La historia la conocen. Diríamos que unas “locas desmecatadas” de Nueva York se defendieron de la policía la madrugada del 27 de junio de 1969. El hecho civil —defensa de derechos humanos de agraviados por la autoridad— dio origen al Día del Orgullo Gay, y desde entonces cada año ¡todos a la marcha! Estados Unidos, Australia, Alemania, Francia e Inglaterra fueron de los primeros países donde se organizó un movimiento lésbico-gay. México no era ajeno a los rituales del cambio en la amplia diversidad sexual. Nancy Cárdenas promovió en 1971 el Movimiento de Liberación Gay junto con Juan Jacobo Hernández, Luis Prieto, Tina Galindo y, como la mano que mece la cuna, un hombre que vivió en el clóset hasta su muerte: Carlos Monsiváis. Nació el movimiento y, para 1978, los gay ya estaban en la calle para exigir a las autoridades “no más razias” ni crímenes contra homosexuales y lesbianas. Este primer párrafo es la mini historia. Si quieren saber a profundidad, pues busquen los libros y pónganse a leer…
Porque lo que importa son los hechos actuales. El nacimiento de siglas que casi nadie entiende. Dame una L: lésbico. Dame una G: gay. Dame una B: bisexual. Dame una T: travesti. Dame otra T: transgénero. Repíteme la T: Transexual. ¿Y qué significa la I?: intersexual. Qué es eso de Q: Queer. LGBTTTIQ. No definiré cómo cogen o aman esas “letras”. Lo que importa es que llegamos al siglo XXI y seguimos con la exigencia del respeto a los derechos humanos. Sí, ya se tipificó el “crimen de odio por homofobia”, lo que no impide que se registren al menos dos asesinatos por orientación sexual al mes, solo en la Ciudad de México.
- Te recomendamos "En la vida hay que atreverse a ser libre": Henri Donnadieu Laberinto
Conste: me salté siglos de historia. La presencia de los “diferentes” se puede constatar en la Biblia, el Corán o la Torá. De ahí viene el prejuicio contra quienes son distintos. Me salté a los judíos gay que fueron confinados en campos de concentración y cuya tragedia fue llevada al teatro por Martin Sherman en Culpables, escenificada en México por José Luis Ibáñez en 1981 y protagonizada magistralmente por Enrique Álvarez Félix (por cierto, su madre, María Félix, no tuvo reparos en aplaudir al personaje interpretado por su hijo, un gay marcado con el “Triángulo Rosa” y que el nazismo asesinaba). Omití el hostigamiento y la persecución de los novelistas de la Revolución mexicana y los muralistas comandados por Diego Rivera hacia el grupo de Contemporáneos, especialmente a Salvador Novo, a quien despectivamente llamaban “Nalgador Sobo”, así de fuerte. (Novo contestaría a Rivera con poemas. En uno de ellos escribe: “Y una mosca inexperta e inocente,/ aficionada a mierda y a pantano,/ vino a revolotear sobre su frente./ Despertó de su sueño soberano/ y al quererla aplastar —¡hado inclemente!—/ se empitonó la palma de la mano”).
Negociación y cambios
Insultos y prejuicio son el vino y pan del día, ayer y hoy, a pesar de que vivimos procesos democráticos con leyes de avanzada y hasta matrimonio igualitario, vigente en más de la mitad de los estados de la República —a pesar de “la familia tradicional” que promueven Juan Dabdoub y ese remedo de persona que es un falso convertido al mundo heterosexual, Mauricio Clark—. Insultos y muertes tampoco cesan. Fernando del Collado ha publicado dos libros que documentan el odio incrustado en la conciencia de quienes nos aventaron a esa “roca desprendida del Génesis” (Novo): Homofobia y Ciudad de odios. Dos perlas cuya lectura requiere temple para soportar la ignorancia e intolerancia criminal que exhiben. (Hay que admitir que la prensa actual se diferencia notablemente de la que predominaba en los años setenta, cuando todo crimen homosexual era encasillado en escándalo de “lilos”.)
