Nunca me di tanta importancia como para encontrar seductora la perspectiva de contar mi vida a los demás. Tuvieron que pasar muchas cosas, incomparablemente más de las que se suelen deparar a una generación en forma de sucesos, catástrofes y pruebas, antes de que reuniera el valor necesario para emprender un libro cuyo protagonista o, mejor dicho, cuyo centro de atención fuera yo mismo. Nada más lejos de mi intención que aprovecharlo para ponerme en primer plano, salvo como comentarista de una proyección de diapositivas. La época suministra las imágenes y yo me limito a ponerles palabras. Pero lo que describo no es propiamente mi destino, sino el de toda una generación, la nuestra en particular, abrumada por la fatalidad como pocas lo han sido a lo largo de la historia. Cada uno de nosotros, incluyendo al menor y al más insignificante, ha sido trastornado en su existencia más íntima por las conmociones volcánicas casi ininterrumpidas de nuestro suelo europeo. La única primacía que me atribuyo entre la multitud innumerable es la de haberme encon trado siempre, como austriaco, judío, escritor, humanista y paci fista, justo allá donde esas sacudidas sísmicas se manifestaron con mayor violencia. Tres veces han echado por tierra mi casa y mi existencia, me han arrancado de todo vínculo previo y de todo pasado y me han arrojado con su vehemencia dramática al vacío, a ese «no sé adónde ir» que ya es tan familiar para mí. Pero no me quejo por eso; precisamente el apátrida se vuelve libre en un nuevo sentido, y solo quien no está unido a nada tampoco está obligado a tener nada en consideración. Así que espero cumplir al menos una condición principal de cualquier descripción honrada de una época: sinceridad e imparcialidad. Porque estoy desligado de todas las raíces y hasta de la tierra que las nutría como pocas veces se ha visto a lo largo del tiempo. Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo; pero no la busquen en el mapa, ha sido borrada sin dejar rastro. Crecí en Viena, la bimilenaria metrópoli internacional; y la he tenido que dejar como un criminal, antes de su degradación a ciudad provinciana alemana. Mi obra literaria ha sido reducida a cenizas en la lengua en que la compuse y en el mismo país donde mis libros habían obtenido la amistad de millones de lectores. Así que, extranjero en todas partes y huésped en el mejor de los casos, ya no soy de ningún sitio; también he perdido a Europa, la patria que había elegido mi corazón, desde que se desgarra y suicida por segunda vez en una guerra fratricida. He sido testigo, contra mi voluntad, de la más terrible derrota de la razón y el triunfo más salvaje de la brutalidad en la crónica de los tiempos. Nunca una generación sufrió una recaída moral semejante a la nuestra desde una elevación espiritual comparable, y en modo alguno lo registro con orgullo, sino con vergüenza. En el breve intervalo que va desde que empezó a crecerme la barba hasta ahora que comienza a volverse gris, en ese medio siglo, se han sucedido más transformaciones y cambios que antes en el curso de diez generaciones, y cada uno de nosotros siente que es un tanto excesivo. Mi hoy es tan diferente de cualquiera de mis ayeres, mis ascensos y mis caídas, que a veces me parece que no he vivido una, sino varias existencias totalmente distintas. Porque muchas veces me pasa que si digo por descuido «mi vida», me pregunto automáticamente: «¿Qué vida?». ¿La de antes de la Guerra Mundial? ¿Antes de la Primera, o de la Segunda? ¿O la vida de hoy? Luego me sorprendo una vez más diciendo «mi casa», y me cuesta un rato determinar a cuál de mis antiguas casas me refiero, si a la de Bath, la de Salzburgo, o la casa paterna en Viena. O bien digo «entre nosotros» y tengo que recordar con espanto que para mis compatriotas hace mucho que no soy uno de ellos, así como no lo soy para los ingleses o los americanos, allá no me queda más vínculo orgánico, y aquí nunca acabo de integrarme. Tengo la sensación de que el mundo en que crecí, el actual, y el que se encuentra entre los dos se van separando más y más, hasta convertirse en mundos totalmente diferentes. Cada vez que cuento episodios de la época anterior a la