Diálogo entre literatura y artes
En el contexto de la postmodernidad, la hibridez es la norma. La relación dinámica entre los géneros literarios y las artes puede concebirse, por lo tanto, como una relación de complementariedad y de ecuación después del poeta Simónides de Ceos, pero también en términos de ruptura con la concepción cerrada y estable del canon.
Hay que tener presente que no se trata de la emulacio, resonancias del ut pictura poesis horaciano y la écfrasis (descripción literaria de una imagen figurativa), aunque puede darse el caso, sino de una revolución intermedial completamente asumida y resignificada. En la narrativa hispánica de las últimas décadas destacan la fuerza y la singularidad de obras de creadoras que hacen uso de la plasticidad narrativa, obras fuertemente inclinadas al gesto de llenar los vacíos, a derribar las fronteras entre disciplinas que han sido históricamente separadas. Tal es el caso de las obras llamadas intermediales, crisoles que se construyen con diferentes categorías genéricas e interartísticas. Como puntualiza Iván de la Nuez: “Estas narraciones nos sitúan frente a un arte surgido de las palabras cuando se daba por segura la victoria de las imágenes sobre éstas” (Nuez, 2017: s./p.). Son muchos los nombres que podría enumerar aquí, aunque me voy a detener solo en el caso representativo de la escritora visual mexicana Ana Clavel. Las escritoras —en su mayoría artistas visuales— naturalizan y se apropian de las artes plásticas, valorizan la porosidad entre imagen y texto que en su devenir van creando híbridos y cruces que, además de enriquecer sendos dominios cuestionan los límites del lenguaje. Es decir, aquello que emerge en la pintura como parte constitutiva de ella (tema, motivo, perspectiva) en la literatura se vuelve subversivo. Más allá del simple procedimiento que busca complementar la palabra, la imagen pone en crisis los límites del lenguaje verbal y los códigos literarios.
Esta forma de desarticular el lenguaje ya está presente en la artista plástica mexicana Lilia Carrillo (1930-1974), una de las figuras de la Generación de la Ruptura y pionera en el abstraccionismo lírico. Por el acendrado carácter lírico de su obra, los críticos la clasifican en la estela del pintor ruso Vassily Kandisnsky y su teoría De lo espiritual en el arte (1912), si bien caben otras influencias y otros estilos. De Carrillo, nos interesa su tríptico pictórico titulado “Palabras” que produjo en 1968 donde la pintora reconoce la importancia de corporeizar la espiritualidad y desarticular el lenguaje pictórico para liberar emociones.
Para Gloria Hernández Jiménez, quien puso en circulación el término al hablar de esos cuadros, la ESCRI(PTOPIN)TURA de Carrillo revoluciona el lenguaje pictórico al tejer “una trama de puentes entre las imágenes y las palabras” (2009: s./p.). Lo verbal y lo visual, en este sentido, se funden y compenetran, en una relación de analogía por complementariedad. Según Hernández Jiménez, “las palabras sueltas son partes que nunca se alinean ni ordenan por sí mismas, y sin embargo son la posibilidad de comunicar… Los trazos y las líneas indican un movimiento de muñeca en curvas de media luna, (des)escritura, palimpsestos sobresignificantes, invención de otra escritura” (2009: s./p.).
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Esta intervención de la lírica en la representación visual permite ver el fundamento de la propuesta pictórica de Carrillo: la función espiritual va de la mano de las funciones narrativa y pictórica. En Carrillo, la pintura obedece a la poesía, a esa “resonancia interior” de la que hablara Kandinsky. La relación entre pintura y escritura es básicamente una relación de ecuación, su tríptico es lírica silenciosa. En palabras de Irma Fuentes Mata, la pintura de Carrillo “refleja una gran espiritualidad y vida interior, que no solo proyecta sentimientos, sino que toma una posición en la modernidad que le tocó vivir, haciendo una crítica a la contaminación del aire y los cambios contrastantes en la Ciudad de México” (2017, s./p.).
En 1959 Juan García Ponce, uno de los estudiosos de la obra de Carrillo escribió:
“La pintura de Lilia Carrillo parece desprenderse de la materia en particular para crear una imagen cósmica, total. Su color no tiene un valor unitario de contraste, sino que se disuelve vagamente pasando de una gama a otra, de un tono al siguiente de manera casi imperceptible, la iluminación es interna y tiene una importancia primordial en la composición; la materia se despersonaliza, se diluye, se espiritualiza para adquirir un valor poético no directo, sino sugerido. Más lírica que analítica su pintura llega a la revelación a través de la sugestión […] La armonía lírica de estas imágenes astrales en las que Lilia ha sabido fijar y hacer comunicable su visión del mundo da lugar a una serie de cuadros que pueden contarse entre los más hermosos de la pintura mexicana” (México en la cultura, suplemento de Novedades, citado por Fuentes Mata, 2017: s/p).
