La realidad es la discrepancia entre la percepción y el mundo tal como es.
Aquel día la explicación del maestro de ciencias naturales me puso a girar. Me llenó de asombro saber del espacio entre las moléculas y cómo mi tacto no lo percibe. Al salir de clases lo veía todo con asombro y extrañeza. Me decía a mí misma ¡no lo puedo creer!, nada es como lo percibo. Absorta en mis pensamientos, distraída, tropecé. El peso de mi mochila en la espalda me impulsó hacia adelante y caí de bruces. Mientras escuchaba las carcajadas de mis compañeros, me levanté a toda prisa y acomodé mi falda, ¡qué ridículo! Me ardían las rodillas y los codos por los raspones. Sí, la solidez era una ilusión creada por mis sentidos, pero para mí era tangible. Lo sólido era real, aunque fuera ilusorio. Las pruebas contundentes eran mi dolor y las mangas destrozadas de mi único suéter escolar.
Al día siguiente le pregunté a mi profesor ¿para qué me sirve a mí saber que mis sentidos no me dan información precisa? Toco las cosas, mi cuerpo. Usted dice “todo es energía”, pero eso es imperceptible para fines prácticos, “el vacío no existe”, sin embargo, en el aire no veo ni siento nada, “todo está interconectado” pero entre usted y yo hay espacio. Mi vehemencia provocó la risa de mis compañeros. El profesor me miró con ternura, lo sentí cómplice de mi desconcierto. Bajé la cabeza y pensé ¡para qué abrí la boca! Entonces aquel hombre moreno, de ojos grandes, comenzó a aplaudir, con una amplia sonrisa dijo “¡Bravo!, ¡felicidades!, acabas de descubrir la discrepancia entre tus pensamientos y el mundo tal como es. Estás en el umbral del conocimiento, en el camino de aprender a dudar, de hacer buenas preguntas y opinar para asimilar la información”.
Esas tres pautas: dudar, preguntar y opinar, marcaron el resto de mi formación académica. Las dudas y las preguntas se multiplicaron por miles y siempre me ha costado trabajo decir lo que pienso, aún escucho las risas de mis compañeros de antaño y, a veces, toman formas intimidatorias. Recuerdo mi primer día de clases en la Facultad de Filosofía y Letras. Al entrar al salón, el profesor de ética, muy serio, recorrió con una mirada escrutadora al grupo, luego dijo: “quizá es una pérdida de tiempo que estén aquí, sería mejor que primero se fueran a vivir, después, podrían hacer preguntas interesantes. Pero, como ya están aquí, comencemos. Ludwig Wittgenstein afirma en su libro Tractatus: ‘El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas’”. La primera tarea fue leer ese libro. Era muy laborioso comprender aquella sucesión de proposiciones lógicas concatenadas. Las dudas surgían a raudales pero, para preguntar, era necesario entender. Fue arduo formular preguntas donde expresara qué quería saber, por ejemplo ¿a qué le llama mundo Wittgenstein?, ¿la realidad es nuestra percepción y por eso dice que el mundo son los hechos y no las cosas? Los debates eran interminables y divertidos, prácticamente todas las interpretaciones de mis compañeros y mías eran fallidas. Para terminar con las discusiones mi profesor citaba a Charles Bukowski, “…los perros tienen pulgas, las personas problemas” y luego procedía a señalar los errores. En el desconsuelo de no entender, me animó un libro de Albert Einstein, Mi visión del mundo. En sus reflexiones encontré alivio, en especial cuando leí “la formulación de un problema es más importante que su solución”, aunque no sabía bien a bien qué significaba eso.
Immanuel Kant popularizó una frase para mí muy alentadora: “Sapere aude”, suele traducirse como “atrévete a saber”, “ten el valor de usar tu propia razón”, o “atrévete a pensar por ti mismo”. Para entender qué es la verdad y cómo conocerla, Kant se propuso comprender los límites del conocimiento. Delimitó su objetivo con un cuestionamiento en apariencia muy simple pero abarcador: “¿qué puedo conocer?” El reto implícito en esa pregunta es radical, su vigencia sigue siendo inobjetable. Todas las disciplinas, los debates serios, se plantean esa interrogante. Siempre he creído que la Crítica de la razón pura, donde Kant responde ¿qué puedo conocer?, es una invitación a hacernos de una opinión propia, desde la conciencia de las limitaciones de la razón. El verbo opinar viene del latín opinari, que quiere decir ‘creer en algo, optar por ello’. El Diccionario de la Lengua Española define el verbo opinar como “Tener formada una idea u opinión”.
