Padre Marcelo Pérez: “La paz no es una meta, es un estilo de vida”

Crónica

El sacerdote tsotsil es un personaje controvertido en Chiapas; en 2014 el crimen organizado puso precio a su cabeza, pero son más quienes lo buscan para resolver problemas que las autoridades no atienden.

Padre Marcelo y Padre Eleazar en una peregrinación contra la minería. (Foto: Enriqueta Lerma)
Enriqueta Lerma Rodríguez
Ciudad de México /

Quise ahorrarme la empinada y ancha escalera que conduce al templo de Nuestra Señora de Guadalupe, situado en la cima de un cerro desde la que se contempla la neblina matutina que envuelve al pueblo mágico de San Cristóbal de Las Casas. En esta mañana gélida, a bordo de un Volkswagen traqueteado, llegó por una serpenteada callejuela aledaña en busca del párroco Marcelo Pérez, de 49 años, sencillo y sereno, acusado de desaparecer a 21 personas en el municipio de Pantelhó, Chiapas. Su secretaria me pide que espere mientras le notifica mi presencia. No es la primera vez que veré a este clérigo tsotsil, admirado por muchos y repudiado por otros, originario de San Andrés Larráinzar. He oído distintas versiones sobre él y le he seguido la pista desde 2014; cuando lo escuché hablar, en el salón de actos de la casa de la cultura de esta ciudad, contra las prácticas extractivistas en el Primer Congreso Diocesano en Defensa de la Madre Tierra.

Ahora tengo más referencias sobre él, pero entonces comencé a notar su liderazgo entre un millar de personas girando a su alrededor: indígenas, activistas de ONG, profesores, periodistas, catequistas, monjas y seminaristas. Después del congreso, intuí su influjo en cada rincón de Chiapas; era un aroma a rebeldía, aunque no estuviera presente.

Mientras espero, acomodada en una jardinera frente a la iglesia, recuerdo una tarde en que sus palabras fueron retomadas por los campesinos —como si de esas palabras obtuvieran la fuerza—: “¡Defendamos a la Madre Tierra, que es la propia vida, creación de Dios!” Eran habitantes tsotsiles de la comunidad rural La Candelaria, reunidos para organizarse en torno a la defensa de una laguna llamada Suyul, dentro de su territorio, amenazada de ser desecada para dar paso a una serpiente del asfalto: la carretera San Cristóbal de Las Casas-Palenque, recién proyectada.

Tras unos cuantos timbrazos en la oficina de al lado, la secretaria me comunica que el padre aceptó concederme la entrevista para otro día. La mujer cuelga y el mismo sacerdote confirma, asomado desde el marco de su puerta. A mi lado le aguarda una hilera de gente en busca de distintos sacramentos. Solo esta mañana, entre vitrinas llenas de santos y ángeles de yeso, de veladoras de primera comunión, misales y rosarios en venta, se solicita su presencia en tres sepelios. El sacerdote acelera el paso para acudir en atención a su rebaño: el morral cruzado; la cachucha tipo boina cubriendo la cabeza, apenas cana, sobre la piel morena. Me ve de reojo y noto que no me recuerda, invisibilizada entre tantas personas que siempre lo rodean. El día de la entrevista, las cuestiones que abordaré al encender la grabadora no iniciarán con el tema de los desaparecidos. Antes indagaré sobre otros aspectos de su vida pastoral, que conozco apenas por encima.

Sé que recorrió las pedregosas calles de doce municipios en 2016, al encabezar la mega-peregrinación del Movimiento en Defensa de la Vida y el Territorio, al lado de tres mil católicos indígenas que caminaron desde de Salto de Agua hasta San Cristóbal de Las Casas, convencidos de defender sus territorios y sus recursos naturales contra el extractivismo y el despojo. Pero ignoro si con esas manifestaciones lograron su cometido, que era promover la organización autonómica. Esta entrevista será la oportunidad de tratar el tema, de saber si aquel contingente de creyentes sigue en pie de lucha.

