellos ojos sorprendidos ante los diversos paisajes geográficos, humanos y todos aquellos que han llenado su existencia.
Paula Wachsmann Lachmann, la madre primeriza, contaba apenas con un año y un mes de haber tocado tierra en el puerto de Veracruz para casarse con Kurt Kaiser Pollack. Él ya sumaba dos años de una vida mexicana que eligió cuando decidió cambiar de continente al escuchar a Adolfo Hitler: “Es ese señor o yo”, se dijo convencido. Y entonces viajó por barco durante un mes hacia “el raro país” que le había señalado en el atlas al rabino de su ciudad. El porqué de la elección de una tierra desconocida sigue siendo un misterio, como tantos temas que Miriam Kaiser ignora porque sus padres “simplemente no hablaban”. Ella ha ido sacando sus propias deducciones, como que su padre escogió México porque su amigo Kurt Hendler le había ofrecido trabajo. Así que el otro Kurt hizo maletas y viajó en solitario desde aquella región de minas de carbón cerca de Danzig, Alemania, zona bicultural polaco-alemana de la Alta Silesia, ahora Polonia. Paula lo alcanzaría tiempo después.
Hablantes del alemán, el químico y la pianista hicieron crecer a la familia con la lengua germana que les sirvió a los cuatro hijos para construir su mundo. Sin embargo era solo una pequeña parte de su imaginario ya que Miriam y sus hermanos Eva (quien cambió su nombre por la versión hebrea, Java), Roberto Max (que moriría con menos de 30 años) y Miguel se enriquecieron y disfrutaron del español y de las costumbres mexicanas que abrevaron de las mujeres del servicio doméstico junto a los preceptos judíos que nunca se siguieron al pie de la letra en aquel hogar en la calle de Parral, en la colonia Condesa y en las siguientes casas en San Cosme y las Lomas.
Como toda infancia que se vuelve difusa en los recuerdos, en Miriam esa etapa se encuentra marcada por tres presencias entrañables en la memoria: su abuela paterna Elsa Pollack “a la que adoraba”; unas cajas que rellenaba de “regalos” en la cocina de su casa en cada anochecer; nombres y nombres de judíos que eran buscados después de la guerra.
Relata: “Tendría unos 8 o 9 años y me veo rellenando cajitas con café soluble, azúcar, arroz, frijol, lenteja, ganchos para el cabello y cerillos para mandarlas a Alemania en plena guerra. Eso que hacían mis papás y nosotros sucedía en muchas partes del mundo y obviamente no sabíamos si esos recipientes llegarían a buen puerto, como sucede con las bebés tortuga que caminan hacia el mar. Al concluir la guerra, tengo la presencia imborrable de las reuniones en casa donde se leía el periódico Reconstrucción que la colonia judío-alemana en Nueva York publicaba con una serie de anuncios de ocasión en los que la gente buscaba a sus familiares o a algún conocido. Así se lograron reencontrar a muchos judíos en el mundo entero: hijos, tíos, hermanos y parientes que aparecían en Australia o en Sudáfrica. Para los niños escuchar eso era la aburrición más tremenda pero con el tiempo me di cuenta de que era una labor importante y dolorosa”.
De Elsa, la mujer con la que estableció una fuerte relación, dice: “Fui la primera nieta y adoré a mi abuela; fue por poco tiempo porque murió a mis casi siete años. Éramos muy parecidas: zurdas y con idéntico color de ojos”. De ella heredó no solo aquel tono verde grisáceo sino varias cajas de zapatos llenas de tarjetas postales y fotos de juventud que le han servido para puntualizar fechas y sucesos que sus padres le contaban de otra manera, como el año de muerte de su abuelo Max. Así, gracias a una postal con la imagen de la avenida San Juan de Letrán fechada en 1934 donde el padre de Miriam le envía un saludo “a mis queridos padres” (así, en plural), a ella se le refrendó la certeza de que Max no había muerto en 1917 —año consignado en un libro del cementerio de Kattowitz para un señor llamado Max Kaiser— sino hasta dos decenios más tarde en que su abuela llegaría a México después de enterrar a su marido y cuando la nieta contaba con seis meses de vida. Era 1937.
