París, a 25 de julio de 1961
Sr. don José Gaos
Torre de Humanidades, 2o. piso Ciudad Universitaria, México, D. F.
Querido y respetado amigo:
No había contestado a su carta porque esperaba, para hacerlo, que me llegase su libro. Lo recibí hace unos días y me lo leí de un tirón —como no había que leerlo—. Pero esto le dará a usted una idea de mi interés. Aunque lo leí todo con gusto, hubo partes que me tocaron más de cerca: la primera, la novena, la décima (espléndida en todos sentidos) y el apéndice sobre el acto voluntario (un modelo).
Comprobé, una vez más, que no es usted tan difícil como dicen los perezosos. Además, lo que usted nos dice, aunque sea difícil, no está dicho de manera más difícil que la de ciertos novelistas jóvenes franceses (como Robbe-Gri1let) y quizá nos concierne de manera más fundamental. Cierto (pero esto no es un reproche a la escritura sino una incitación al escritor), a veces se detiene usted precisamente cuando se piensa que ha llegado el momento decisivo, el instante de la confesión del acto (¿el pecado?) capital.
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Una y otra vez, sobre todo al final, nos deja solos, sueltos —como usted dice—, cuando nos tenía literalmente suspensos. Se va a sus soledades pero ¿cree usted que nos deja en las nuestras? Quizá no estamos solos; quizá nuestro pecado, a la inversa de lo que ocurre con el filósofo, no es la soberbia que segrega ni el hedonismo que disgrega, sino el resignado gregarismo. Sí, cada uno está solo, pero muy pocos tienen conciencia de que lo están y por eso no acaban de ser. Cada uno está sumergido, por decirlo así, en la soledad colectiva; el ánima desanimada, perdida en el anónimo.
Creo que hoy todos necesitamos aprender a estar solos. Los solitarios aprenden a soportarse a sí mismos y después ya no les cuesta tanto trabajo soportar a los demás. La intolerancia moderna, el fanatismo (del nacionalismo al comunismo), viene de que nadie quiere o puede estar a solas consigo mismo. Pero me desvío.
Lo que quería decirle era que me hubiese gustado que su libro terminase con una descripción de la soledad del filósofo —por oposición y en oposición a la soledad anónima del hombre moderno—. Es verdad que, como todas las grandes experiencias humanas, la experiencia de la soledad es incomunicable. ¿No es ésta, sin embargo, la misión de filósofos y poetas: comunicar lo incomunicable, decir lo indecible, pensar lo impensable?
Quizá mi reproche sea injusto. En cierto modo, el Análisis del acto voluntario nos enseña qué es lo que significa estar solo para el filósofo: algo radicalmente opuesto al sentimiento de soledad del mismo filósofo antes y después de su acto.
Cuando piensa, a solas consigo mismo, el filósofo no se siente solo. Lo mismo le sucede al poeta, al amante y, dice usted, al maestro. De tanto sentirse a sí mismos ya no se sienten. En cambio, el hombre común, que nunca se piensa solo, que nunca está solo, se siente siempre solo aunque no lo sepa ni se dé cuenta de su soledad. No está solo: es solo. Basta con ver la cara de la gente en la calle o en los lugares públicos en que se congrega. Después de pensar, el filósofo vuelve a quedarse solo, como el poeta frente a su poema y el amante frente al cuerpo de su cómplice o de su víctima-deidad (el verdadero amor es o un crimen o un sacrificio y, sea lo uno o lo otro, algo consagrado).
Ese momento dramático, admirablemente evocado al final de su libro, tras el episodio del “camión” Juárez-Loreto (verdadero embrión de novela), merece otro capítulo. Mejor dicho: otro libro. En suma, sus Confesiones profesionales (lo único que no me gusta es el título) piden una continuación, en la que nos diga, sin abandonar la reticencia (forma oblicua de la confesión pero al fin y al cabo confesión), lo que ahora no nos dice enteramente. Yo me atrevo a sugerirle que escriba usted una “novela” o, por lo menos, una “nouvelle” —es decir, un largo monólogo, a ratos dramático como en el episodio del “camión”, otras meditación espiritual como en el análisis del acto voluntario, entrelazando las técnicas de la introspección y las de la escritura automática, la definición y la asociación de ideas—. Algo así como un poema en prosa, entre Lucrecio y Beckett. Nos hace falta en español un texto así. ¡Atrévase!