Si tuviéramos una respuesta redonda, incuestionable en cualquier terreno, las discusiones, las controversias, habrían desaparecido. Pero, ¿para qué queremos tener certezas?, ¿por qué necesitamos acercarnos a la verdad?. La respuesta está en otra pregunta de Kant: ¿qué debo hacer? A ella dedica la Crítica de la razón práctica. Necesitamos sustentar nuestras decisiones y actos en certezas. Todo el tiempo enfrentamos retos, dilemas, conflictos, la pregunta ¿qué hacer? siempre está ahí. Responderla implica elegir, tomar decisiones, resolver problemas.
Escuchar, opinar, son acciones indispensables en los procesos de conocimiento, también son la base de la interacción social. Permitir el escrutinio de nuestras ideas contribuye a decantarlas, ayuda a visualizar opciones y reconocer errores. Es obvio, ¿verdad? Pero practicarlo resulta incómodo, a veces produce conflictos con los demás, por eso lo eludimos. Cuando estamos solos con nuestros pensamientos todo parece ordenado y claro. Al interactuar con los demás, con el medio, nuestros supuestos se cuestionan. Otras miradas ven cosas distintas en el mismo referente, los puntos de vista son divergentes, nos contradicen, como consecuencia estamos obligados a rectificar. Los desacuerdos incluso pueden emitir una alerta de cuándo es útil un cambio radical. Aprender a conciliar las discrepancias es parte de la construcción de la identidad individual y colectiva, contribuye a reconocemos diferentes y parte de una comunidad. Al ejercer la opinión y escuchar otros puntos de vista podemos resolver problemas con mayores beneficios. Todo ese trabajo no evita los errores, pero sí ayuda a darle mejor uso a la información disponible. Opinar y escuchar son ejercicios indispensables para entendernos, comprender a los demás y al entorno. Como lo describe magistralmente Karl Popper, aprender es una sucesión de Conjeturas y refutaciones.
Solo la ciencia nos ha aportado certezas comprobables, ¿cómo? La controversia es el centro de la cultura científica. Hay una búsqueda permanente de explicaciones porque la incertidumbre y lo aleatorio de los fenómenos son realidades aceptadas. Los científicos reconocen los límites de sus métodos, están conscientes de cuánto ignoran. Aceptar la ignorancia es el punto de partida para aprender y también conciliar. Desde esa conciencia, filósofos y científicos proponen preguntas, más que afirmaciones. La información se analiza, no se descalifica, los datos se integran. El conocimiento científico y sus procesos cada vez están más difundidos, no sólo por medios escolares. Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto trabajo tener la actitud de los científicos para enfrentar problemas personales y dilemas sociales o políticos? Como seres sociales, tenemos el impulso de compartir qué sentimos y pensamos, es decir, de opinar. Queremos ser tomados en cuenta y sentirnos parte de una comunidad. Opinar es una herramienta para lidiar con la complejidad, con la inexactitud, eliminar prejuicios, abrirse paso en la ignorancia. Parece absurdo pero, a veces, uno de los grandes obstáculos para hacerlo es nuestro miedo al ridículo.
Condenar a quien opina, burlarse de él o de sus errores, descalificar o negarse a escuchar, cierra el diálogo. Poner el esfuerzo en intentar tener la razón en lugar de comprender, conduce a los peores fundamentalismos, ¿no los hemos sufrido ya demasiado? Esa actitud es la simiente del dogmatismo, ¡cuidado! Baste recordar las atrocidades de la ideología nazi, la segregación racial o la cerrazón religiosa, para sentir horror de caer en un dogma.