Además de abrigar con cariño las postales y heredar la tesitura de los ojos, de la abuela paterna tiene un recuerdo que huele a pastel de manzana. No lo había advertido con claridad desde su más tierna niñez pero aquel día que olió la tarta en un restorán de Polanco, la probó con tal cantidad de lágrimas en los ojos que su marido en segundas nupcias, Luis Cué, se le quedó viendo con la certeza de “ahora sí la perdí” ante la visible afectación. Pero ni Luis “perdió” a Miriam en aquel encuentro ni los ojos de ella se aliviaron por completo de las gotas saladas. Ella descubrió con aquel recuerdo olfativo que Elsa estaba más que viva en su presente.
Si con la abuela paterna fue el olor, su madre se le develó con nitidez a partir de las palabras que dan cuerpo a la literatura. Logró comprenderla en su primigenia soledad, antes y después de que ella naciera. Fue una especie de reencuentro triste y agradecido que halló gracias a un libro, Leonora, el retrato profundo que construyó Elena Poniatowska sobre la pintora surrealista Leonora Carrington.
Las vivencias de la artista en su exilio mexicano le enmarcaron un escenario parecido al de la soledad y el desasosiego de su madre, con apenas una semana de haberla parido. “Mamá contaba que cuando nací, de regreso del hospital a la casa se dio cuenta de que Arno había desaparecido. Cuando por la noche llegaba papá, escuchaba puro llanto: por un lado, yo de bebé; y por otro estaba mamá desconsolada ante la pérdida del perro doberman que era su única compañía en México. Pero más que la pérdida de Arno, su soledad la entendí al leer Leonora por la similitud de ambas al habitar un mundo ajeno: mamá tenía que aguantar una comida rarísima que le hacía reclamar que la papaya le sabía a petróleo y hablaba un lenguaje florido que repetía de la jovencita que le ayudaba en casa pero sin comprender una palabra. Allí me di cuenta de lo que es un exilio y lancé sobre ella un sentimiento de tristeza mezclado de agradecimiento por la bendición de habernos convertido después en una familia muégano”.
Miriam aplaude esta naturaleza gregaria que instauró su madre, a pesar de algunas reglas impuestas como las comidas de cada sábado en que los niños no podían levantarse de la mesa si no terminaban de degustar la ternera y otros platillos “horrorosos” para algunos nietos. Con todo y las convivencias semanales que disfrutaban, los secretos transitaron entre los padres y su descendencia. “Siempre nos contaron lo mínimo, yo tenía muchas preguntas y me callaba la boca. ‘Hay cosas de las que no se habla’, decían mis padres” y lo repite hoy Miriam como frase que permanecería por muchos años, solo transgredida ante su terquedad por buscar datos, fechas y nombres de la mano de sus hermanos Miguel y Java.
En lo que sí tiene certeza es en ciertos rasgos que permanecen como marca de identidad de ambos progenitores en ella. De su padre, la similitud física y las “ideas férreas” que compartió con aquel hombre emprendedor de importaciones de relojes y telas suizas en el negocio que instaló en San Juan de Letrán, en pleno Centro Histórico de la Ciudad de México. De su madre, “la necedad” o tesón apasionado por los libros y la música. Recuerda con precisión cuando estaba en Israel y un señor la paró en la calle: ‘¿Tú no eres de los Kaiser o los Pollack? Porque te he visto caminar por aquí y cada vez te veo más cercana a Kurt o a Elsa’. Y sí, el señor era dueño de una zapatería y el mejor amigo de papá, así que me abrazaba por el parecido con mi padre y mi abuela”.
Buen comportamiento y rebeldía: vida escolar en México e Israel
Niña “bien portada” con dieces de calificación, Miriam no acudió al Colegio Alemán porque se le consideraba una “célula nazi” en aquella década de los cuarenta del siglo XX. Fue inscrita en el Colegio Oxford en la colonia Roma, cercano a la casa familiar. Empero, la escuela “mochilísima” generó el entorno que envolvió a la niña a prepararse para hacer la primera comunión católica, es decir, ajuar de vestido blanco, vela, rosario y toda la ceremonia religiosa. “En segundo año de primaria lo que pensabas era en la fiesta pero mis padres me sacaron más rápido que inmediatamente y me mandaron al Colegio Hebrero Tarbut. Éramos las herejes en todos los sitios, una barbaridad. Así que no hice mi primera comunión y sin embargo me sabía más los rezos católicos que los judíos”.
