Cuando Dostoyevski supo que le habían perdonado la vida, a un paso del fusilamiento, se propuso no desperdiciar un solo minuto. Lo expresó en su novela El idiota: “¿Y si volviese a la vida? ¡Qué eternidad! ¡Y todo eso sería mío! Entonces yo convertiría cada minuto en un siglo, no perdería nada, a cada minuto le pediría cuenta, no gastaría ni uno solo en vano”. Podemos decir que cumplió con su propósito, y en el proceso nos entregó varias obras maestras. Mucho le agradezco que en vez de mirarse el ombligo se haya dedicado a crecer en humanidad.
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Algunos creímos que la pandemia sería un jalón de orejas para tantísima gente que desperdicia la existencia. Pero ocurrió justo lo contrario. La lectura de libros cayó a un mínimo histórico, a pesar de que, con museos y teatros cerrados, quedaba el libro como única fuente de alimento para el alma. Vimos prosperar lo que Vargas Llosa llama “La civilización del espectáculo”, ese mundo en el que se banaliza la cultura y se vuelve supremo el pensamiento superficial, en el que la sandez del famoso tiene más peso que la razón de un sabio.
Yo tengo que llamarle de otra forma, porque me parece muy bonachona la palabra “civilización” para algo que nos hace caminar hacia atrás, y antes que hablar de “espectáculo” habría que señalar al “espectador”. Creo que puedo ensayar el término “La barbarie del espectador”.
Con frecuencia aparece en la prensa alguien que pronuncia la frase: “Volví a nacer”. Generalmente proviene de una persona que estuvo en peligro de muerte. Aunque el sentido literal de esas tres palabras se refiere a algo imposible, salvo que se crea en la reencarnación, su sentido de usos y costumbres las ha vuelto sinónimo de “Me salvé por un pelito”. ¿Pero de qué sirve no morirse o volver a nacer si no se renace?
Los optimistas que auguramos un renacimiento luego de la pandemia vemos con desilusión el uso y abuso del término “nueva normalidad”. La misma gata, pero con mascarilla. La misma gata, pero con cientos de librerías que ya no volverán a abrir.
En estos días voy a echarle una relectura a La mente cautiva, de Czesław Miłosz. Creo que cambiando comunismo por capitalismo, puede hablarse de nuevo de las formas que tiene el poder para atrapar las mentes, no sólo de cualquier ciudadano, sino también de los intelectuales, y así matar la individualidad. En el comunismo, el gran tesoro era esa individualidad, por eso se perseguía y se podía matar o morir por ella. En el capitalismo, la individualidad es tan barata que pierde su valor. Un sistema la reprime, el otro la adormece. La reprimida hierve; la adormecida es tan fría como un cadáver.
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