En Suma, Carrillo asume la pintura desde el ut pictura poesis invertido, al llevar lo literario-lírico a lo visual. Me atrevería a decir que lo lírico se vuelve lo argumental, lo narrativo y que lo visual deviene lo suplementario. De esta intermedialidad se deriva la desarticulación del lenguaje pictórico. Es hacer efectivo el precepto horaciano y trascenderlo: la pintura ya no es poesía silenciosa, es una pintura que habla como la poesía.
Con la escritora y artista plástica mexicana Ana Clavel, se produce una intensificación de la interacción entre el discurso literario y el discurso pictórico. La imagen nutre la construcción de la trama y en ocasiones fundamenta y legitima la conducta del personaje de su novela Las violetas son flores del deseo, publicada en 2007. La trama conecta con un trasfondo literario que alude a la Lolita del autor estadunidense de origen ruso Vladimir Nabokov (publicada en 1955): una menor de 12 años corrompida por su padrastro. Desde entonces Lolita es Dolores —un dolor y un mal— y Dolly, una muñeca. A partir de la línea abierta por Nabokov en torno a la pulsión de incesto y la figura de la nínfula, Ana Clavel asume el tópico del mal deseo ofreciendo los cauces de la reflexión sobre la fantasía fetichista como vía de escape positiva que permite sublimar el deseo y no transgredir la norma. Clavel sugiere llevar la noción de perversidad del terreno de las tradiciones filosófica y cristiana al del psicoanálisis, desde una perspectiva que nos enfrenta a una concepción desnormativizada, al comprender la sublimación del deseo a nivel artístico como vía de salvación para el personaje perverso. En suma, lo que se nos está proponiendo en el relato-confesión del narrador Julián Mercader no es otra cosa que un boceto en claroscuro de la confusa realidad. Si el deseo es suplicio para el hombre, también es su disfrute y expiación. En la novela, el deseo es un mal y un objeto plástico (una muñeca). Ante la pasión prohibida que no se deja asir, el protagonista de Clavel se convierte en hacedor de muñecas, pero con el paso del tiempo, sus Violetas llegan a ser el único objeto de su deseo sexual. Así delineada, la imagen del creador fascinado con sus criaturas se presenta como un lejano eco del mito de Pigmalión enamorado de la mujer esculpida por sus propias manos. Las muñecas sexuadas son un sucedáneo, pero también una vía de disfrute subversiva.
Cuando Ana Clavel explora el deseo fetichista, piensa sobre todo en el artista plástico alemán Hans Bellmer y su concepto de “anatomía del deseo”. En palabras de Natalia Plaza Morales: “Las muñecas del surrealista alemán son imagen textual en la novela de la mexicana Las Violetas son las flores del deseo (2007) y presentan afinidades estéticas con la obra plástica de Ana Clavel y con las muñecas de su ficción como artificios semánticos (Las Violetas). Estos seres sintéticos y semánticos son concebidos desde una lógica que nos invita a pensar el cuerpo sexuado de la muñeca como extraño, erótico y desnaturalizado” (Plaza Morales, 2016: 246).
Para subjetivizar a las muñecas, Clavel se inspira de la experiencia plástica extrema de Hans Bellmer, quien transformara a la mujer de carne y hueso Unica Zürn —escritora y pintora alemana— en muñeca. Las muñecas de Bellmer hacen referencia a la no diferenciación sexual del niño; en cambio, las muñecas de Juan Mercader, por decisión de la autora, hacen visible esa diferenciación al evocar objetos “humanizados”, encarnaciones de preadolescentes vírgenes que pueden ser violadas y sangrar.
La novela produce un discurso plástico que apela a la écfrasis en el sentido que le da Umberto Eco, es decir “que el texto verbal describe una obra de arte visual” (2003: 110). El fragmento que describe la imagen de Bellemer posando para una fotografía en compañía de su Poupée ejemplifica la écfrasis a la que es proclive la novela de Clavel:
“Se trataba de una fotografía de una muñeca de Bellmer que nunca antes había visto: junto al rostro de perfil del joven, rozando apenas su torso disecado e incompleto, emergía una figura evanescente que miraba a la cámara en una suerte de autorretrato fantasmal: mucho más joven que el que yo recordaba, pero sin sombra de duda Klaus Wagner. (Clavel 2007: 114)
Sin duda, la écfrasis se extiende más allá de la propia fotografía de Bellmer. Esta abarca, además, las muñecas de Bellmer, y las representa:
“Carnosas muñecas adolescentes desarticuladas, desmembradas, atormentadas por obra y gracia de un deseo que no tiene piedad ni sosiego, inmensurable y oscuro con el sabor cálido y acre del instinto” (Clavel 2007: 59).