Hasta dicen por ahí que los gay somos moda porque los medios de comunicación se ocupan de nuestra identidad y porque la sociedad civil está con la causa de la diversidad sexual. Hay algo de culpa después de haber vivido los años ochenta con lo que se denominó pandemia mundial del sida, en la que murieron millones de personas LGBTTTIQ. Este hecho despertó la compasión (no encuentro otra palabra) y la sociedad informada, con ética, inició la reivindicación de lo diverso (desde 1975, Carlos Monsiváis y Nancy Cárdenas, junto con un centenar de intelectuales, demandaban el alto a razias y a la discriminación contra homosexuales y lesbianas en sus puestos laborales). El sida detonó el reclamo de esos derechos negados: servicio médico y atención a pacientes con VIH, medicamentos gratuitos y, lo mejor, leyes constitucionales inclusivas, con igualdad, sin distinción de sexo, edad o raza (como Benito Juárez promulgaba en su Constitución de 1857). Así pasamos de las Sociedades de Convivencia en 2005 al matrimonio igualitario por resolución de la Suprema Corte de Justicia, en 2016. Nada se hizo solo. Desde 1997 crece la tribuna pública con políticos abiertamente gay: Patria Jiménez, David Sánchez Camacho, Enoé Uranga, José Alfonso Suárez del Real y Temístocles Villanueva.
¿Qué falta? Básicamente educación sexual, tanto para el mundo LGBTTTIQ como para la H de heterosexuales. Nadie es libre de moralismos sin fin. La comunidad gay es sexista, igual que los de la letra H. Lo ha demostrado la proliferación de letras en la sigla LGBTTTIQ, cada una de las cuales representa un grupo y hasta guetos de su condición. Está documentado en la historia del movimiento la resistencia de gay y lesbianas para trabajar juntos, unidos en la misma lucha. No se pudo. Una prueba: la rebatinga de este año por encabezar la 41 marcha del Orgullo Gay (apoyo a Patria Jiménez). Tres organizadores en pleito por el liderazgo; ellos, que hablan de respeto en política. Nadie atiende la propuesta cultural de dos empecinados guerreros del cine y las artes: Arturo Castelán y Salvador Irys. El primero con el Festival Mix, cine de temática diversa de la sexualidad, con 23 años de presencia. El segundo con el Festival de la Diversidad Sexual, que continúa lo que fuera la Semana Cultural Gay que organizó José María Covarrubias por más de quince años en el Museo Universitario de El Chopo (suman 41 años de búsqueda e identidad). Allá vamos, formaditos para aprender arte y cultura, pero en la calle somos igual que los otros que, decimos, nos clasifican, moralizan, critican, no respetan. No hemos aprendido nada de nuestra propia causa y de la persecución de la que hemos sido objeto. Con educación sexual todos cambiaríamos el rostro del sexismo. Se nos olvida Whitman: “Quien degrada a otro me degrada a mí”.
Eso, cuando hemos conquistado espacios. En el Senado, en la Cámara baja, en los estados, en voz del presidente Andrés Manuel López Obrador que por fin se tomó la foto con la bandera del arcoíris en Palacio Nacional. Aunque le ganó en 2016 Enrique Peña Nieto, que reunió a la diversidad en Los Pinos, con parte de su gabinete, y anunció una iniciativa de reforma constitucional para abrir la puerta al matrimonio igualitario, leyes para que los TTT cambien de nombre por el que les guste, de hombre o mujer; por la ley trans… Eso, cuando una parte de la propia comunidad criticó a quienes fuimos a aquel encuentro, como si la historia no se hiciera con las autoridades. Si no, ¿cómo? Luis Perelman, activista, lo dice claro: “a veces es mejor negociar que tomar calles”. No fue diferente en Estados Unidos. Si alguien lo duda, que vea la historia de Milk, en el filme de Gus Van Sant, de 2008. La política es negociación y cambios.
La cultura libera
¿Cómo hemos cambiado? Leo un pasaje del ensayo de José Joaquín Blanco “Ojos que da pánico soñar” (en su libro, Función de medianoche): “Se nos obligó a crear un lenguaje secreto, y lo hicimos bello y divertido. Tanto que la sociedad tuvo que tomar, mediatizándolas, muchas de nuestras formas de arte y sensibilidad. Recobramos el sentido del juego y nuestra fama de ingeniosos y lúdicos se universalizó. Tuvimos que inventarnos defensas y volvernos, simultáneamente, más agudos, más refinados, más vulgares, más lúcidos, más generosos y más cabrones. En cualquier lucha de nuestro siglo ha colaborado —casi siempre desde la sombra en que se nos encarcela— alguno de nosotros”. Sí, pero hoy parecemos más vulgares que cultos, menos lúcidos y más consumistas, menos refinados y escasamente enterados de lo que nos atañe. Nos convertimos en la misma sociedad que alguna vez criticamos.
