Olivia Revueltas, la jazzista mexicana más destacada no solo por sus interpretaciones al piano sino por sus propias composiciones, falleció este pasado 2 de agosto. Tuve el privilegio de tramar amistad con ella en los años de su retorno a México, luego de residir en San Antonio Texas durante 25 años. Tan cerca y tan lejos de su país, tan dentro y tan fuera de la tradición jazzística de los Estados Unidos, a Olivia le sonrió la fortuna en medio de la adversidad. Se vio forzada a cruzar la frontera cuando sintió que su seguridad estaba en peligro. Por insistencia de su hermana Andrea y de su cuñado Phillipe Cheron, debía emigrar antes de que el poder gubernamental cumpliera sus veladas amenazas. El secretario de Gobernación de ese momento, Manuel Bartlett, le había dicho amablemente “yo sé quién es usted, dedíquese a su piano, no se meta en problemas”, luego de participar en una huelga de hambre con unos aguerridos campesinos.
Marlow Wolfe, un pianista norteamericano que tocaba el piano en el bar Chato Parada, donde Olivia solía también tocar y era uno de los pocos sitios donde se podía escuchar jazz en la megaurbe, había estado en condición de refugiado en casa de ella a causa de una crisis etílica. Mientras él se recuperaba, ella lo sustituía en el bar. Al mismo tiempo, él le enseñaba a su hada madrina algunos secretos del piano para interpretar esa música que ya no sólo era de negros, sino un lenguaje universal. Marlow desapareció tras ese episodio y justo cuando Olivia pensaba volar a Los Ángeles para realizar cualquier trabajo que le permitiera vivir y sostener a sus tres hijos: Vina Sofía, Andrea Kayani y Julio David, la sorprendió la llamada de Marlow Wolfe quien le comunicaba que tenía un patrocinador en San Antonio, Texas, y podía ayudarla a conseguir trabajo, pero no lavando platos sino tocando. El 2 de octubre de 1988, Olivia se fue para los Estados Unidos.
Un cuarto de siglo en el vecino país donde la vida le cambió. Conoció entonces al abogado William R. Simcock, quien tenía una colección de 27 pianos y era el tesorero de la International Piano Competition. Había sido bailarín de tap con Bill Bojangles Robinson, y aparecido en varias películas de Bing Crosby. Él le pidió matrimonio y no le exigió nada a cambio, solo le puso como condición —como el entonces Secretario de Gobernación en México, pero en sentido contrario, es decir, vital—, que se dedicara a la suyo. Tenía además un santuario de pianos para ella. Él estaba convencido de que el estilo de Olivia no era para bares sino para conciertos. Comenzó a representarla para que ella desarrollara lo que el viejo abogado denominaba el Olivian’s Jazz. A Olivia le pesaba tocar para públicos de élite, blancos y burgueses, pero en más de una ocasión pudo alternar con músicos negros y públicos afros que reconocieron que el Olivian’s Jazz tenía lo suyo. Producto de esas incursiones son sus dos discos con dos leyendas del jazz: Billy Higgins y Roberto Miranda: Round Midnight in L.A. y Angel of Scissors.
Todavía con la penumbra de la pandemia, en septiembre del 2021, el Instituto de Cultura del Estado de Durango me pidió que condujera un conversatorio con algunos de los miembros de la Familia Revueltas, justo en la casa que Olivia eligió para vivir el resto de sus días en Santa María Insurgentes. Había regresado en el 2013, tras la muerte de su esposo William R. Simcock. Durante la tertulia, algunos de los representantes de cada una de las grandes figuras se enfocaron en lo que podría llamarse “cada quien su Revueltas”: Emilio, nieto de Fermín; Marcela Bodenstedt, nieta de Rosaura y ahijada de su tía Consuelo; los hijos de Olivia, nietos de José, y Mario Rechy Montiel, compañero de celda y pupilo del viejo maestro Revueltas en Lecumberri. Desde el inició me llamaron mucho la atención dos cosas, la ausencia de Eugenia, hija de Silvestre, y la forma vehemente con que Julio abrazaba el retrato de su tío abuelo, en donde el parecido entre ambos es sorprendente. Anécdotas sobre la familia iban y venían, pero Olivia pulsó algunas fibras que detonaron mi deseo de conversar con ella y desentrañar algunos delicados asuntos. En particular cuando subrayó el hecho de que su padre y sus tíos habían conformado un tejido familiar muy amoroso, constituido por tres cualidades o exigencias: talento, humor e integridad.
