El triunfo del espíritu sobre la materia, un asunto con fuertes vínculos románticos, es el principio activo de Aquí no mueren los muertos (Argonáutica, México, 2020), tres ensayos en los que conviven el arrojo interpretativo, la imaginación y el relato autobiográfico: dicen mucho de nuestros temores más profundos y aún más de cómo solemos enfrentarnos a la pérdida.
Melina Balcázar echa mano de un puñado multicolor de recursos. Evoca algunos episodios de su pasado familiar; restaura las piezas emblemáticas, y no menos perturbadoras, de la fotografía mortuoria de finales del siglo XIX y principios del XX; combina el análisis histórico con el impulso narrativo; utiliza las herramientas de la interpretación literaria y filosófica; explora, como sostiene Georges Didi-Huberman en el prólogo, “el interregno de los sueños”; extiende los campos de acción de “la política de la memoria”.
Aquí no mueren los muertos abre con “Decidles que la muerte no existe”, una inmersión en los ritos y las creencias del espiritualismo trinitario mariano, fundado por Roque Rojas y con un arraigo fulgurante entre los inmigrantes pobres y desamparados que abandonaban el campo para malvivir en las grandes ciudades. Mezcla de judaísmo y cultos prehispánicos, esta religión, dice Melina Balcázar, sostiene la posibilidad de comunicar al “mundo material —destinado a desaparecer— y el mundo espiritual —reservado a la vida eterna—. Tras la influencia del espiritismo, practicó el trance y empleó los nuevos avances técnicos, como la fotografía, para entrar en contacto con los fluidos y las materializaciones que provenían de esa realidad invisible pero convincente. Pero no todo eran susurros y mesas giratorias en habitaciones oscuras. Había una aspiración mayor: “la utopía de una comunidad más justa, capaz de conservar las solidaridades humanas, incluso hasta en la tumba”.
A la genealogía y los preceptos del espiritualismo, Melina Balcázar añade su propia experiencia: la fe renovada de su abuelo después de sufrir la muerte de su esposa. La historia nacional oficia sus bodas intelectuales con la historia familiar.
Tan sorprendente como el primero, el segundo ensayo, “Te escribo esta carta a ti que estás en los cielos”, se concentra en los Cuadernos de Juan Rulfo publicados de manera póstuma, en especial en un mensaje dirigido a una mujer muerta. Su carácter enigmático apunta quizá hacia La cordillera, la novela que Rulfo concibió a finales de la década de 1950, y, por momentos, hacia Pedro Páramo. Melina Balcázar ofrece otra proyección de la muerte, no la del abrazo maternal sino la de la imposibilidad física. “Se confirma”, escribe, “una forma de amor singular indiferente a la presencia viva de la persona amada”. Es la pasión que consume al cacique de Comala y la misma que Rulfo manifestaba en su correspondencia a Clara Aparicio, su futura esposa, cuando recorría el país como agente de ventas.
La ausencia es también el objetivo donde se posa la mirada nostálgica de Juan Rulfo. Sus fotografías, más una vocación que un pasatiempo, están “ligadas a la memoria de un tiempo pasado, a un tiempo que sobrepasa toda intencionalidad y se abisma en lo inmemorial”. Son una extensión natural, y desolada, de su obra literaria, el recordatorio de nuestro destino final.
Así, conducidos por el poder de la imagen, llegamos al tercer ensayo. “Cerrar(te) los ojos. De la muerte y las imágenes”, de temperamento espectral, y a ratos macabro, interpreta una serie de fotografías en las cuales los vivos posan con un familiar muerto, generalmente niñas y niños vestidos con diligencia sin importar su origen social. No es posible evitar una sacudida mientras observamos, por ejemplo, la fotografía de Romualdo García Torres en la que un padre sostiene sobre una de sus piernas a una pequeña de unos pocos meses de edad, en apariencia viva, tanto que uno de sus brazos parece cortar el aire, pero inocentemente muerta. No hay decorado, no hay consuelo ni dramatismo; sólo “el silencio oscuro que se me ha encarnado, ese síntoma punzante en mi boca, en mi escritura: asfixia, afasia, anorexia”, confiesa Melina Balcázar. (Las páginas dedicadas a ese fotógrafo de entresiglos son notables. Exponen no sólo un retrato sociológico de los usos y atributos de la imagen sino una aproximación a las claves filosóficas de la fotografía mortuoria).
Viajamos al pasado, a las postrimerías del siglo XIX y a los primeros tramos del XX. México se ha subido al tren del progreso pero no ha renunciado a perseguir los murmullos espectrales que vienen de muy lejos. En Romualdo García Torres, como en muchos de sus colegas, reconocemos el deseo de “captar la sombra antes que el sujeto se evapore”, según rezaba un anuncio de la época. El montaje realizado por Melina Balcázar da cuenta suficiente de tal deseo. Qué vemos: a una mujer indígena que mira sin aliento a la cámara mientras encuadra a un infante cubierto de flores, casi un ángel; a una familia acomodada custodiando un cuerpo inerte; a un niño de boca abierta yaciendo sobre un almohadón; a padres vivos y a hijos muertos frente a una escenografía teatral. Las imágenes en blanco y negro parecen gobelinos deshechos.
Aquí no mueren los muertos fue escrito gracias a una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes que, por cierto, ya descansa en paz. Quiero decir que en su horizonte no se hallaba la mortandad que ha traído un virus de efectos devastadores. Por su carga emocional y reflexiva, sin las telarañas que suelen identificar a quienes pertenecen a la academia y con una escritura honda y sugerente, se antoja más como una lectura obligada que como una invitación. Toma el riesgo de caminar al borde cortante de nuestros desfiladeros.
AQ