El don pictórico de Óscar Ratto (Ciudad de México, 1953) es del tipo “caradura”. La paráfrasis del arte del pasado ⎯barroco, Caravaggio, antiguos Gobelinos⎯ tanto como el porrazo de la cultura underground lo desligaron tempranamente de la abstracción. En los años 1980-90, emprendió grandes composiciones de un expresionismo brutal elaboradas sobre sacos de yute o bastidores de madera; sus figuras hirsutas, garabatos insensatos y chorreados intencionalmente ensuciados cobraron proporciones y aliento de mural. Un maestro en potencia, decíamos los testigos del rebrote general de la pintura figurativa que sacudió la escena mexicana hacia la vuelta del siglo.
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Treinta años después, Ratto vuelve a enunciar sus leyes, en la exposición individual que le dedica hasta junio la UNAM en el Palacio de la Escuela de Medicina (Brasil 33, Centro Histórico): presencia salvaje del orden pictórico que se resiste a ser domado por una psique dada a la argumentación y la indagación. Este nuevo ciclo, titulado La fábrica de las cosas reales, parodia determinada estética ligada a la visión marxista de la producción industrial: la fábrica es un autómata compuesto de órganos mecánicos e intelectuales en que máquinas y obreros obran sincronizadamente, a destajo y subordinados a un poder motor inalcanzable.
Tres factores presiden a la etapa que Ratto comenzó hace una década: el estudio de la técnica veneciana, más espesa e inmediata que la flamenca; la voluntad de perfeccionar el dibujo; y la febril investigación de fuentes visuales y escritas de variada índole (historia del arte, mitos contemporáneos, cine, etc.). Hizo suya la convicción de Antonin Artaud, quien al cabo de una temporada en el manicomio de Rodez declaró: “En siete años se aprende a dibujar”. Con lápices y gises de color, el poeta y dramaturgo francés intentaba fusionar “gesto, palabra, gramática, aritmética, máquina que respira, búsqueda de una palabra perdida que ningún lenguaje humano incorpora, y Cábala, cagándose unas a otras”.
Ser más ambicioso como pintor significa para Ratto doblegarse al trazo académico y, si es necesario, ponerse a modelar en barro para que las figuras en la tela adquieran un relieve más robusto. Así, por ejemplo, los “paquetes” de sus óleos recientes: son cuerpos masculinos hechos bulto; en el caso de ciertos bloques dispuestos en los paisajes, preceden su transcripción las bolsas negras de basura compactadas con masking tape que abarrotan el piso de su taller. No que Ratto suprima el recurso previo de la fotografía, como en Ritus y Salat, que se inspiran en reportajes sobre la malograda Primavera del Cairo, o en Escorzo, que distorsiona la silueta de un hombre tirado en el camellón.
Un elemento fetiche de Ratto regresa a la carga: las cabecitas de jíbaro, trofeo de enemigo o talismán mágico que ahora connotan otras guerras internas, de encapuchados o decapitados colgando del alambrado público. Fuera de esas máscaras, los rostros de los personajes permanecen ocultos en esta serie, porque pertenecen a cuerpos agachados o a cadáveres embolsados; porque están cancelados por el cubreboca o el casco militar; y porque los anega una cortina de agua. Hay algo carnal en la pintura de Ratto, aunque la piel esté ausente. El pincel compulsivo, las formas coaguladas, los fondos plomizos o saturados, los mismos resortes dramáticos refaccionan los valores táctiles de la factura y, sobre todo, confieren énfasis teatral ⎯¿acaso desesperado?⎯ a estas multitudes hacinadas, radiadas por centrales nucleares, arrojadas al desierto.
Paradójicamente, el dibujo de Ratto sigue siendo parsimonioso, aunque se conecte a la audaz plasticidad del conjunto. La anatomía se sintetiza en una línea casi siempre elíptica, lo cual no merma la feroz impronta emocional de la imagen. La pasión es un riesgo. En sus cuadros remotos y actuales, se confirma que el pletórico gusto, apego o necesidad de Óscar Ratto por la pintura le permite ser herético y aceptable a la vez.