Nervo, Pellicer y López Velarde: tres poetas a las orillas de su tiempo

Ensayo

La influencia literaria del poeta nayarita en sus colegas pesó tanto como la admiración y la amistad.

Nervo, López Velarde y Pellicer, amigos y poetas disímbolos. (Ilustración: Alfredo Sanjuán)
Ernesto Lumbreras
Ciudad de México /

¿Dónde y con quién estaban en la primavera de 1919? ¿Qué hacían y qué pensaban este trío de poetas de generaciones distintas? Convivieron en la Ciudad de México, desde el fervor y la reserva, a partir del regreso de Amado Nervo al país a comienzos de julio de 1918, después de trece largos años de ausencia y hasta el 7 de noviembre del mismo año, fecha en que abordó el tren que lo llevaría a Nueva York a la espera de un transporte marítimo con rumbo a Buenos Aires.

La línea de fervor la encarnaba Carlos Pellicer Cámara quien, el 22 de julio a nombre de la Sociedad Rubén Darío, rendiría un homenaje al autor de Místicas en la Escuela Nacional Preparatoria. Las cuartillas leídas en esa ocasión, publicadas una semana después en el número 4 en la revista juvenil San-Ev-Ank, del 1 de agosto de 1918, revelan un conocimiento puntual y detallado de las etapas, no sólo de la poética del escritor nayarita, sino de la poesía escrita en castellano:

“La obra de Nervo es ya una obra completa y lógica, de bella sabiduría y de honda sinceridad. […] Siento ya la influencia de sus últimos libros en ciertos poetas jóvenes de Sudamérica. Será una influencia benéfica. Será una influencia benéfica como la de Chocano. Poetas disímbolos ambos cuyo conocimiento conviene ampliamente a nosotros los jóvenes”.

En el frente de la reserva y, por qué no, de la suspicacia y la decepción, se localizaba Ramón López Velarde, en otra época admirador de primera línea de Amado Nervo, según lo suscriben sus comentarios y reseñas publicados en periódicos de provincia entre 1907 y 1911. Por ejemplo, en el comentario de En voz baja (1909) que publica en 1909 en la Gaceta de Guadalajara, distingue a su autor como el “más ponderado y respetado de mis literatos predilectos”. En este momento, el entonces estudiante de leyes en San Luis Potosí confiesa correspondencias, no solo estéticas sino espirituales, con su héroe de aquella época: 

“Prefiero a Nervo sobre otro cualquiera porque ningún peninsular ni latinoamericano se adecua como él a mi modalidad psíquica. […] Nada de modernismo en falsete, de descoyuntamiento de sílabas, de impresiones aisladas” (las cursivas son mías).

Estos dos últimos anatemas curiosamente le echarían en cara al López Velarde que organizaba y daba los últimos toques de su libro capital: Zozobra (1919). Todavía en su primera residencia capitalina, el zacatecano mantenía un altar meritorio al autor de El bachiller y escribía al inicio de su crónica, “Otoño”, aparecida en La Nación el 4 de octubre de 1912 estas líneas del todo cómplices:

“Bellamente habló Nervo de la tarde en que regresa el peregrino a mirar a la novia pálida: la tarde desmayada en un lecho de lilas, tarde impregnada de cierta tristeza aristocrática”. 

Para mayo de 1917, en la revista Pegaso, López Velarde marca distancia al comentar brevemente dos libros de Francisco González León: “Su obra es moderna, por el alma. Hondo y atingente, González León, en mi sentir, no es inferior al temperamento de Nervo”. Esas cuantas líneas es menester leerlas a contraluz porque, en otros aspectos, el jerezano osa ubicar, en el mismo plano categórico, a un desconocido poeta de provincia al lado de una gloria del presente de la poesía mexicana.

Cuando Amado Nervo hace su aparición triunfal en la Ciudad de México, Ramón López Velarde no se aparece en las recepciones, homenajes y lecturas que le tributan sus compañeros de la Revista Moderna y los nuevos poetas. Ocasiones sobrarán para que el maestro y el discípulo coincidieran ya fuera en casa de amigos comunes, la de Enrique González Martínez, la de Efrén Rebolledo, la de Rafael López… Pero no, al menos en los días y las noches de julio a septiembre de 1918, el abogado y consultor de la Secretaría de Gobierno estará muy ocupado y no se permitió conocer y saludar, en un ambiente familiar, a uno de sus capitanes literarios durante sus años de poeta cachorro.