Preguntaré, también, cómo nació su vocación sacerdotal y si es consciente del don que posee para movilizar políticamente a las personas desde la fe. Fui testigo de ese don una ocasión especial, entre el follaje de la sierra motlozintleca, el 1 de octubre de 2017. Ese día escuché su exhorto en el municipio de Chicomuselo: un poblado poco pintoresco, rodeado de cimas boscosas y de paramilitares que vigilan desde los escarpados; y donde los campesinos de la zona aplanada y serrana se habían organizado para expulsar a la empresa minera Blackfire Exploration, extractora de barita, de sus tierras. En una caravana formada por camiones de redilas, subimos hombres, mujeres y niños, a la sierra, hasta el ejido Grecia (contaminado por la mina). Ahí, bajo el domo de una cancha de básquetbol, reunidas dos mil personas de todas las regiones indígenas chiapanecas, escuchamos su grito mesiánico cuando concluyó la misa y acaeció la tarde. En medio de una ceremonia solemne, ante un altar circular maya, adornado de flores, semillas, veladoras y frutas, el padre Marcelo colocó las manos sobre el hombro del sacerdote local, Eleazar Juárez, y pronunció con voz de trueno:

     —¡Eleazar, yo te pido, en el nombre de Dios, que defiendas a la Madre Tierra!

Como si el exhorto debiera replicarse en los cerros fronterizos, hasta las cimas de Huehuetenango, los presentes hicieron eco de aquel grito en aquella serranía aislada. Era un evento sin periodistas, curiosos o políticos. Me pregunté, sin duda, a quién iba dirigida esa protesta, en medio de la nada. Los asistentes eran personas con vestimentas originarias, campesinos empobrecidos y mujeres con un brillo de esperanza en la mirada. Habían subido en peregrinación al cerro, con el deseo de frenar la mina que había dividido a sus familias (a favor o en contra del ingreso de la empresa minera), contaminado el río, matado las vacas y derrumbado las terrazas de cultivo.

Altar Maya en Chicomuselo. Al fondo sacerdotes organizados en contra del extractivismo minero. (Foto: Enriqueta Lerma)

Un bosque de brazos se dirigió al sacerdote de Chicomuselo y la sentencia se escuchó en coro, como si cada persona le transmitiera de ese modo su energía: “¡Eleazar, te pedimos en el nombre de Dios… defiende a la Madre Tierra! ¡Defiende a la Madre Tierra! ¡Defiende a la Madre Tierra…!” Y el sacerdote aludido, robusto y tosco, portando una sotana blanca con estola bordada de flores al cuello, se comprometió a seguir la tarea que, de por sí, ya venía realizando: encabezar la lucha contra las mineras, pero ahora acompañado del padre Marcelo y de la fuerza de un pueblo creyente.

Recuerdo que esa noche, acabada la ceremonia, llovió incesantemente sobre esa multitud de campesinos opuestos al extractivismo. Llovió como si ese dios —a nombre de quien se exigía a un clérigo defender la tierra— nos diera la espalda, como si nos castigara, dejándonos al asecho de la oscuridad y de los látigos de viento, arrojándonos manguerazos de agua, riéndose del domo inútil suspendido sobre nuestras cabezas. Así, con la ropa empapada y sin un lugar en dónde refugiarnos, experimentamos la ternura de los pueblos, que dicen es la solidaridad de la gente, porque —a pesar de estar a favor de la minería y de no ser católicos— llegaron familias de evangelistas a decirnos que podíamos ir a dormir a sus casas, y nos ofrecieron lo que tenían para resguardarnos: pisos de tierra, paredes de piedra y techos de lámina. Los solidarios evangélicos nos dieron agua caliente, nos acomodaron sobre sus pocas sábanas, oraron por nosotros y nos dieron las buenas noches antes de apagar el único foco que iluminaba sus casas. Con esto en mente, el día de la entrevista, preguntaré al padre Marcelo por qué en sus manifestaciones solo participan católicos.