El conocimiento es la conciencia de la contradicción
La psicología clínica ha identificado cuándo y cómo el cerebro se equivoca. Nuestra principal herramienta para comprender comete errores sistémicos. Algunos de ellos son la disonancia, la distorsión y el sesgo cognitivo. A nuestro cerebro no le gusta lidiar con la contradicción, con la complejidad, las evita a toda costa para ahorrar energía. Por eso reaccionamos con molestia, enojo, y una multitud más de emociones ante la opinión de los demás si no concuerda con la nuestra. Quien piensa distinto a nosotros parece amenazante, invasivo. Nos engañamos para no enfrentar el conflicto o el dolor, el cerebro prefiere eso a conciliar o buscar compatibilidad. Encontrar puntos de convergencia es una tarea muy laboriosa, agotadora, requiere escuchar con suma atención y esforzarnos para comprender, implica entrega. Echar mano de lo aprendido, aunque esté equivocado, requiere menos energía, por eso es más fácil calificar, etiquetar, clasificar, que comprender. Limitarnos a hacer juicios conduce al autoengaño. Si tratamos de sustituir las sentencias o afirmaciones por preguntas bien formuladas para comprender, fomentamos el diálogo, permitimos la conciliación y el conocimiento. Hay una fábula de Esopo que ilustra perfecto este comportamiento: “La zorra y las uvas”. Una zorra tiene sed, ve en una parra unas uvas maduras y jugosas pero, como no las puede cortar, se dice a sí misma “no las quiero, están verdes”.
Los hábitos, una vez adquiridos, son muy cómodos, nos dan seguridad. En la repetición no hay conflicto, es la zona de confort, el territorio de lo conocido. Pero, si no los examinamos bien, pueden tener implicaciones negativas, incluso amenazar nuestra integridad y supervivencia. Por ejemplo, quien ha recibido maltrato continuo siente enorme temor de cambiar su situación. Las víctimas a veces pueden liberarse y lo hacen, pero luego regresan una y otra vez con el maltratador, a pesar del daño recibido. Su mente les dice: es más fácil seguir sufriendo que lidiar con lo desconocido. Así se gesta el círculo de la violencia. Nos acostumbramos a todo, incluso a sufrir, acaso no hay contradicción en el refrán tan difundido “más vale malo conocido que bueno por conocer”.
Por fortuna la mente es capaz de analizarse a sí misma, pero necesita ayuda. La opinión de expertos, leer, consultar estudios científicos, recurrir a amigos y familia, esforzarnos por crear comunidad, son cruciales para el autoanálisis. Escuchar los problemas de otros, su forma de resolverlos, y atender las opiniones de los demás sobre nuestros conflictos, ayuda a la mente a descubrir el autoengaño. Podemos entrenar a la mente para detectar sus errores al interpretar y procesar la información, pero es muy difícil hacerlo sin la confrontación con los demás. Los ganadores del premio Nobel de Economía Daniel Kahneman y Amos Tversky nos dan muchas pautas en su obra Pensar rápido, pensar despacio.
Aferrarnos a los conocimientos adquiridos y desde ahí analizar siempre, es muy mala idea. Bertrand Russell, en su libro La conquista de la felicidad, nos dice: “…el primer paso hacia la felicidad consiste en liberarse de la tiranía de las creencias”. Escuchar opiniones y someter las nuestras a escrutinio es indispensable para asimilar información nueva y confrontar la anterior. Kant, Wittgenstein, Popper y tantos filósofos y científicos más, nos han legado métodos para estar conscientes de las limitaciones de los juicios. Investigar para convertir las conjeturas en teorías es trascender el territorio de la opinión. Una teoría otorga conocimiento, aunque su validez sea temporal y la aplicación muy específica. Para lograr certezas es indispensable renunciar al deseo de tener razón, ¡vaya paradoja! El método científico ofrece metodologías para poner a prueba las hipótesis, una teoría es el resultado de un largo proceso de validación. Tenemos otro refrán para esto “cuando se acaban los argumentos, comienzan las descalificaciones”.
Hoy todos opinamos sobre todos los temas sin ser expertos. La opinión es fundamental en el proceso de comprender. Los errores comunes son: aferrarnos a una opinión y creerla infalible, usar información sin verificar si es fidedigna. Atenernos a la opinión de otros, sin constatarla, es contribuir a falsos debates, a la manipulación orquestada detrás de ellos. Si nuestras fuentes se limitan a los medios de comunicación o las redes sociales, corremos el peligro de especular en lugar de formarnos una opinión. Noam Chomsky, en su libro Quién domina al mundo, hace un amplio análisis sobre el punto, esta es una de sus conclusiones: “El propósito de los medios masivos no es tanto informar y reportar lo que sucede, si no más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante”.
