Muchos lectores, y acaso no pocos poetas, pensaron en la muerte de Eduardo Lizalde como si representara la desaparición de un poeta en verso, decano de la poesía de México —junto con Gabriel Zaid—, duro crítico de la izquierda y representante de un tiempo anterior, más o menos esquivo, en el ambiente lustroso y jaranero de la cultura actual.
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Y quizá esto podría tener como referencia la idea vaga, pero activa, de que en la obra de Lizalde no hay excesos gráficos, acumulaciones desmesuradas o saltos inexplicables en la composición, no obstante su fuerte conciencia de las formas de la modernidad y, en particular, de las consecuencias verbales sobre el lenguaje de obras como el Tractatus de Ludwig Wittgenstein. Podría parecer lógico pensar de este modo porque tampoco hallamos en sus libros confidencias de estremecedoras intimidades psicológicas, anécdotas de nota roja sobre el padre, la madre o el amante de uno u otro sexo, y dolorosas efusiones informativas sobre las tribulaciones de los débiles y desamparados, vertidas en una prosa floja y cortada en líneas. En la poesía de Lizalde no hay la corrección moral en boga —corrección, en realidad, antiestética— ni la oscuridad incomprensible celebrada sin ton ni son o, al revés, la claridad obvia y redundante. Más bien, en sus poemas hay un todo riguroso en claroscuro, lleno de referencias cultas, sarcasmos demoledores y escepticismo sin concesiones. El poeta echa mano del método crítico y perenne de trocar el sentido en mundos paralelos y en metáfora. Crea, de este modo, una llaneza compleja de humor fatalista. Así, pues, su talante intensamente altivo e intelectual y su maestría en el uso del verso lo hace una víctima más de la comedia de la admiración de la que hablara Xavier Villaurrutia.
Pero, ¿sirve de algo tratar de comprender la poesía en los términos de lo nuevo y lo viejo o, de modo más simplón, de los viejos y los jóvenes? Parece que no. Aunque sea difícil de entender, en el terreno de la creación no hay progreso ni desarrollo e importa muy poco saber quién logró escribir una gran obra. En el mundo de los poemas con poesía no existe un “hacia” o “el yo biográfico” —aunque sí vale el “yo pienso” del sujeto que se conoce a sí mismo— para crear e imaginar. Tampoco importa mucho si una obra maestra ocurrió en el exceso de la riqueza o en una menor o mayor escasez. Sin embargo, lo que sí parece cierto es que las obras que trascienden son fruto del dominio casi absoluto de todos los medios de creación y de un saber que es un sentir natural. Desde esta perspectiva, en la conciencia donde “eres un universo de universos” —como escribió Rubén Darío—, ni las obras tienen tiempo ni los autores edad. Dejemos, pues, al orgullo de la torpeza o de la omisión, pensar en la poesía de hoy o en la poesía de antes. Eduardo Lizalde no está en esa esfera bulliciosa, como tampoco la figura cardinal de Gabriel Zaid. Por eso, en el mundo de las mesas patas arriba que nos ha tocado vivir, tiene sentido reconocer, con silenciosos bombos y taciturnos platillos, la pérdida natural y lamentable de Eduardo Lizalde.
AQ