El danés Thomas Vinterberg debutó formalmente con La celebración (1998) y como fundador del movimiento Dogma junto con Lars von Trier, proyecto que planteaba retomar narrativas similares a la de los franceses de la Nouvelle Vague (Truffaut, Rohmer, Chabrol, Godard), y en las que el elemento estético debía ser únicamente la condición humana y no los artificios. Vinterberg y Von Trier detestaban los efectos especiales y las tramas chatarra del cine comercial, y apostaron por escudriñar los recovecos del espíritu danés, inspirados en la filosofía de su compatriota Søren Kierkegaard (1813–1855), quien postuló que la angustia es la materia propiamente humana.
Dogma se disolvió hace más de tres lustros. Vinterberg y Von Trier se mantienen en la misma línea, aunque de tanto sumergirse en la penumbra existencial, a veces han tenido que sortear malos entendidos, como en 2011, cuando Von Trier fue defenestrado del Festival de Cannes por un comentario sobre Hitler y un mal chiste del nazismo.
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De Vinterberg, a mi parecer, sus mejores cintas son Submarino (2010) y La caza (2013), películas de vértigo y atmósfera salvaje: dos hermanos decididos a la caída estrepitosa, consiguen la penitencia. Uno en la heroína, otro en el calabozo. No son suicidas, sólo buscan la expiación de un pecado de adolescencia (Submarino); por las habladurías de una niña confundida, un maestro de kindergarten se vuelve paria y presa de la comunidad de un pueblo apacible. Es víctima de acoso, condena y linchamiento, marcado sin remisión por la sospecha (La caza).
Otra ronda aborda un asunto ya no espinoso sino políticamente incorrecto: la amargura inútil de la sobriedad. Martin, Tommy, Peter y Nikolaj, profesores de preparatoria en Copenhague, deciden confirmar en carne propia la teoría del psiquiatra Finn Skårderud: con el .05% de alcohol en la sangre la vida es mejor. Esa proporción etílica nos vuelve expansivos, elocuentes, empáticos, creativos y, sobre todo, relajados.
Los personajes de Otra ronda habitan en el tedio. Matrimonio insípido, paternidad incómoda, empleo aburrido, soledad. Hombres de mediana edad al borde de la medianía, comienzan a beber a diario porque las copas les sirven de flotador en la marea calma de una cotidianidad sin sobresaltos, calamidades ni peligros, pero, a su vez, sin emociones. Vinterberg se afana en mostrar lo abominable del paso del tiempo en la zona de confort, ese peligroso territorio para las almas simples y los temperamentos puritanos: en el mundo de aquellos profesores bien portados, una borrachera es vicio y una juerga es una orgía, hay poco placer y mucha culpa, menos gozo y laxitud pero más consecuencias: divorcio, afrenta y duelo. Catarsis, redención.
El círculo de Otra ronda se cierra en el júbilo de los supervivientes a la fiesta de grados Gay Lussac, pues ninguno queda destruido (tres cruzaron el pantano y apenas se salpicaron, uno le pone fin a todo pero no por ebrio sino por sensatez), y esto es lo que no funciona en la película más políticamente correcta de un Thomas Vinterberg que pasa de largo las hipótesis del psiquiatra Skårderud sobre la energía creativa del .05% de alcohol en las venas (uno piensa en Dylan Thomas o en Edgar Allan Poe y no sólo en el Hemingway que invocan esos profesores como lugar común), aunque quizá lo que para mí es la ausencia del ruido y la furia sea simplemente el apego de Vinterberg a Kierkegaard y en Otra ronda sólo quiso ilustrar esa idea que el filósofo anotó en Mi punto de vista: “La vida se divide en dos partes: el periodo de la juventud pertenece a lo estético; la edad madura a la religión”. Sus profesores, ciertamente, no aspiraban a la religiosidad pero lo que tal vez anhelaban era el ascetismo.
De todos modos, prefiero los incontables grados que forjaron a Scott Fitzgerald, Capote, Carver, Francis Bacon, Malcolm Lowry o…
AQ