Nos libera la cultura. El cine que nos retrata: El lugar sin límites, de Arturo Ripstein, y Doña Herlinda y su hijo, de Jaime Humberto Hermosillo, basado en un hermoso cuento de Jorge López Páez. (Hay más filmes pero son mis preferidos de lo “hecho en México”.) El teatro que nos delinea: Sergio Magaña con Los signos del zodiaco, en el primer acercamiento a la opresión homosexual, y Breve silbido desde el exilio, de José Alberto Gallardo: una mujer muere por cáncer y un homosexual por sida, paralelismos del desastre emocional. La danza que nos representa: ese prodigioso bailarín por el que Carlos Monsiváis deliró (tengo una foto donde están tomándose de la mano): José Rivera y La Cebra Danza Gay, con 23 años de persistencia en tacones. La pintura para admirar a nuestros iguales: Manuel Rodríguez Lozano y su retrato de Salvador Novo, o la homofobia de Antonio Ruiz, El Corcito, en su idea de los Contemporáneos. Donde el mundo no se entiende sin el otro. También José Guadalupe Posada con su dibujo de “Los 41”, esos “chulos y coquetones” que visibilizaron a los homosexuales en 1901. Hay más pero, insisto, son mis gustos.
La literatura, el campo más amplio. En redes, Luis Martín Ulloa ha estado comentando 30 libros de temática gay que le parecen los mejores. Me hizo parte de la tarea. Yo rescato pocos títulos: tres de Luis Zapata, que es más que El vampiro de la colonia Roma. Hay que sumar La hermana secreta de Angélica María y Melodrama. Antes, sin duda, La estatua de sal, de Salvador Novo, aunque se publicó tardíamente (la primera vez en la revista Política Sexual, del grupo Sex Pol y FHAR, en 1979). Crónica cero, de Joaquín Hurtado, que es un testimonio implacable de lo que significa vivir con VIH. Amora, la primera novela lésbica, de Rosa María Roffiel, de 1989. Agregaría sin pensarlo Salvador Novo, lo marginal en el centro, de Carlos Monsiváis. Un libro clave de la bisexualidad: Fruta verde, de Enrique Serna.* Y un imperdible: Traición a domicilio, de Guillermo Arreola, que es la búsqueda de un ayer, un amor, una identidad. De poesía me quedo con Juan Carlos Bautista con su ejemplar Cantar del Marrakech. Y una mujer, Reyna Barrera, pionera de la poesía lesbo. Pero no quiero dejar de nombrar a dos que leo actualmente: Luis Aguilar y César Cañedo.
Creo que la crónica es la que mayor vida tiene en la actualidad: Antonio Bertrán escribe de intimidades sobre las parejas y sus historias de amor. Lo hace en un diario popular, Metro, que llega a un público ajeno y a la vez importante: ese “pueblo bueno” del que habla ya saben quién. Antonio Marquet es quien más ha documentado la vida gay en sus libros, inconseguibles: Que se quede el infinito sin estrellas, mi preferido. Wenceslao Bruciaga en MILENIO Diario es un desparpajo literario en lo que escribe y uno goza sus diferencias con lo establecido. La contraria como estilo se le da a la perfección. Fernando del Collado no puede faltar en mi lista. Es un gusto saber de ellos ahora, porque desde los setenta un servidor era el único que se ocupaba del tema gay, con dificultades para publicar.
¿Fin? Los abrazo con la bandera del arcoíris. Anímense esos de la H: no mordemos.
* Leí el 17 de junio este mensaje en redes, escrito por Enrique Serna: “En mi novela Fruta verde, narré una intensa historia de amor homosexual que yo mismo viví a los 19 años. Es evidente, para quienes la hayan leído, que nunca he considerado una deshonra entregarse en cuerpo y alma a una persona del mismo sexo. Sin embargo, desde que publiqué mi primera crítica contra el actual gobierno, sus troles pagados me han estado lanzando insultos homofóbicos dignos de las juventudes hitlerianas. ¿Creen que van a intimidarme con eso? Más bien están exhibiendo el talante autoritario de su santo patrono”.
ÁSS