Quizá la mejor época de la poesía chiapaneca se gestó, sobre todo, en las décadas de 1950 y 1960. Publican Jaime Sabines y Rosario Castellanos, y por otro lado surgen Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda y Óscar Oliva.
En marzo pasado se cumplieron 20 años del fallecimiento de Jaime Sabines. En esta entrevista he querido centrarme ante todo en lo que Oliva habla del Sabines de la década de 1950 en Chiapas, quien desde muy joven había publicado libros definitivos de la poesía mexicana del siglo XX.
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—¿Cuando eras niño, Óscar, a fines de los años cuarenta y, después ya en los cincuenta como adolescente y en tu primera juventud, quiénes eran las presencias importantes, cómo fungían?
Lo he platicado en distintas ocasiones. La figura principal que me abrió las puertas de un libro fue mi abuelo paterno, Hermelindo Oliva, quien era tan inteligente, tan brillante, que únicamente leyó un solo libro en toda su vida: El Quijote. Nos lo leía a mis hermanos y a mí, pero también lo escenificaba con su propia experiencia; por ejemplo: encontraba en sus correrías, en sus caminatas por diversas partes de Chiapas, a Dulcinea de San Cristóbal de las Casas, a otra Dulcinea en Copainalá o a otra en Comitán. Este caminar de mi abuelo hizo que yo pudiera establecer el contacto con la imaginación y entendiera que la literatura también es un motor para incendiarnos y para dar los primeros pasos en ella. Pero lo de mi abuelo queda en un rincón de mi familia.
—Y en cuanto a Chiapas…
Hubo un movimiento cultural muy importante de 1948 a 1952, años en que fue gobernador el general Francisco J. Grajales. Este desarrollo y promoción de la cultura y las artes se dio para insertar a Chiapas en la cultura nacional e internacional, desde la gran riqueza de sus culturas milenarias. El eje de este movimiento fue el Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas, y su revista Ateneo, que aglutinó a escritores, artistas plásticos, teatristas, historiadores y científicos, como Andrés Fábregas Rocas, Fernando Castañón Gamboa, Héctor Ventura, Ramiro Jiménez Pozo, Franco Lázaro Gómez, Armando Duvalier, Miguel Álvarez del Toro, Marco Antonio Montero, Luis Alaminos, en fin, muchos más. Grajales, hombre ilustrado y progresista, invitó a geógrafos, historiadores, economistas, biólogos, mexicanos y de otros países, a incorporarse al movimiento que impulsaba. También Grajales promovió el Ballet Bonampak con artistas de altísima calidad. En este ambiente crecí. Pude leer libros que se iban publicando de José Falconi (a quien tanto quise), de Mariano Penagos, de Enoch Cansinos Casahonda, del antedicho Duvalier, de Eliseo Mellanes, y de un novelista de gran talento que llegó de la Ciudad de México, Rafael Arles Ramírez. Alcancé a oír en un acto literario a Pedro Garfias.
En 1944 el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y el gobierno del estado promovieron una expedición a Bonampak. Acudieron Raúl Anguiano, Manuel Álvarez Bravo, Carlos Frey, Jorge Olvera, Franco Lázaro Gómez, maravilloso artista plástico, y un fotógrafo de Excélsior. Desgraciadamente, en el río Lacanjá murieron Carlos Frey, Franco Lázaro Gómez y el fotógrafo de Excélsior.
Entonces había un fervor por que este momento histórico de Chiapas se ampliara y, por otra parte, se fuera reduciendo un chiapanequismo muy barato, que conlleva racismo e intolerancia, y que en los últimos años se ha acrecentado.
—Además, los jóvenes Rosario Castellanos y Jaime Sabines publicaban libros esenciales. En 1950 fue Horal, y casi inmediatamente, en 1951, La señal; en 1952 Adán y Eva, en 1956 Tarumba, que tú celebraste mucho en su momento. Jaime Sabines se impuso de inmediato. Rosario Castellanos también publicó su excelente novela Balún Canán (1957).¿Qué tanto pesaban Rosario y Jaime en esos años?
Rosario Castellanos había tenido una enfermedad fuerte en la Ciudad de México. En esos años, tener tuberculosis era terrible; quien la tenía también padecía una cacería de brujas. Imagínate lo que sería entonces: mujer, poeta y además tuberculosa. Sufrió mucho. Yo recuerdo que quien la asistió, casi a diario, fue Juan Bañuelos; estuvo al pie de la cama del hospital donde estaba internada en la Ciudad de México. Al recuperarse de esa enfermedad, Rosario vino a Tuxtla y donó parte de su biblioteca al Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, donde yo estudiaba. Otro poeta chiapaneco, Daniel Robles Sasso, quien era muy amigo de Juan Bañuelos y Rosario, me la presentó y en diferentes momentos platiqué con ella, y se interesó por lo que yo escribía. En esos años yo era el director de la biblioteca del Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas.
—¿Rosario Castellanos y Sabines fueron importantes en tu despegue?
Lo que me impactó ―sobre todo en mi formación de poeta, tendría yo 14 o 15 años― fue haber conocido a Jaime Sabines. Él había regresado de la Ciudad de México, luego de haber ido a estudiar medicina. Ya se había casado y se vino a Tuxtla a vender telas en una de las tiendas de su hermano Juan, llamada El Modelo.
El profesor Eliseo Mellanes, quien era mi maestro de literatura, me invitó a que le entregara un poema que se llama “Estos minutos” —fue el primer poema que escribí y publiqué—, un poema en prosa sobre la destrucción del parque central. Algún gobernador vino y destruyó el parque central, sus grandes árboles, y se fue convirtiendo en una plaza que siempre, desde esos años, ha estado tomada. De allí el nombre de “La borrachita”.