Al comenzar esta carta pensé en comentar algunos de los temas que usted trata. Después de haber escrito los párrafos anteriores, me parece superfluo. Por no dejar, anoto al vuelo algunos puntos:
Si la Filosofía, como Metafísica o seudociencia de los objetos de la Religión, es ya arcaica, ¿qué es lo que va a sustituirla? ¿Una nueva Religión? No la veo por ninguna parte. ¿Una nueva seudociencia de los objetos de la Metafísica (por ejemplo: el materialismo histórico)?
Si la segunda posibilidad ya empieza a ser evidente, ¿no será ya tiempo de iniciar la crítica de la seudociencia de los objetos de la Metafísica? Por mi parte (pienso, sobre todo, en el materialismo histórico), vería esa crítica como algo análogo a la que, precisamente, hizo Marx de la “ideología”. Esta crítica sería, asimismo, una descripción del nihilismo como raíz de la credulidad contemporánea.
Afirmar que todas las filosofías son verdaderas ¿no equivale a decir que ninguna lo es? Claro, decir esto es colocarse en el punto de vista de Dios o del Sujeto trascendental, pero ¿no es ese el único punto de vista realmente filosófico? La otra posibilidad es vertiginosa. Y hay más (o creo que hay más): el filósofo sólo puede afirmar que una filosofía es verdadera. Si afirma que ninguna lo es, esa afirmación es, ya, una filosofía, la única filosofía verdadera. Si afirma que todas lo son —aunque ofrezcan visiones del universo inconciliables y mutuamente excluyentes, como efectivamente sucede—, el filósofo niega la filosofía y se niega a sí mismo como filósofo. ¿No es ese el sentido último de Nietzsche y Marx —ambos hablaron del “fin de la filosofía”—? ¿No es esto su idea de la filosofía como biografía? Entonces..., entonces reaparecen de nuevo la Religión y la Metafísica. Por lo visto, no hay manera de matarlas del todo (y si el grito terrible no fuese ¡Dios ha muerto! sino ¡Dios está vivo!...?).
Nuestro historicismo significa, al fin de cuentas, que hemos perdido el punto de vista central (el punto de vista del Sujeto o de Dios). Pero no nos quedamos en el escepticismo ingenuo; vamos hacia adelante (o hacia dentro) e intentamos la filosofía de la filosofía, la poesía de la poesía. Quizá ésta sea nuestra última posibilidad de alcanzar la Filosofía y la Poesía verdaderas. A condición de que, en un momento dado de la meditación (y, para el poeta, de la creación), logremos asir lo que es lo mismo aunque no sea el mismo, quiero decir, el fundamento o la razón de ser; en ese momento la filosofía de la filosofía se vuelve Filosofía (a secas) y la poesía de la poesía, Poema.
Pienso en Heidegger y en Mallarmé, que me parecen ser los que han ido más lejos por este camino. ¿Dos grandes fracasos? No sé. En todo caso, no menos grandes que los de Platón, Hegel, Dante, Blake. Y a propósito de Mallarmé, se me ocurrió, al escribir estas líneas, lo siguiente: los dados, lanzados por el Héroe fuera del espacio y el tiempo, caen en un aquí y un ahora relativos, es verdad; pero si leemos el poema al revés— como deberían leerse todos los grandes poemas—, el ahora y el aquí relativos, los dados y el que los lanza, caen infinitamente, están cayendo… ¿En la nada o en el ser? No sé, pero siguen cayendo.
Vivir las filosofías de los otros, como vivir los poemas de los otros, es la manera moderna de crear y pensar, absolutamente original. No han hecho otra cosa Picasso, Joyce, Borges, Klee y, en fin, los más grandes. Copiamos las obras de la “cultura” como los antiguos copiaban las obras de la “naturaleza” y con los mismos sorprendentes resultados: la “copia” es una obra nueva y original. En cambio, los artistas que todavía dibujan o copian del natural, producen obras insignificantes y que se parecen a las del pasado.