Además, la niña se volvió “muy mexicana y salvaje” porque tomaba agua de la llave del jardín al mismo tiempo que el perro lengüeteaba del chorro, comía yerbas de la calle, muchas tortillas, andaba descalza y feliz. “Mamá se desmayaba, pobrecita, aunque en casa había cierta disciplina militar durante las comidas. Así que con el paso de los años me acepté mexicana, empecé a detestar lo alemán (lengua única en casa) y a volverme lectora. Era tan amante de los libros que me decían marimacho porque en mis XV años recibí más de cien ejemplares en vez de otros regalos considerados femeninos”.
Además de los libros que devoraba con su pasión de niña lectora, a Miriam le dieron otro regalo como quinceañera: un viaje a Suiza. Aun cuando ya tenía en su haber cuatro idiomas, el alemán, el hebreo, el inglés y el español, la enviaron a ese destino europeo por tener una de las mejores escuelas internacionales para formarse como intérprete-traductora. Fue a Lausana por un año y no al colegio prometido sino a una de esas escuelas en donde enseñan manualidades y “buenas maneras” en la mesa. No le animó aquel aprendizaje para “niñas bien” pero se acercó mucho más al francés, gracias a su maestra de tenis con la cual peloteaba a las seis de mañana y a cambio le enseñaba por las noches a vocalizar en la lengua gala, tan gutural. Regresó entonces a México con un francés más que decoroso y un inglés perfeccionado.
De nuevo en la casa familiar, la jovencita entró a estudiar al Liceo Franco Mexicano por un año con seis meses y gracias a una beca de la Fundación Elías Sourasky llegó a su puerta otro destino que le daría un nuevo tamiz a su naciente madurez: una escuela normal para maestros en Israel a cuyo sistema de enseñanza socialista se adhirió en espíritu perfectamente. “Cuando llegué en 1954, Israel era un país socialista de hueso colorado. Yo no vivía en un kibutz sino que iba a visitar a mis amigos mexicanos que estaban en uno. Permanecí internada cerca de Tel Aviv en la Escuela Guivat Hashlosha para formarme de maestra. Allí también permeaba un espíritu similar en la construcción de comunidad: hacíamos guardias para lavar los trastes, arreglar el comedor y los salones. Todo el mundo debía trabajar y yo estaba fascinada. Eso sí, dizque ya sabía hebreo pero allá no abrí la boca. No entendía nada de lo que hablaban, no comprendía ni el periódico ni la radio ni lo que decían mis compañeros. Sin embargo, a los tres meses me puse al corriente gracias a las niñas con las que convivía”.
Le gustó la formación como maestra y sin embargo nunca ejerció como tal frente a un grupo. “Cuando llegué a México al Colegio Tarbut me dijeron que estaba demasiado avanzada y podía provocar que los niños desistieran de las aulas. Retornaba a mi país de origen muy revolucionada así que sentí a México con un retraso de 50 años porque en el sentido de comunidad, Israel estaba ya muy adelantado. Y pese a que no enseñé formalmente en aulas, el alma de maestra nunca se me ha quitado. Creo que en toda mi vida he realizado básicamente esto: enseñar, transmitir conocimientos, estar rodeada de gente joven y mostrarle caminos”.
Además de abrevar en el sentido comunitario y socialista del kibutz, aquella estancia le infundió el “amor por los trapos”. Pero no ropas de cualquier tipo sino aquellos tejidos originarios de culturas ancestrales que a la fecha la visten con huipiles y blusas bordadas a mano, faldones y morrales coloridos, rebozos de telas preciosas y únicas en diseño y manufactura. “Creo que a la vestimenta artesanal le agarré amor por completo desde que es- tuve en Israel, de 1954 a 1958. Era muy rural todo y hasta allá llegaban textiles de todo el mundo así que cuando estuve en México volteé a ver esa parte del país y desde entonces me importan los objetos y las prendas donde interviene la mano, adviertes el punto de cruz y los ojos de una persona puestos en el telar; un contacto humano directo con la materia y no de procedencia industrial”.
Recuerda con cierta picardía varios “accidentes” que le provocaron algunos objetos artesanales, como aquella bolsa de cuero sin curtir que provocaba “tal apestadero a animal muerto” que debió salirse de un concierto en Bellas Artes porque una persona cercana en los asientos decía en voz baja que sin embargo alcanzaba a escucharse: “Aquí hay un ratón muerto”.
AQ