—¿A Sabines lo veías en El Modelo? Jaime me contaba que, como casi siempre acababa dando al precio a los pobres porque se le rompía el alma, acabó, para quitarse la culpa, por vender ropa solo para los ricos.
¿Sabes por qué tenía mucho éxito Jaime vendiendo telas? Porque llegaban las muchachas. Era muy bien parecido. Lo decían mis hermanas.
—¿Y cómo te acercaste a Sabines?
Mi padre iba todos los días, muy temprano, al mercado municipal y pasaba, por supuesto, frente a la tienda de Jaime y siempre lo encontraba barriendo su calle y echándole agua para que no levantara mucho polvo. Un día Jaime le dijo a mi papá: “Oiga, don Óscar, ¿usted es el papá de un muchacho que publicó el poema ‘Estos minutos’?” Mi papá le contestó: “sí, ¿por qué, Jaimito?” “Porque me gustaría que usted me hiciera el favor de decirle que venga a platicar conmigo”. Y así fue como llegué; yo temblaba de miedo. Esto, tan vertiginoso, me convirtió en poeta de la noche a la mañana.
—¿Sabines te dio la confianza esencial para ser poeta?
Sí, totalmente. Yo le llevé mis textos, los leyó. Fue un día en la tarde, bajó la verja de hierro de su tienda y me dijo: “vamos al comedor de mi casa”. Doña Chepita estaba muy enojada porque no era la hora de cerrar la tienda. En ese momento, aprendí con él dos cosas: me enseñó —y leímos parte de— Poemas humanos de César Vallejo y a tomar trago.
—Pero tu papá tenía una cantina.
Por supuesto, pero mi papá no me daba trago. ¿Y qué trago era el que me daba Jaime? Ron Castillo, un ron espantoso.
—Era peor el Bacardí de entonces.
Me decía Jaime, porque ya era un especialista en eso, que ese ron tenía cierto sabor a whisky, ese ron que mató como a 20 poetas aquí en Tuxtla Gutiérrez. Mi padre lo prohibió en la cantina.
Entonces tuve la gran fortuna de que Jaime me aceptara como amigo, no como su discípulo, porque él nunca estuvo en esas cuestiones de ser el magister domine, nada de eso. Pero con él, de golpe, pasé de ciertos poetas locales, de ciertos poetas chiapanecos, muy respetables por supuesto, a dar un brinco como de veinte siglos. Leí a César Vallejo; leí, por ejemplo —porque los libros me los daba él—, Residencia en la tierra de Neruda; leí a Rafael Alberti y a García Lorca y a muchos poetas más que él leía constantemente. Pero, sobre todo, lo que me marcó más fue que Jaime estuviera escribiendo Tarumba; no lo había terminado. Yo llegaba una vez a la semana a visitarlo, porque doña Chepita se oponía a que llegara diario, y tuve la fortuna de ver crecer Tarumba, que, entre paréntesis, no sé si es el más grande poema de Jaime, pero es el que más me gusta.
—A mí también. Se consideran Tarumba y La muerte del mayor Sabines como los dos grandes momentos de Jaime, claro, con algunas piezas aisladas. ¿Te mostraba los poemas de Tarumba?
Fue una gran experiencia para mí y un gran aliento para seguir escribiendo. Me atreví a preguntarle, porque lo veía en todos los fragmentos y en todos los poemas que me iba leyendo, por el gran agobio y el gran dolor de vivir en Tuxtla. Yo pensaba que era el calor, pero no solamente era eso: hay muchas líneas donde él se queja de muchas cosas. Tarumba es un poema demoledor.
—Yo lo leí de otra manera y cuando le hice una entrevista, Sabines me dijo: “es que también se ha leído así, como un canto de esperanza, pero yo lo veía como una salida, como un desahogo”. Se sentía ahogado en Tuxtla. Como recuerdas, en 1957 regresa a la capital del país. Empieza a escribir Diario semanario, un libro de amor a la Ciudad de México. Jaime se sentía muy bien en la Ciudad de México. “Volví a respirar y a sentirme libre”, me dijo en una entrevista.
Otra cosa que me reveló Jaime es que el título lo tomó de Rafael Alberti. Por supuesto, tarumba está en el diccionario y sabemos lo que significa esa palabra, pero la fuente es otra.
—Él creía en un principio que la palabra la había inventado como inventó Yuria.
Dice Alberti: “El mar. La mar./ Entraña de estos cantares: ¡Sangre de mi corazón,/ tarumba por ver los mares!” Jaime leía mucho a Alberti, él me lo dijo, yo no lo entendí en absoluto en ese momento, pero años después lo volví a pensar. Por lo demás, es un titulazo. Pero hay otra cosa muy importante: la primera edición de Tarumba la publica Jesús Arellano en Metáfora, y cuando aparece el libro, sus amigos, principalmente…
—¿Fernando Salmerón y Sergio Galindo?
Sí, y los del grupo de los ocho poetas católicos, Rosario Castellanos, Dolores Castro, Ignacio Magaloni, Roberto Cabral del Hoyo, Octavio Novaro, Javier Peñalosa, Efrén Hernández y Alejandro Avilés, rechazaron el libro. No les gustó e incluso dijeron: “a Jaime le hizo mal regresar a su pueblo”.
—Y había escrito el gran libro…
Sí. Salvador Novo, que tenía una columna diaria en Excélsior, lo saludó y Rubén Salazar Mallén hizo un artículo sensacional, pero sus amigos íntimos con los que había crecido poéticamente rechazaron el libro. No sé si después lo aceptaron.
ÁSS