En 1994 se publicó El naranjo en flor. Homenaje a los Revueltas, un libro periodístico que realicé por encargo del gobierno de Durango, pero que en realidad se convirtió en un trabajo de investigación proveniente de un fervor personal. Pablo Espinosa lo calificó como un reportaje mural y pasó la prueba de la mirada inquisidora de Raquel Tibol, quien había aceptado presentarlo porque era no solo admiradora sino gran conocedora y amiga del clan Revueltas. Pero yo sabía en mi interior que había un hueco o dos en el tejido de la obra, y eran Ángela Acevedo y Olivia Revueltas. Gracias a la generosidad de la maestra Eugenia Revueltas pude, años después, entrevistar a su madre, Ángela, viuda de Silvestre, quien era ya muy mayor, pero conservaba la memoria remota lúcida y fresca. De ese encuentro pude urdir una crónica en la que Silvestre aparece desde una óptica sincera y festiva, pero como un genio solitario.
Cuando escribía El naranjo en flor sentía que la figura de Olivia se me negaba y escurría, como un fantasma o una imagen inasible. “Se fue para los Estados Unidos”, era el argumento que escuchaba a menudo, pero nadie me daba su contacto. Hace un par de días, en un intercambio de mensajes con Julio Revueltas, le contaba que conocí personalmente a su madre, en el año 2000, el día que vino a México para ofrecer un concierto con él en la Sala Ollin Yoliztli. Pablo Espinosa destacó la nota: “Olivia y Julio Revueltas hicieron del sonido la gran fogata de la pasión”. Al final del concierto la busqué para felicitarla y presentarme, pero antes de que le dijera cualquier cosa me miró y me dijo: “Compañero, qué alegría verte y darte las gracias por tan entrañable recuadro familiar. El naranjo en flor ya está en mis lecturas de cabecera”. Me quedé boquiabierto porque no nos habíamos visto antes. Por eso, cuando nos reencontramos en su retorno a México, había una corriente profunda de complicidad que nos llevaron a largas conversaciones y a encuentros —más allá de sus cumpleaños— de carácter afectivo. Como una tarde con Evodio Escalante, con quien estuvo jugueteando musicalmente, ella al piano y Evodio al saxofón. Quizá como recuerdo de sus incursiones jazzísticas y juveniles en La Cocina con Alain Derbez, Ariel Guzik, Jazzamoart y el propio Evodio, a quien le guardaba un particular afecto.
Las biografías de las grandes familias son complejas redes que ocultan o descubren secretos y cuchicheos. En la larga crónica en primera persona, que escribí a partir de charlas y documentos compartidos, Olivia confiesa su lucha contra el trauma que le causó ser hija de José Revueltas fuera de matrimonio, cuando su padre se había divorciado de Olivia Peralta para contraer nupcias con María Teresa Retes. Cuenta que un día, luego de una ceremonia para conmemorar el nacimiento de José Revueltas, se fueron a su casa Martín Dozal, Julio Pliego y Evodio Escalante. Ella fue al baño y alcanzó a escuchar la voz de Pliego que les decía: “¿Será cierto que Olivia no es hija de Pepe?” Sintió que esa duda, que no era ajena a su familia, le partía el alma. Entonces, contrapunteó enérgica la voz del crítico duranguense: “Que va, Olivia es la más Revueltas de los hijos e hijas de José, porque ella nació de un arrebato amoroso, de una pasión furiosa, es hija de la trasgresión”. Evodio confiesa no recordar el episodio, pero a Olivia sus palabras le quedaron tatuadas en la sangre. Muchos años antes su padre le había confirmado sin ambages la certeza de su paternidad, además de mostrarle una fotografía de su madre Romana en la que el parecido con Olivia es evidente.