También me mostraré curiosa para hablar sobre los días previos a la visita del papa Francisco a San Cristóbal de Las Casas, en 2016, cuando la Plaza de la Paz, frente a la catedral, se vio invadida por campamentos de manifestantes de diversas organizaciones: leninistas, maoístas, zapatistas y de muchos otros grupos campesinos que buscaban aprovechar la coyuntura para negociar sus demandas. Nervioso y ofendido, por la imagen negativa que proyectaría el pueblo mágico ante la prensa internacional, un pequeño grupo de la élite coleta (sancristobalenses acaudalados) despotricó e intentó organizarse para desalojar la explanada. Los ofendidos afirmaban que el Papa seguro venía a meter en cintura a esta diócesis “tan indisciplinada”; siempre en protesta, con carreteras bloqueadas, manifestaciones a diario, gente desplazada, territorios tomados, paramilitares matando campesinos; con grupos clandestinos y semiclandestinos, brotando cada año; guerrillas y movimientos de liberación nacional, publicando manifiestos por semana. “¡Sí, seguro viene a calmar la cosa!”, decían. “¡Y eso se va a ver cuándo en esta visita reduzca protagonismo a los diáconos que imparten sacramentos en lenguas indígenas! ¡En lenguas indígenas, hágame usted el favor!”

Seis años después de esa visita, preguntaré al padre Marcelo en qué resultó aquello. En qué situación quedó frente a esos coletos conservadores cuando fue designado —probablemente desde el Vaticano— como el encargado de la liturgia principal. (Tal vez dirá que fue satisfactorio para miles de indígenas latinoamericanos escuchar aquella misa en tsotstil en sus televisiones, aunque no entendieran nada, porque lo importante no era tanto comprender lo enunciado, como captar el mensaje: que el Papa aprobaba la inculturación del Evangelio, o sea, la adaptación del cristianismo a las culturas indígenas).

Antes de apagar la grabadora, el día de la entrevista tocaré el delicado tema de las autodefensas armadas de El Machete de Pantelhó —que, algunos aseguran, él comanda—, y preguntaré qué sabe de los 21 desparecidos, cuyos familiares aseveran que él se los llevó. Indagaré si quiere comunicar algo a esas personas que lo culpabilizan del secuestro de sus parientes. Intuyo que el corazón se me encogerá cuando plantee estas interrogantes porque sé que la seguridad de su persona depende de ese tema. Pero también sospecho, que, por fin, después de ocho años de seguirle el rastro —y en una situación bastante crítica— sabré de su propia voz quién es el padre Marcelo Pérez.

“Acteal me dejó pensativo”

El padre Marcelo me recibió en su despacho parroquial, el pasado 18 de agosto, a las diez de la mañana. Su secretaria acercó agua caliente y un plato con varios sobres de té. El sacerdote se acomodó detrás del escritorio. También parecía interesado en esta conversación; quizá la consideró una nueva oportunidad, respecto a los desaparecidos, de contar su propia versión de las cosas. Cruzó los brazos sobre la chamarra negra, tenso, mirándome con los ojos entrecerrados, como intentando adivinar de qué lado iba yo: si lo consideraba culpable de lo sucedido en Pantelhó o lo creía inocente.

Por una ventana penetraron rayos de sol en los que giraban minúsculas partículas de polvo. Entre sorbos de té, tras detallarle cómo lo había conocido, iniciamos el diálogo con grabadora y cámara de video. Contó que su padre era mayordomo de la iglesia de San Andrés Larráinzar, pero aclaró que no fue él quien lo indujo a optar por el sacerdocio. Integrarse al seminario diocesano de Tuxtla Gutiérrez fue una decisión que tomó en colectivo con algunos de sus compañeros con quienes compartió la infancia en el internado indígena, a cargo del jesuita Diego Andrés Locket.

Dijo que parte de su formación estuvo impregnada por los efectos transformadores del Congreso Indígena de 1974, organizado en San Cristóbal de Las Casas por el obispo Samuel Ruiz. Fue algo que lo marcó particularmente, ya que, tras su clausura, se inauguraron movilizaciones indígenas-campesinas que dieron piel al brote de organizaciones sociales, que, en sus palabras, trazaron un parteaguas en la vida social de Chiapas. Declaró —con menos entusiasmo, pero mayor sentimiento— que su compromiso social como creyente, sin embargo, cobró un sentido más profundo cuando escuchó los testimonios de los sobrevivientes de la masacre de Acteal, acontecida en 1997. El sacerdote hablaba del ataque perpetrado sobre una comunidad que estaba en oración y ayuno, y de la que fueron masacradas 45 personas (16 niños, 20 mujeres —7 de ellas embarazadas— y 9 hombres). El padre Marcelo había sido enviado, a los veinticuatro años, a servir en la iglesia de San Pedro, Chenalhó, a la que pertenecía pastoralmente Acteal, y en esa primera experiencia acogió el duelo de las familias de las víctimas:

     —Pero lo que más sentí fue cuando María Vázquez me dijo: “Murieron nueve familiares míos”. ¿Cómo iba a decirle que Dios la ama, o que Dios existe? Ahí descubrí que la palabra de Dios no es de palabras. Lo que tenía que hacer era llorar con ella; con ellos. Una niña quedó ciega… Murieron catequistas… Muchos quedaron huérfanos.

Familia católica organizada políticamente en la iglesia católica. (Foto: Enriqueta Lerma)

La experiencia de Acteal lo dejaría pensativo, indignado, pero también decidido. Aquello no podía volver a pasar. No para él. En su cabeza resonaron las palabras del catequista Alonso, quien, cuando vio que los paramilitares estaban por matar a su mujer, después de asesinar a sus hijos, lo único que alcanzó a decir, entre murmullos, en medio de esa casa de oración ensangrentada fue: “Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y en ese punto, asegura el padre Marcelo, fue que decidió poner su vida al servicio de Dios para construir la paz en todos los casos de violencia e injusticia que se le presentaran:

     —Son muchas imágenes en mi mente y corazón. Por eso mis maestros son los sobrevivientes y los mártires de Acteal. Ellos le dieron espíritu a la palabra de Dios que aprendí en el seminario. Por eso estamos aquí. Si eso no hubiera pasado no estaríamos en esta entrevista. Porque ahora, ante cualquier sufrimiento del pueblo: desplazamiento, asesinato o violencia, no puedo ser indiferente: me inquieta, me dice que debo hacer algo.

La mirada del sacerdote se nubló cuando rememoró el episodio de la masacre. Mientras hablaba, afuera de la iglesia se congregaron feligreses que le esperaban para iniciar los trabajos del día. Por la ventana vimos algunas mujeres, vestidas con ropa de Huixtán y Chenalhó, asomar curiosas al edificio donde estábamos. La secretaria pretendió no interrumpir. Entró con pasos silenciosos. Con señas a mi espalda, comunicó al padre que se apresurara. Pero no se apresuró. Se dio tiempo para hablar con calma.

Cuando tocamos el tema de los movimientos en defensa de la Madre Tierra, trató de explicarme las causas de su origen. Los creyentes de doce municipios chiapanecos se organizaron en el Modevite (Movimiento en Defensa de la Vida y el Territorio), en contra del extractivismo, cuando se percataron que habían sido excluidos del proyecto de ordenamiento territorial y que una carretera atravesaría sus tierras comunales. El Modevite se había formado con coraje y había logrado parar el proyecto, pero permanecía organizado, atento al menor movimiento del estado para agarrar vuelo.

Así nació, dijo, también —como resultado de la falta de consulta— otro proceso de resistencia: el Zodevite (Movimiento Zoque en Defensa de la Vida y el Territorio), en el norte de Chiapas. Sus integrantes, miembros de cuarenta ejidos y comunidades, organizaron marchas, plantones, consultas, bloqueos y controversias jurídicas, como una forma de decir: “¡Aquí estamos!” El Zodevite, un movimiento ecuménico, integrado por católicos y protestantes, tenía uno sus voceros principales en el padre Marcelo. El Zodevite se pronunció en contra de la exploración de hidrocarburos (promovida por la ronda 2.2 en el contexto de la Reforma Energética de Enrique Peña Nieto). El proceso avanzó, y, ni la empresa ni el gobierno habían hecho caso a los reclamos de la gente que exigía una consulta previa, libre, informada y de buena fe. La gente quería saber de qué se trataba el proyecto antes de que se aprobara. Y ante los oídos sordos del gobierno, la oposición creció y batalló con sus manifestaciones hasta suspender la exploración.

Pregunté al sacerdote cómo evaluaba ambos movimientos, Modevite y Zodevite, si los consideraba exitosos; si pensaba que lograron sus objetivos, si estaba satisfecho.