El 27 de agosto de 1918, Amado Nervo celebraría su cumpleaños número 48. Lo festejaría con los suyos y en su tierra, por última vez, discurriendo por el filo amenazante y seductor de una idealizada tentativa de incesto a la que era conveniente poner mares, selvas y montañas de distancia. En tanto, el 15 de junio, Ramón López Velarde había alcanzado los 30 años y se curaba el mal de amores, tras la ruptura con Margarita Quijano, en el “desencanto profesional/ con que saltan del lecho/ las cortesanas”. Por su parte, Carlos Pellicer Cámara, quien gustaba de quitarse años desde aquellos ayeres, sumó 21 vueltas solares el 16 de enero de 1918, año conocido como el de la funesta gripe española. Los tres poetas, formados en la tradición y el rigor de la cultura católica, nunca estuvieron departiendo en una charla de sobremesa, mucho menos en una caminata peripatética y nocturna de las que gustaba el de Jerez.

Cuando finalmente el gobierno de Carranza decidió la misión diplomática de Nervo en el Cono Sur, buscando con su figura continental sumar aliados en Latinoamérica frente a la influencia norteamericana, paralelamente se reclutó a Carlos Pellicer para viajar a Colombia y Venezuela con la encomienda de crear una federación estudiantil y divulgar la cultura de México. Dada la crisis naviera, tras la firma del armisticio de la Primera Guerra Mundial el 11 de noviembre, el tabasqueño coincidió unos días en Nueva York con Amado Nervo. En carta del 17 de noviembre, dirigida a su madre, Pellicer comenta:

“Hace cuatro días estuve paseando con el poeta insigne Amado Nervo, mi amable amigo. Es muy cariñoso. Yo lo quiero respetándolo”.

El joven poeta concluye el paréntesis neoyorquino realizando un tortuoso viaje en autobús, primero a Washington y luego a Key West, Florida, donde tomaría un barco el 29 de noviembre a La Habana; en esta ciudad conocerá y tratará a Salvador Díaz Mirón, autor que lo impresionaría hondamente. El periplo del poeta consagrado fue largo y cansado con efectos terribles para su salud. Saldría de Nueva York el 23 de diciembre con destino a Burdeos para luego, tras una estancia en París de casi un mes, tomar un navío en Tilbury, Inglaterra, con destino final a Montevideo, al que arriba el 16 de mayo. A partir de esa fecha, la vida social y la íntima de Nervo serán apoteóticas: recepciones oficiales y sociales casi todos los días, cartas a tope en su escritorio que reclaman su lectura y respuesta, admiradores que lo halagan y lo distraen, la aparición de un último amor que lo inquieta, lo desvela y lo prepara a la muerte… En Buenos Aires, como en la capital uruguaya, el mexicano forja la leyenda de sus últimos días y de su gran final ocurrido el 24 de mayo en el Parque Hotel de Montevideo.

La fatal noticia llega a todas partes. En Bogotá, Pellicer la recibe como una descarga brutal según confiesa en el emotivo párrafo de la carta del 31 de mayo de 1919 dirigida a su madre:

“Mi amigo adorado, el inmenso poeta Amado Nervo, murió a cinco. Su muerte me tiene sumamente abatido. […] Parece que ha muerto alguien de nuestra familia: así está mi corazón de triste. Estoy de luto, y estaré un mes cuando menos. […] En Nueva York paseé con él algunas veces, y la última vez que nos vimos, al pie del puente de Brooklyn, me despedí de él diciéndole: ‘¡Hasta pronto, don Amado!’ Y él me contestó abrazándome: ‘¡Usted y yo, hasta siempre!’ ” Este agudo pesar también lo hará extensivo con uno de sus corresponsales de aquella época, José Gorostiza, al momento de enumerar —con cierto chantaje— a sus amigos en una carta del 22 de junio de 1919: “Tuve uno que me quiso mucho, aquel que una tarde frente al río Hudson me dijo: ‘Carlos, usted es como yo: muy afectuoso, ¡y eso amarga tanto la vida!’ Ése fue Amado Nervo, el más amado de los poetas”.