Es más, sugerimos que el personaje Klauss Wagner, el supervisor alemán de la fábrica de muñecas, que le sirvió de modelo de inspiración al narrador Julián Mercader y le inició en el placer voyerista y más tarde, le reveló la esencia vital del erotismo, es el avatar ficticio del artista alemán Bellmer. Así pues, la obra de Clavel al ser literatura aspira a ser pintura, pero en tal caso habrá de plantearse como una plasticidad narrativa, es decir una ESCRI(PTOPIN)TURA, que hace referencia a “la necesaria conjunción y conjugación de la pintura y la escritura como habilidades humanas comunicantes” (Hernández Jiménez, 2009: s./p.). La pintura llega a colonizar y triunfar sobre la literatura hasta convertirla en amplificatio del precedente visual, no solo por el tema de la muñeca sino también por la forma en que Clavel relee, y describe, la obra del artista surrealista alemán Hans Bellmer.
Enlazando con lo anterior, es fácil detectar la referencia, tanto en Bellmer como en Clavel, al mito de Pigmalión y su deseo obsesivo de que las mujeres se vuelvan estatuas y las estatuas mujeres. El arquetipo plástico simboliza los poderes eróticos de la ninfa, malignos y vitalistas al mismo tiempo. No obstante, se debe observar que la poética de la escritora y artista plástica mexicana se distancia del artista alemán. Mientras Bellmer asume el proceso de muñequización de la mujer, Clavel, al contrario, humaniza a las muñecas en sus condiciones físicas y morales y no descarta la posibilidad de que el cuerpo artificial de la muñeca se convierta en único y exclusivo objeto del deseo y devoción para el sujeto perverso. Es interesante ver cómo este planteamiento rompe con la normatividad de representaciones tradicionales de la feminidad, y hace que la tensión resida en discutir la equiparación entre mujeres y muñecas: “Alguna feminista me acusará de equiparar a las mujeres con muñecas, de reducirlas a su esencia de objeto ritual. Por el contrario, las Violetas siempre aspiraron a convertirse en mujeres” (Clavel, 2007: 37).
Y tirando de este hilo, llegamos a otras imágenes textuales herederas de influencias visuales como Hans Bellmer, Gustave Courbet (L'origine du monde (1886) o Marcel Duchamp (Etant donnés (1946-1966) que encuentran su culmen visual en la portada de la novela, que es inspiración directa de Duchamp según confiesa la propia Clavel.
Cabe señalar que Clavel se define ante todo como escritora visual. No es de extrañar que sus procedimientos, por tanto, provengan en parte del arte contemporáneo: Bellmer, Duchamp, Courbet e incluso que pueda tener vínculos con la oscuridad cromática del pintor francés Pierre Soulages (sobre todo en el tratamiento del narrador). En términos generales, hay en la narración una tendencia a emplear la anáfora y la gradación para potenciar la fuerza expresiva del sujeto y sus temores o, por decirlo en términos estéticos, hay un interés en crear un boceto de claroscuros al estilo de Soulages quien articulara la oscuridad luminosa como un enigma plástico. Artista plástica como Soulages, Clavel parece admitir que “cuando la luz se refleja en el negro, lo transforma y transmuta”. La oscuridad proporciona luz, basta con visitar el Museo Soulages en Rodez para vivir esta extraña y fascinante experiencia. Tampoco hay que descartar los vínculos de la novela con la propia obra plástica de Clavel, en particular con la exposición colectiva que dirigió entorno a la muñeca como objeto plástico. De hecho, la muñeca plástica fabricada por Clavel funge como portada de la versión francesa.
En la novela estos procedimientos artísticos se combinan con otros recursos de carácter mítico y literario, como la leyenda de Butadés, el mito de Tántalo o el relato Las Hortensias del escritor uruguayo Felisberto Hernández en el que, de la misma manera, se aprecia una fuerte plasticidad narrativa.
A modo de conclusión:
Este planteamiento de la intergenericidad y la intermedialidad, canalizado a través de la perspectiva de género y la obra de dos escritoras mexicanas (Carmen Boullosa y Ana Clavel), se vertebra desde la proclama de que el acto de crear es un espacio de liberación imaginativa. Concluyo amparada por las palabras de Clavel: “El arte es uno de los pocos espacios contemporáneos de ritualización y sublimación del deseo. Un espejo negro donde depurar la mirada para enfrentarnos a nuestras grandezas y debilidades, y exorcizarnos de cuerpo entero” (Clavel, 2015: s./p.).
AQ