Conciliar es abrir camino para la paz
Nos preocupa cómo se polarizan las opiniones en el mundo, el problema no es nuevo ni local, es uno de los incontables desafíos de todos los tiempos. Nos miente quien dice “opinar divide”. Se equivoca quien llama al orden y señala: “de eso no se puede hablar porque la discusión terminará en pleito”. Las opiniones no dividen, es la incomprensión lo que separa. Escuchar desde el deseo de comprender, integra. Nos sentimos unidos a quienes nos escuchan sin juzgarnos. Construir una opinión propia, sin descalificar, crea comunidad, lazos fuertes, el miedo desaparece, sentimos deseo de convivir y evaluar juntos, de construir acuerdos. El diálogo fructífero es divertido, estimulante, lúdico. Por ejemplo, leer es escuchar a cabalidad, aunque no estemos de acuerdo con el autor, nos enriquece.
Es posible conciliar para darle oportunidad a la paz y la construcción de comunidad. La armonía existe, ¡hay muchas pruebas! Uno de los grandes retos de la física actual es conciliar una enorme contradicción: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Ambas son nuestras herramientas para comprender el universo pero son incompatibles. En el mundo de lo macro, de los cuerpos celestes, gracias a la teoría de la relatividad, podemos medir, incluso predecir; en el mundo infinitesimal, no. El movimiento de las partículas ofrece probabilidades infinitas, incluso coexisten dimensiones paralelas. Esta incompatibilidad podría implicar un error sistémico en nuestra comprensión del universo. Es decir, el universo es uno, su nombre lo dice, unidad de lo diverso. Todo está constituido por la misma sustancia, hemos escuchado la expresión: “somos polvo de estrellas”. Tener explicaciones divergentes para una unidad, podría indicar un error. La teoría de cuerdas intenta conciliar la relatividad y la mecánica cuántica. Su validación aún está en proceso.
Otra gran prueba de la capacidad de conciliar es el diálogo interreligioso. En Berna y Berlín existen templos donde conviven, bajo un mismo techo, varias prácticas religiosas. Se busca la coexistencia pacífica sin perseguir el sincretismo. El diálogo interreligioso se centra en buscar las coincidencias, en lugar de acentuar los desacuerdos, reconocer la espiritualidad más allá de las costumbres y tradiciones. Otro caso es el diálogo intercultural.
Los grandes cambios nunca han venido desde el poder, se construyen poco a poco en la conciencia de los individuos. Por eso es tan importante la responsabilidad individual. Comprender principios científicos, filosóficos o a una persona, ¿implica el mismo esfuerzo y reto que dilucidar dilemas sociales o políticos?, yo digo que sí. Intentar comprender nos enfrenta a contradicciones, aporías, paradojas, en apariencia irresolubles. Kant, Wittgenstein y tantos filósofos más, nos alertan: la razón y el lenguaje son limitados para explicar y entender las dimensiones de la realidad. Cuando no somos capaces de conciliar, no hay excusa, no estamos comprendiendo bien. El llamado es claro en esa circunstancia: ¡es necesario cambiar de paradigma! El proceso de comprensión es conciliatorio, las conclusiones son una opinión.
Escuchar con atención crea la disposición a confrontar continuamente nuestras creencias, es indispensable si queremos conciliar. No es una tarea sencilla, lidiar con la complejidad, pensar, cansa. La interpretación nos conduce al error, es mejor hacer el esfuerzo de comprender. Susan Sontag lo explica espléndidamente en su ensayo Contra la interpretación, al hablar de nuestra relación con el arte. Asumamos el reto de estar conscientes de qué y cómo pensamos. Imitar a los filósofos y científicos puede ser nuestra contribución a la paz y conciliación. ¿Cómo?, con ejercicios muy sencillos, escuchar con entrega y tratar de sustituir las descalificaciones por preguntas para comprender mejor. Aceptemos el reto de Kan, “Sapere aude”, tengamos el valor de lograr una opinión propia. Aunque hacerlo nos exponga a sufrir como Mafalda cuando le preguntaron: ¿practicas algún deporte de alto riesgo? y ella contestó: “sí, a veces doy mi opinión”.
AQ