El análisis del acto voluntario pide a gritos una segunda parte: el análisis de lo que lo llevó a analizar un acto voluntario —es decir, en última instancia, de lo que lo llevó a la Filosofía— (por ahí podía empezar la “nouvelle” o poema en prosa que le propongo escribir). Análisis que no sería distinto, quizá, a la especulación sobre la Filosofía de la Filosofía, pero que sería más “biográfico” y más “fenómeno lógico” (la Filosofía descrita por dentro). Además, el análisis del acto voluntario no deja de tener analogía con el acto de escribir que también es lucha entre lo involuntario y lo voluntario, lo dado, lo que irrumpe, lo que distrae, etc. (intenté algo parecido, pero sin rigor, en un capítulo de El arco y la lira: La Inspiración). Me parece que es un tema digno de ser meditado por usted… Y ya no sigo.
Créame que le agradezco de verdad su libro. Ya ve usted: me ha hecho —no diré que pensar pero, al menos— reflexionar.
Su amigo que lo admira,
La única filosofía
Evodio Escalante
Desde París, en donde funge como diplomático, Paz acusa recibo de las 'Confesiones profesionales' que acaba de publicar en el FCE su amigo José Gaos. Fallecido Alfonso Reyes en la Ciudad de México durante los últimos días de 1959, Paz puede dialogar todavía con el “transterrado” que lo incitó a leer a Heidegger. Lo novedoso es que el filósofo Gaos se le revela a Paz en este libro como un escritor de primer nivel, cuya prosa no es tan difícil “como dicen los perezosos”. Mejor que una carta, el texto pone en escena un fascinante 'tête a tête' que va de escritor a escritor y de filósofo a filósofo.
Las primeras reflexiones tienen que ver con el aislamiento del hombre moderno, un Don Nadie que se pierde en la multitud. Paz retoma con audacia algunos planteamientos que ya había hecho en su 'Laberinto de la soledad' (1950), y los pone al día: El fanatismo de los nacionalismos se origina en que nadie quiere ni puede “estar a solas consigo mismo”. Nuestro malestar no deriva de la “soberbia” del filósofo (tesis de Gaos), sino de que pocos tienen conciencia de su soledad “y por eso no acaban de ser”.
Incluso el filósofo, una vez que acaba de escribir, “vuelve a quedarse solo, como el poeta frente a su poema y el amante frente al cuerpo de su cómplice o su víctima”. El amor es crimen o sacrificio. Resuenan aquí las lecciones de Bataille, a quien Paz leyó de forma intensa esos años.
Entusiasmado con el talento narrativo de Gaos, sobre todo por el capítulo final que relata con toques joyceanos los pormenores del filósofo al abordar el atestado camión Juárez-Loreto, Paz lo invita a que se atreva con una “novela” o al menos una “nouvelle”.
Aunque comparte las críticas a la Metafísica formuladas por Gaos, en las que acaso habría que incluir al llamado “materialismo histórico”, Paz aprovecha la encrucijada para discutir la tesis central de las 'Confesiones profesionales': “Afirmar que todas las filosofías son verdaderas ¿no equivale a decir que ninguna lo es?” “Si Ud., amigo Gaos, afirma que ninguna lo es, esa afirmación es, ya, una filosofía, la única filosofía verdadera”.
Para evadir el escepticismo, los filósofos tienen la 'filosofía de la filosofía', así como los poetas 'la poesía de la poesía'. Lo anterior le permite a Paz juntar en una misma frase los nombres de Heidegger y Mallarmé. Por lo demás, lección de hermenéutica, ¡los grandes poemas tendrían que leerse al revés! Y los dados de 'Un tiro de dados', concluye afirmando, siguiendo muy de cerca a Reyes, “lanzados por el Héroe fuera del tiempo y del espacio, caen en un aquí y ahora relativos”, en una suerte de caída sin fin que produce vértigo.
Agradezco al doctor Miguel Gama, director de la Biblioteca Eduardo García Máynez y del Archivo José Gaos del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, su autorización para reproducir esta carta.
Nota del editor:Algunos párrafos de este texto han sido divididos para facilitar la lectura del usuario web; las palabras, no obstante, permanecen intactas.
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