Para este momento, Carlos Pellicer cavila la posibilidad de publicar su primer libro. A la experiencia del viaje y de la estancia en Colombia, pródigos de paisajes y revelaciones, ha decantado su genealogía y sus filiaciones. El contacto con José Juan Tablada, como sucedió en López Velarde, removió y actualizó su concepto de la poesía. Los meses de fraterna convivencia, primero en Nueva York, luego en Colombia y Venezuela, coinciden con el Tablada instalado en la cima de su vanguardia. En tales circunstancias de reformulaciones, Pellicer decide posponer su debut y depurar su propuesta hasta 1921, año de la publicación de Colores en el mar, 1915-1920. En ese volumen, el tabasqueño incluye “Homenaje a Amado Nervo”, un poema que enfatiza la vertiente confesional y sincera del poeta modernista, dialogando con su más célebre poema, “En paz”, una pieza central de El declamador sin maestro.

En la Ciudad de México, la noticia de la muerte de Nervo es asunto de Estado. Por razones menos apremiantes y más subjetivas, Ramón López Velarde pasa revista de sus encuentros y desencuentros con la obra del difunto en su artículo “La magia de Nervo” publicado el 15 de junio de 1919 en El Universal. Se trata de una pieza ejemplar de la exégesis y la crítica. Abona una anécdota donde se alude a una noche de octubre de 1918 en la que el poeta de Elevación conversó fugazmente con el autor de Zozobra. Poco se dijeron porque el primero monopolizó a “una magnética señora, hecha de blanco, de negro y de verde”, admirada por todos los ojos masculinos del convivio. Sin pretender dinamitar la gloria de Nervo o cosa parecida, el jerezano dice abominar “sus versos catequistas, alejados de la naturaleza artística y, en ocasiones, en pugna con ella”. A descargo, revalora un “donjuanismo trascendental” consistente en desvelar la magia del mundo, incluso, en los asuntos más insulsos:

“Nervo respiró, como pocos, en la deliciosa congoja de confundir todas las nociones de cultura en el esqueleto de lo vital”.

En Colores en el mar, el autor convocó en sus páginas los nombres de Nervo y López Velarde, fallecidos durante la gestación de su ópera prima. Allí aparece también la figura del “viejo y entristecido y olvidado” Salvador Díaz Mirón. Los tercetos a la manera de Dante que dedica Pellicer al autor de “La suave Patria” recuerdan justamente a este poema, en sus giros y levedades en torno de lo íntimo, en conjunción con un orbe mayor:

El corazón al corazón se fía

si el alma cual las águilas natales

estrangula serpientes en la vía

Según cuenta Alfonso Taracena, paisano y amigo del poeta de Hora de junio, éste “pasó la noche entera viendo morir a Ramón López Velarde y otra velándolo”. Dos días después, el historiador reencuentra a Pellicer quien “Continúa lanzando suspiros y lamentaciones de la vida y diciéndome que esta muerte de López Velarde ha sido para él fatal, y que la siente como no sentirá la de nadie”. Ante las suspicacias de Taracena, el poeta arremete: “Usted cree que no conozco a la gente, que soy un muchachito, que soy pura pose… López Velarde era al par que un gran poeta, el más generoso de los hombres, y por eso lo quise”. En plan de abogado del diablo, el periodista menciona que no es para tanto pues en realidad lo trató poco. Encendido y melodramático, el poeta lo corrige: “Eso cree usted, pero no había día en que yo no fuese a ciertos lugares donde se encontraba Ramón. Nadie me ha querido tanto como él ni a nadie he querido yo como a Ramón”.

El inquisidor paisano revira y le dice que si bien tuvo más trato con Tablada, sobre todo en su estancia colombiana, extrañamente en pocas ocasiones lo nombra. Pellicer, fuera de sí, estalla: “¡Qué va! ¡Tablada es una puercaza envuelta! ¡Parta usted por principio que ha robado, que abandonó a su primera mujer! ¡Qué voy a quererlo yo!”.

ÁSS​

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