Primera Guerra en conversación con amigos más jóvenes me doy cuenta, por sus preguntas extrañadas, de cuántas cosas, que para mí denotan una realidad evidente, se han convertido para ellos en históricas o inconcebibles. Y, dentro de mí, un instinto secreto les da la razón: se han roto todos los puentes entre nuestro hoy, nuestro ayer y nuestro antes de ayer. Yo mismo no puedo menos que asombrarme de la cantidad y variedad de cosas que hemos comprimido en el exiguo espacio de una sola existencia —por cierto, de lo más incómoda y amenazada—, en cuanto la comparo con la manera de vivir de mis antepasados. ¿Qué vieron mi padre y mi abuelo? Cada uno de ellos vivió su vida de manera uniforme. Una sola vida de principio a fin, sin ascensos ni caídas, sin conmociones ni peligros, una vida con pequeñas tensiones y transiciones imperceptibles; la ola del tiempo los llevó de la cuna a la sepultura con el mismo ritmo despacioso y tranquilo. Vivieron siempre en el mismo país, en la misma ciudad, y casi hasta en la misma casa; lo que pasaba afuera en el mundo, en realidad, solo pasaba en el periódico, y no aporreaba la puerta de su cuarto. Hubo, sí, cierta guerra en alguna parte en sus días, pero una guerra minúscula si se mide con las magnitudes actuales, y además tuvo lugar bastante más allá de las fronteras, no se oían los cañones, y al cabo de medio año ya estaba liquidada y olvidada, una hoja seca de la historia, y empezó de nuevo la misma vieja vida. En cambio, nosotros lo hemos vivido todo sin retorno, no ha quedado nada de lo anterior, nada ha vuelto; se nos ha reservado participar al máximo en lo que la historia no suele deparar más que una vez a un solo país y un solo siglo. Una generación sufría, a lo sumo, una revolución; la otra, un golpe de Estado; la tercera, una guerra; la cuarta, una hambruna; la quinta, una bancarrota estatal… y algunos países y generaciones felices ni siquiera nada de todo ello. En cambio, los que hoy tenemos sesenta años y de iure aún nos quedaría algo de tiempo, ¿qué no habremos visto, sufrido y vivido? Hemos escudriñado a fondo y de punta a cabo el catálogo de todas las catástrofes imaginables (y aún no estamos en la última página). Yo mismo he sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad, e incluso las he vivido en diferentes frentes, una en el alemán, y la otra en el antialemán. He conocido, antes de la guerra, el más alto grado y forma de la libertad individual, y luego su nivel más bajo desde hace siglos; he sido festejado y considerado, libre y privado de libertad, rico y pobre. Todos los caballos pálidos del Apocalipsis, la revolución y la hambruna, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración, han galopado a través de mi vida. He visto crecer y expandirse ante mis ojos a las mayores ideologías de masas, el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peste suprema del nacionalismo que ha intoxicado el florecimiento de nuestra cultura europea. He tenido que ser testigo inerme e impotente de la inimaginable recaída de la humanidad en una barbarie que se creía olvidada de largo tiempo atrás con su dogma deliberado y programático de la antihumanidad. Al cabo de siglos, una vez más nos correspondía asistir a guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, robos masivos y bombardeos de ciudades indefensas, bestialidades todas ellas que las últimas cincuenta generaciones no ha bían conocido, y que ojalá las venideras ya no vuelvan a sufrir. Pero, de manera paradójica, a lo largo de la misma época en que nuestro mundo retrocedía un milenio en lo moral, también he visto a la misma humanidad elevarse en lo técnico e intelectual hasta hazañas insospechadas, superando de una zancada todo lo logrado en millones de años: la invasión del aire mediante el avión, la transmisión de la palabra terrenal en el mismo segundo por todo el planeta y, con ello, la conquista del espacio, la desintegración del átomo, el triunfo sobre las enfermedades más perniciosas y la posibilidad casi cotidiana de cosas que ayer aún eran imposibles. Nunca hasta ahora se había portado la humanidad en su conjunto de modo tan diabólico, ni alcanzado logros tan semejantes a los divinos.