     —No se trataba de cumplir objetivos —me dijo—. Nunca nos planteamos eso. Entendemos nuestro caminar como un proceso. La paz no es una meta, tampoco la defensa de la Madre Tierra. Es un estilo de vida. Si nos pusiéramos una meta, sería muy frustrante. Cuando es un estilo de vida, vale la pena caminar.

El camino nunca es llano, es rocoso. A veces, aunque el objetivo es solo ese: caminar, el trayecto se complica porque está dominado por las balas.

“Me dicen el padre que le cambia el rostro

Es de noche, la lluvia tenue cae sobre San Cristóbal y los turistas que pasean en los alrededores, próximos a la parroquia de la Virgen de Guadalupe, se resguardan en las decenas de cafés que ofrece el pueblo. La lluvia arrecia y la gente corre, pero el padre Marcelo no, ni quienes lo acompañan. El sacerdote desciende la empinada escalera desde el templo con el rostro en alto, el paso suave y los brazos levantados con El Santísimo sobre su cabeza. Detrás lo acompaña su feligresía en peregrinación, con carteles, veladoras, flores blancas y una fe inquebrantable, convencida de que, ahora sí, quien los encabeza vino para construir la paz en la ciudad. Hay muchos “motonetos” —bandas de jóvenes formadas en la peligrosa zona norte de la ciudad, que se agrupan para asaltar, echar carreras, tapar avenidas, servir como grupos de choque—, y en medio de la rebambaramba de balas perdidas y personas a punto del linchamiento público, los creyentes de la parroquia guadalupana saben que su sacerdote es el único personaje púbico preocupado por hacer algo ante tal situación.

Cuando el padre Marcelo llegó a San Cristóbal en 2021, las cosas eran distintas. Quienes ahora lo siguen se mostraron reacios con su traslado de Simojovel al templo de la Guadalupe. En periódicos locales y en Facebook, la opinión de ciertos coletos, más que preguntas, eran ataques directos contra su persona: “¿Viene a traer problemas el padre Marcelo?” “¿Todo se volverá un caos con este sacerdote que promueve la división y la violencia?” “¿A qué vienes, Marcelo?” Tales interrogantes remitían a imágenes fotográficas en las que el padre aparece en medio de algún conflicto armado.

     —¿A qué se debe, padre Marcelo —le pregunté—, qué usted siempre está en el ajo del problema?

Pregunté porque no se trataba solo del actual y controversial caso de Pantelhó: el sacerdote estuvo presente en otros conflictos. Por ejemplo, presenció en 2017 el desplazamiento forzado de 5 mil personas de Chalchihuitán, a causa de los disparos lanzados por paramilitares desde Chenalhó. Los desplazados habían huido a las montañas en octubre, pero las autoridades municipales y estatales lo negaban:

     —No hay desplazados, decían, y no averiguaban lo que pasaba —me respondió el sacerdote—. El desplazamiento comenzó el 18 de octubre, pero siempre el gobierno lo negaba. Permanecían escondidos, en espera de que alguien entrara a ayudarlos. Yo fui a buscarlos el 25 de octubre, y sí, los encontré, estaban metidos entre las montañas. Cuando nos presentamos, documenté lo que vi y lo publiqué. Fue así que el gobierno volteó la mirada a ellos.

Durante el conflicto en Chalchihuitán, murieron once personas entre las balas. Otros, perecieron, víctimas de las condiciones inhumanas del sitio de resguardo.

     —Yo estaba a punto de empezar la sagrada misa cuando me buscaron y me dijeron que una pareja de ancianos había muerto de hambre y frío. Entonces, me tocó oficiar la misa más triste de mi vida: fue el 12 de diciembre del 2017.

