Gilles Lipovetsky publicó en 1983 La era del vacío, un novedoso mapa de la sociedad contemporánea, de una época posmoderna, de un mundo que, siguiendo la ruta de siglos en los que el ser humano mostraba cada vez más autonomía y entereza en su libertad para conocer y obrar, el desenlace sería el puerto de Narciso que, habiendo recorrido el camino del miedo frente a la incertidumbre, logró conquistar las tierras del “progreso”, de la ciencia y la tecnología que le asegurarían la resolución de infinidad de problemas propios y ajenos, un optimismo que, como todo, terminaría ante el enfrentamiento masivo de las comunidades humanas: la idea de progreso social, de comunitarismo y fraternidad, la posibilidad de tener paz, bienestar y salud socorrida por los avances tecnocientíficos, serían desechadas como utopías —no sin antes haber atravesado por la acalorada negociación, revuelta y discusión sobre cómo salvaguardar la funcionalidad de los mencionados ideales.
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Sin embargo, aunque se trató de institucionalizar parámetros que defendieran el bienestar comunitario, éstos no dejaron de ser contradichos una y otra vez por la realidad. Escribe Lipovetsky, al inicio de su libro, que el modo de socialización e individualización de la década de 1980 era una ruptura y una mutación radical e histórica frente a lo vivido dos siglos antes. Después, en 1985, otro filósofo francés, Jean-François Lyotard, comentaría en una de sus tantas conferencias que “a pesar de la nostalgia, ni el marxismo ni el liberalismo pueden explicar la actual sociedad posmoderna. Debemos acostumbrarnos a pensar sin moldes ni criterios. Eso es el posmodernismo”. Pero este pensamiento “sin moldes”, esta ruptura con los “metarrelatos” —acelerada por eso que Lipovetsky nombró el “proceso de personalización”, que arrancaba al individuo del “orden disciplinario-revolucionario-convencional”—, predominante hasta los años cincuenta, no dejaba de tener un sentido ambivalente.
Para el autor de La era del vacío, ese rompimiento con los patrones de coerción comunitaria, en aras de la singularidad, de la “realización personal, del derecho a ser íntegramente uno mismo, y disfrutar al máximo de la vida”, era paradójicamente una forma más de homogenización del individuo, quien ahora no pertenecía al Estado que reprime, ni a la familia, o a la sociedad que traza cómo se ha de vivir, sino a las infinitas formas de consumo ante las que puede decidir la que más le apetezca. Una libertad ilusoria, consecuencia también de una revolución: la del marketing y el capital. Esto fue pensado en una década en la que aún no existía la homogenización disfrazada de diversidad, y del asentimiento generalizado del like, o de la aprobación o indignación promovidas por el algoritmo más poderoso.
Esa posmodernidad individualista planteada desde los años ochenta se convirtió en un “utensilio” hermenéutico muy usado en lo posterior, para comprender otros ámbitos humanos como la creación artística atomizada, a veces incomunicable, de los discursos estéticos: el solipsismo del arte contemporáneo.
Desde entonces, en el espíritu de nuestra época sigue aflorando esa idea de mujeres y hombres “libres”, de singularidades sin molde, y al final son ellos mismos el único molde posible desde el cual se mide al prójimo con un individualismo exacerbado. Cada uno de nosotros se piensa como el centro del mundo y como el centro de mundos ajenos. Somos ese individuo hiperconectado gracias a internet, pero desconectado de una comunicación presencial. Seguimos en el plano de lo virtual, sin lograr construir junto al otro una comunicación solidaria, un mundo más fraterno.
Pero este cuento del Narciso contemporáneo, que mira en la alteridad su propia imagen, ya ha sido narrado muchas veces por filósofos de nuestro milenio. Byung-Chul Han no deja de escribir sobre este hombre y esta mujer, hiperconsumista, hipernarcisista, que solo puede ser social y amoroso con el prójimo, siempre y cuando el otro se amolde y comparta las mismas “positividades” con uno mismo. Ese individuo que, ante la primera diferencia, o enfrentamiento con cualquier otro, no duda en eliminar esa “negatividad” con un solo clic.
¿Quién no ha sufrido o aplicado la cruel estrategia de ghostear al prójimo ante el primer desacuerdo, de desaparecerlo de nuestras vidas o desaparecer de las vidas de los demás, bloqueando cualquier comunicación posible sin dar ninguna explicación al respecto? Pero dejando, con esa dura indiferencia, un mensaje claro: si no te ajustas a mi molde, no vales nada para mí, y aparte quiero que te des cuenta de que no lo vales. Guardando las distancias, ¿qué tan lejos está aquella intención de borrar al otro con la de intentar incendiar a los nuevos enfermos, a esos que nos parecen “infectados”, esos que cargan con una “negatividad” viral que atenta contra nuestra integridad individual?
¿Por qué yo, que soy el ser más importante en el universo, entre esos miles de millones que también lo son para sí mismos, tendría que dejar que el Estado disciplinario, con tufillo anacrónico, me ordenara no salir a la calle, aunque exista una pandemia y miles de muertos? ¿Qué importan esos miles, si yo no me voy a morir, aunque me contagie?
Dentro de esta ya muy usada hermenéutica del individualismo, en estos momentos preferiría vivir en eso que Foucault —en Las palabras y las cosas— reconoce como el “clasicismo”, en el cual el ser humano no existe sino como otro objeto más de la naturaleza, como un engranaje que en conjunto con otros engranajes constituyen un mundo ya dado, al que se viene a trabajar y a vivir en comunidad. Los objetos y él son parte de una continuidad indivisible, “estos contenidos que su saber le revela como exteriores a él y más viejos que su nacimiento lo anticipan, desploman sobre él toda su solidez y lo atraviesan como si no fuera más que un objeto natural o un rostro que ha de borrarse en la historia”.
Esto cambió con el nacimiento moderno de las humanidades —como por ejemplo la psicología— abriendo la puerta al interior del yo y segmentando el discurso en posibilidades infinitas.
Dos siglos después, no solo algunas disciplinas científicas se han encerrado en sí mismas, sin conseguir una comunicación colaborativa entre ellas, sino que hombres y mujeres construyen una espectacular torre de Babel, acelerada por la maquinaria de la tecnología, del algoritmo, y reforzada por la incomprensión y la egolatría de unos hacia otros. Miles de millones de seres atomizados en sí mismos, con un sutil o agudo trastorno de personalidad narcisista. Paradójicamente, si la torre se derrumba, todos juntos caeremos de nuevo con ella.
SVS