Yo escribo, amo los libros, y me deleito con la lectura desde que aprendí a leer, en francés, en mi tierra natal, la de mis ancestros, Québec. Mis padres tenían la costumbre de regalarnos, a mi hermana y a mí, libros en vez (o además) de juguetes; en Navidad y en nuestros cumpleaños, de menos un libro acompañaba la muñeca de rigor o el peluche anhelado, colándose como quien no quiere la cosa entre los demás obsequios.
Recuerdo que, en la primaria, en la escuela de barrio que llevaba el pomposo nombre de MariedeFrance (sí, la poeta medieval María de Francia), me urgía aprender a leer: quería ser yo quien descifrara el texto con mis propios ojos y mi propio entendimiento, en vez de esperar a que mi padre —que era el lector oficial de cuentos de la familia— nos lo leyera antes de que nos fuéramos a dormir.
El recuerdo más antiguo que tengo de sentirme indignada por una situación cabalmente injusta tiene que ver con los cuentos de Hans Christian Andersen. Me estremeció en particular —igual que a muchos otros niños, supongo— la lastimosa historia de la niña que, muerta de frío en la calle, gasta su último cerillo. ¡Faltaba más! Después, ya plenamente alfabetizada, me topé con el cuento de La sirenita: suscitó en mi alma infantil la misma impotencia frente a los embates del infortunio, que no me atrevía a atribuirle a Dios.
Lo cierto es que la lectura acompañó amorosamente las muy largas noches del invierno canadiense de mi niñez, que de por sí me parecía interminable. El hechizo fue irreversible, como suelen ser los encantamientos: Eros, y otro dios que no conozco pero que tiene en la mano un libro en vez de un arco para flechar corazones, había dado en el blanco de mis filias.
A los cuentos de Perrault que antecedieron a las tragedias a la griega del danés Andersen, siguieron las fábulas de Lafontaine que teníamos que memorizar en la escuela como ejercicio mnemónico. Todavía, a mis 62 años, puedo recitar varias de ellas de memoria, de principio a fin. Mi preadolescencia tuvo como amigos invisibles al Bilbo de Tolkien y al inspector Hércules Poirot de la cautivante Agatha Christie, de quien leí todas las novelas como si se tratara de completar una colección de estampas. En la secundaria y la preparatoria, Proust, Mauriac, Anne Hébert y Rimbaud eran lecturas obligadas de la materia llamada Francés, que combinaba una introducción a la literatura.
Al mudarme a México en 1982, me tuve que enfrentar a un reto mayúsculo: desarrollar un dominio del castellano que me permitiera seguir leyendo grandes novelas. En aquel tiempo, aún no nos habíamos volcado en una época de ciencia ficción, en la que podemos comunicar instantáneamente con alguien que se encuentra en los confines del mundo habitado, y además ver su cara en la pantalla de un aparato que cabe en la palma de la mano. Nada de Amazon o Kindle, nada de libros digitales. Era difícil conseguir libros en francés, incluso en inglés; por consiguiente, tuve que hundirme como náufraga en la lectura de Borges, Cortázar y una larga lista de clásicos. Esto incluye traducciones al español de idiomas que yo no hablo: no faltaron Baudelaire, Faulkner y Dostoyevski. Y el enamorado empedernido y desdichado de Kafka, que dijo lo siguiente: “Necesitamos libros que nos muerdan y nos arañen. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros”.
La poesía, desde mis años mozos, había metido el pie en la puerta entrecerrada de mis pasiones (me gusta la palabra en francés para decir que la puerta está ligeramente abierta, entrebâillée, que sería como “bostezando a medias”, como una boca que está un poquito abierta para dar un beso). En Guadalajara, donde vivo desde 1992, esta maga de las palabras pasó de ser la madame del prostíbulo a ser una de las chicas, y la poesía misma se volvió mi musa. Sometida a su varita mágica, no podría estar más de acuerdo con André Chénier, que alegó que “el arte no hace más que versos; solo el corazón es poeta”. Me pregunto si Chénier pensaba en las lecturas que le entusiasmaban cuando fue conducido en una carreta hacia la guillotina por orden de Robespierre, junto a una princesa de Mónaco. Mencionan esa cita de uno de los mártires de la Revolución dos autores de un libro de ensayos maravilloso que estoy traduciendo en este momento, Jean-Jacques Vincensini y Frédéric Ferney, titulado Éros, l’encre du désir. Ellos le hablan al corazón invocado por Chénier cuando citan a Abd elRahman Djami: “Toda poesía es visión; el poeta es un vidente y un augur. Lo que ve en el tintero en el que se refleja y se ahoga no es el futuro, es la verdad”.
En este oficio de poeta y lectora que se ha enlazado con el de traductora y narradora, todos se han dado la mano: Baudelaire y Celan, Darwish y Ruben Darío, Pessoa y Marie Ndiaye, Steinbeck y Céline, Del Paso y MarieClaire Blais, Abigael Bohórquez y Anne Michaels, Calvino y Arundhati Roy (mi tocaya en lengua bengalí), Coetzee y Gorostiza, Djuna Barnes y Olga Orozco. Lista en la que no puedo dejar atrás a Daniel Boorstin, el historiador cuyos ensayos adornan su libro enciclopédico The discoverers como joyas de la corona.
Los escritores que me han marcado como a un buey el hierro en los últimos 30 años de mi vida son legión; son tantos que no me alcanzaría un diccionario —que colecciono y de los que estoy también enamorada— para nombrarlos a todos. ¿Qué tocan? Eso que describe el diplomático francés Jacques de Bourbon Busset con esas conmovedoras palabras: “Cada ser humano es el guardián de algo que lo rebasa, que no es realmente suyo. Dicha fuerza no puede salir a la luz con impunidad. Es una esencia de sombra que no soporta bien la plena luz del día […] Es importante dejar crecer la parte oculta, que es sin duda la mejor […] Esta mejor parte, es imposible, so pena de no saber de lo que estamos hablando, no llamarle alma”.
Para contestarle a este servidor de la república francesa, yo remataría con esto: “No me puedo imaginar un Paraíso —ese posible destino final del alma— sin libros”.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.
AQ