Al siguiente año, el sacerdote acudió en ayuda de otros desplazados, ahora de la comunidad de Chavajeval, municipio de El Bosque. Se trataba de 400 personas que habían huido al monte luego de que el comisario ejidal fuera asesinado dentro de su camioneta y aquello desatara tensiones que se concretaron, días más tarde, en balazos disparados al azar dentro de una asamblea comunitaria. Quienes se habían ocultado en la maleza, temían volver a un pueblo ya semi abandonado. Pero no solo ellos: también la gente del ministerio público se negaba a ingresar por un cadáver que yacía destrozado por los animales, temiendo otro posible ataque armado. Y, frente a la inmovilidad, el padre Marcelo fue quien se hizo cargo:

     —Entramos y, efectivamente, encontramos al muerto, ya sin cara y sin un brazo. Tuvimos que levantarlo. Notifiqué al gobierno, y un funcionario me preguntó: “¿Puede entrar el ministerio público?”. Pues sí, sí puede entrar, le dije. “Pero, ¿no hay peligro?”, me preguntó de nuevo. “Pues sí hay peligro, pero vamos a entrar así”. “¿Pero vamos a salir vivos?”, me insistió. “No sé, le respondí, no garantizo nada”. Entonces me dice el encargado: “Ayúdanos a levantar el muerto”. Los representantes del gobierno no fueron, así que mandé traer un ataúd, entramos con miedo, pero entramos. Ahí metimos el cuerpo. Lo llevamos al pueblo para que le hicieran el funeral. Esa acción fue clave porque destrabó mucho el problema para que la gente volviera a su comunidad.

El sacerdote ha participado en muchos procesos de diversa índole, porque, por desgracia, lo que sobra en Chiapas son agravios que detonen un conflicto, y también sobra un gobierno que no quiere o no puede resolverlos. En ese entramado de denuncias y omisiones, la llegada del padre Marcelo marca la diferencia. Por ejemplo, en Bochil tuvo que mediar y levantar el cuerpo de un muchacho asesinado por la Guardia Nacional en 2019. El problema había iniciado con el pleito por un perro y el saldo había sido el joven muerto y 300 casquillos de bala regados por el suelo. En otra ocasión, en el mismo Bochil, un grupo de campesinos había sido encarcelado por bloquear la carretera cuando se manifestaba en demanda del pago en efectivo de un programa del gobierno federal. En esa ocasión, los familiares de los detenidos buscaron al sacerdote para negociar su liberación, que fue posible cuando se acordó que los apoyos ya no se distribuirían en efectivo, sino que se invertirían en obras públicas.


Los casos más complicados, afirma, “son cuando se tiene que mediar para liberar a funcionarios o miembros de cuerpos de seguridad retenidos en las comunidades”. Son casos complicados porque prácticamente se trata de trabajadores del estado secuestrados por la gente.

     —En Simojovel, por ejemplo, habían retenido a dos policías que formaban parte de un comando enviado por el ayuntamiento. Los detuvieron porque el ayuntamiento reprimió a personas que estaba exigiendo maestros. Entonces el presidente (municipal) mandó su policía a disparar y a golpear. Claro que la comunidad se enojó. Se llevaron a los policías. Fuimos con la comunidad a proponer que resolviéramos la situación por medio del dialogo. Aceptaron las dos partes, la comunidad y el ayuntamiento, y, ¡bendito sea Dios!, se pudo rescatar a las dos personas. En 2020 también negocié la liberación del tesorero municipal de El Bosque, quien había sido retenido por los habitantes.

Pueblo creyente frente a Altar Maya. (Foto: Enriqueta Lerma)

Marcelo Pérez aseguró en la entrevista que el proceso de mediación ocupa tiempo. Se trata de negociaciones tensas, con gente temerosa y desesperada, que cuando recurre a la retención de funcionarios es porque ya optó por su última carta. Los resolutivos casi siempre se toman muy avanzada la noche o por la madrugada, después de horas de diálogo.

     —Pero lo hacemos con mucho gusto, porque es para salvar vidas —puntualizó el padre.

Al parecer, según sus palabras, se le convoca cuando las comunidades ya agotaron otras alternativas para negociar sus intereses, y desean encontrar una salida antes de un estallido mayor:

—Sí, yo creo que me llaman porque estoy dispuesto a acompañar al pueblo      en su sufrimiento, en las buenas, en las malas, en sus alegrías, en sus fiestas. Entonces, llegan a buscarme… No soy metiche, no es que esté de ofrecido: “¡Hey, aquí estoy!”. ¡No! Veo que, de pronto, llegan a buscarme los de Bochil, van llegando los de Chenalhó, y ya estando en la negociación, llegan otros con otros problemas; van llegando los de Chalchihuitán, van llegando los de Jitotol… Hace poco, en una comunidad que se llama Carmen Zacatal, detuvieron a siete funcionarios por problemas con los recursos de Copladem (Comités de Planeación para el Desarrollo Municipal), un programa que provoca constantes jaloneos porque maneja dinero en efectivo y los beneficiarios siempre denuncian pagos retenidos. Ya llevaban 10 días con ellos encerrados y un día me hablan de la comunidad: “Padre, ayúdanos a resolver este problema porque tenemos siete funcionarios detenidos. Ayúdanos a mediar”. Bueno, allá vamos. Ya los convencimos de que hay que dialogar; convencí al presidente, convencí a la comunidad. Se llevó a cabo el diálogo en Bochil. En esa ocasión terminamos la mesa a las dos de la mañana. Ya entonces se firmó la minuta. —Se detiene un momento, pensativo, como si reflexionara el motivo de su intervención—: Creo que me llaman donde la autoridad civil no puede entrar. Ahí donde el gobierno no puede entrar, la Iglesia entra.

Hubo un momento en que la presencia del sacerdote causó incomodidad extrema. No fue, sin embargo, por causa de su intermediación en los conflictos. El crimen organizado lo señaló como su principal enemigo cuando decidió organizar a las comunidades de Simojovel para frenar el incremento de cantinas y la prostitución. En respuesta, los beneficiarios directos de estas actividades ofrecieron, a principios de 2013, 150 mil pesos por su muerte, después 300 mil y, ya a finales de 2014, 400 mil pesos.

El ofrecimiento de recompensa por su cabeza, no obstante, parece situarlo en el camino de la fe de una forma particularmente mística:

     —He visto la protección de Dios. Una vez allí en Simojovel, cuando veníamos de una comunidad, nos fueron a tapar el camino unas personas, nos bajaron del transporte y nos preguntaron: “¿Dónde está el padre Marcelo?” Y una religiosa dijo: “No lo sé”. Yo estaba a dos metros, saludándolos para que me vieran, pero no me reconocieron.

     —Fue como si usted se hubiese vuelto invisible —le comenté.

     —Sí. Aunque me contestaron el saludo, no me reconocieron. De ahí entonces, surgió una leyenda en Simojovel. Algunos dicen que Dios me cambia el rostro para esconderme. Así me conocen, “como el padre al que Dios le transforma el rostro”.

Cuando los coletos supieron que ese padre sería enviado como párroco de la iglesia de Guadalupe, en San Cristóbal, lo vieron con recelo. ¿Qué les esperaba con ese sacerdote por quien el crimen organizado ofrecía recompensa? Al principio temieron, pero después se dieron cuenta que, si en esa ciudad alguien iba a tomar en serio sus problemas, no iba a ser el presidente municipal, ni la policía: iba a ser el padre Marcelo. Por eso hoy están aquí, debajo de la lluvia, cubiertos por paraguas, peregrinando, exigiendo la pacificación de San Cristóbal; visibilizándose, para que los “motonetos” los observen y se den cuenta que no hay cabida para más violencia. Por fin, llegó un padre comprometido, que ve por ellos.

     —Vamos a orar por los motonetos —dijo en una misa—. Vamos a orar para que el Señor toque su corazón y tomen un mejor camino. Pero también les digo que, si algún día padecen extorsión por parte de uno de ellos, vengan conmigo. Aquí buscaré la manera de ayudarlos, de mediar, de resolver el problema. Cuenten conmigo, yo estoy aquí para ustedes.

El sacerdote avanza con El Santísimo en las manos, empapado por la lluvia. Asegura que no teme, pero claro que teme; entre la feligresía chiapaneca hay algunos que están inconformes, quieren que hable y diga dónde están los hombres sustraídos de sus casas en Pantelhó. Se trata de desaparecidos que son —igual que los 43 de Ayotzinapa— un misterio; desaparecidos que nadie anticipó, consecuencia de oleadas recurrentes de violencia; de denuncias que la autoridad nunca atendió, de crímenes que nunca se resolvieron, y que, ahora, dejan hogares rotos, personas afligidas, mucho dolor y la tarea a los familiares de buscarlo bajo cada piedra.

AQ

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