Dar testimonio de esta vida nuestra tan dramática y llena de imprevistos me parece un deber, porque, lo repito, cada cual ha sido testigo de esas transformaciones monstruosas y se ha visto obligado a serlo. Para nuestra generación, a diferencia de las anteriores, no había ninguna escapatoria ni posibilidad de hacerse a un lado. Gracias a nuestra nueva organización de la simultaneidad, estábamos siempre inmersos en la actualidad. Cuando las bombas destruían las casas en Shanghái, lo sabíamos en nuestras salas de estar europeas antes de que sacasen a los heridos de los escombros. Lo que pasaba a mil millas en ultramar nos asaltaba encarnado en imágenes. No había protección ni defensa contra el hecho de estar continuamente informado e involucrado. No había país al que huir, ni tranquilidad que se pudiese comprar. Siempre y en todas partes, nos atrapaba la mano del destino para arrastrarnos de nuevo a su juego insaciable.
Había que someterse todo el tiempo a las exigencias del Estado, sacrificarse a la política más estúpida y amoldarse a los cambios más fantásticos. Por mucho que se empeñase en resistir, se lo llevaban a uno por delante de manera irresistible. Quien pasó esa época o, mejor dicho, fue cazado y perseguido en ella (¡y qué pocas pausas para respirar hemos conocido!) ha vivido más historia que ninguno de sus antepasados. Hoy estamos de nuevo en un momento crucial, un cierre y un nuevo principio. Así que nada tiene de impremeditado que acabe de momento esta mirada retrospectiva sobre mi vida con una fecha determi
nada. Porque aquel día de septiembre de 1939 terminó de una vez la época que nos formó y educó a quienes tenemos sesenta años. Pero si con nuestro testimonio transmitimos a la próxima generación siquiera un fragmento de verdad de su estructura co
lapsada, nuestro esfuerzo no habrá sido del todo vano. Soy consciente de las circunstancias desfavorables, pero sumamente características de nuestra época, en las que intento dar forma a mis recuerdos. Los escribo en plena guerra, en el extranjero, y sin la menor ayuda a la memoria. En mi habitación del hotel, no tengo a mano ningún ejemplar de mis libros, ningún apunte, ninguna carta de los amigos. No puedo ir a buscar información alguna, porque el correo entre países está suprimido o detenido por la censura. Vivimos tan aislados como hace siglos, antes de que se inventasen los barcos de vapor, los trenes, los aviones y el correo. Así que, de todo mi pasado, no tengo más que lo que llevo detrás de la frente. En este instante, todo lo demás es para mí inalcanzable o perdido. Pero nuestra generación ha aprendido a fondo el arte de no llorar las pérdidas, y puede que la ausencia de documentación y la falta de detalles sean incluso ventajosas para este libro. Porque no considero nuestra memoria un mero elemento que retiene una cosa y pierde otra por casualidad, sino como una fuerza que ordena a sabiendas y elimina con criterio. En realidad, todo lo que uno olvida de su propia vida ya había sido sentenciado mucho antes a ser olvidado por un instinto interior. Solo aquello que yo mismo quiero preservar tiene derecho a ser preservado para los demás. Así que ¡hablad, recuerdos, elegid en mi lugar, y ofreced al menos un vislumbre de mi vida, antes de que se hunda en la oscuridad!
Traducido del alemán por Eduardo Gil BeraTítulo original: ‘Die Welt von Gestern: Erinnerungen eines Europäers’
AQ