Por eso, cuando Julio abrazaba el retrato de Silvestre con tanta devoción, pensaba que no solo el parecido físico sino el talento musical también se hereda. Olivia contaba su asombro al sorprender a su hijo Julio, de seis años, sentado sobre unos libros en la silla para alcanzar las teclas del piano y tocar las composiciones que ella dejaba sobre una mesa para irse a trabajar. En medio de su pena, Julio confirma esa anécdota y me comparte la partitura de su primera composición “Viaje a la luna” (1985) que su madre atesoró desde que éste la escribiera a sus 12 años de edad, pero emergió apenas hace algunos meses entre papeles olvidados.
Converso con Kayani y le pregunto qué significó para ellos, hijos de la pianista, la sombra de la sospecha. Olivia nació el 17 de julio de 1951, y siete meses después su hermano Román (febrero de 1952), pero ambos de distintas madres, ambos músicos. José Revueltas se había separado tiempo atrás de Olivia Peralta para contraer nupcias con María Teresa Retes, miembro de una familia de artistas, hermana del actor, dramaturgo y director de teatro Ignacio Retes, padre del cineasta Gabriel Retes. Kayani, en una breve conversación tras la muerte de su madre, reconoce que para ella y sus hermanos pesó el recelo y el juicio familiar, social. Porque además Olivia contravenía las buenas conciencias al desobedecer a su propia madre al no dedicarse a la música clásica y optar por el jazz, ser, además, madre y tocar en bares y programas de radio para obtener ingresos económicos. Una mujer rebelde en un sistema político de sumisiones y apariencias. Me consta la forma cariñosa como Olivia se refería a su hermano Román, a quien respetaba y quería mucho. Un par de ocasiones me tocó ser testigo de llamadas telefónicas entre ellos y el tono de Olivia hacia él era auténticamente amoroso.
“Julio, Vina y yo, cerramos filas con mi madre y en el contexto de los Revueltas nos reconocimos como los Olivios —comenta Kayani—. Mamá desde pequeños nos repetía, no pidan favores a nadie, y menos a nombre de los Revueltas, porque para ser dignos de ese apellido hay que partirse la madre, trabajar duro para ser lo que deseamos y luchar por lo que queremos ser, y un apellido no nos hace. Ustedes, por lo pronto, son los Olivios. Recuerdo cuando nos llevó a tomar clases en Casa del Lago, donde ella impartía cursos de música. Nos tomó de la mano y nos dijo a los tres: pasando esa puerta no soy su mamá, soy su maestra. Así me deben ver y respetar. Mi madre tenía muy claras las cosas, José Revueltas era su padre, nuestro abuelo, pero cuando se hablaba del escritor, del luchador social, del revolucionario, entonces era el maestro Revueltas. Con el tiempo descubrimos quién era el padre de mamá. Una vez, en casa de mi abuela, se hablaba de él y sus aventuras, de su militancia y también de su desapego familiar. Me atreví a decir que a un hombre como ese, yo, por menos, lo ponía de patitas en la calle. Mi abuela Olivia me miró severa y me dijo, a ese compañero se le respeta en esta casa, además es tu abuelo y también por ello se le respeta”.
Recibí la invitación para la que sería la última celebración de aniversario de Olivia Revueltas. Me disculpé: “Querida y siempre recordada amiga, estoy fuera del país y no regreso sino hasta finales de mes. Te deseo cumplas muchos años en estado de felicidad”. Olivia me mandaba stickers de ángeles y gatos con mensajes siempre cariñosos. El último lo recibí el 16 de julio con un: “Buenos días” acompañado de un pentagrama y globos a manera de corcheas. Ya se anuncia un homenaje luctuoso este 14 de agosto en la sala Manuel M. Ponce, pero el verdadero homenaje será dar a conocer la obra musical de Olivia que, según sus hijos, representa un acervo de al menos una treintena de composiciones. Mi memoria en este escrito se instala en la imagen de Olivia frente a su piano de cola, Bössendorfer Grand, interpretando para Evodio y para mí Tango tangoso, una pieza que evoca un baile del Partido Comunista Mexicano en que sus progenitores pasaron de ser camaradas a artífices de un amor sin filiaciones. “Integridad —repetía— Olivia, integridad para hacer que valga la pena vivir la vida y reconocer la belleza”.
AQ