Visité la exposición de Roberto Rébora, Flujo mundo, el día de su inauguración en el Claustro de Sor Juana. Aunque la cita era a las siete de la noche, yo llegué a las seis. Eso me permitió recorrer las salas y ver los cuadros sin el estorbo de la concurrencia; también pude saludar a Roberto y conversar con él sobre algunos de ellos. De su primera época (Flujo mundo es una exposición retrospectiva que se concentra en dos series, Media Star y Flujo mundo, que constituyen un antes y un después en la pintura de Roberto), dos obras llamaron mi atención: Ula-ula, la representación gráfica de una mujer que baila en la esquina de una tela prácticamente cruda; y el retrato neoexpresionista de una mujer que desciende las escaleras de un subterráneo en Viena (de esta última no recuerdo el título).
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Ya con él, Roberto me hizo detenerme frente a un cuadro pintado con una paleta de rojos intensos, tras de los cuales, como una sombra, se adivinaba la figura de un hombre desnudo sosteniéndose el miembro viril. Si no recuerdo mal (estoy citando de memoria), la tela se llama Castración. Roberto me explicó con movimientos corporales el ritmo del cuadro y las secuencias intelectuales que lo animaron en el momento de estarlo pintando. Antes de redondear su discurso frente a esta tela me dijo que tenía la sensación de que había algo de simbólico enterrado en la prehistoria de esta imagen que aún no lograba descifrar. Entre las cuatro paredes de mi cerebro empezó a rebotar como una pelota el nombre de Arreola: vagamente recordaba un texto suyo donde se menciona a un Padre del Desierto emasculado en su juventud. Porque de eso se trataba, de una autocastración. Se lo dije a Roberto sin atinar a recordar la fuente. Y unos minutos más tarde, antes de la inauguración oficial de la muestra, me retiré del Claustro para emprender el largo camino de regreso a casa.
A la mañana siguiente (había llegado a la medianoche), la inquietud del apunte se disipó en los estantes de mi biblioteca. Allí estaba, sin abrir, aún envuelto en el celofán de su retractilado original, el único ejemplar que me queda del Gunther Stapenhorst de Juan José Arreola, un pequeño volumen que yo mismo edité a mi paso por Aldus en 2002. Allí estaba, emparedada entre las cartulinas verdes del libro, una conversación que habían sostenido en 1974 Eduardo Lizalde y el propio Arreola sobre el tópico del escritor que desaparece tras la máscara del personaje público. En las páginas finales, contenida en apenas un par de renglones, estaba la frase que recordaba y el nombre del padre del desierto, autoemasculado en busca de erradicar de su vida la constancia de la carne: “No queda más recurso que volver a Orígenes y cortar por lo sano sobre un texto de Mateo...”.
Había leído ese mismo texto hace 20 años, y desde entonces había relumbrado como una perla ante mis ojos el nombre de Orígenes; el solo nombre constituye un enigma y una invitación a un viaje sin retorno: en el principio estaba el hombre casi desnudo en el desierto, en busca de un conocimiento imposible o cancelado. Ya desde entonces se sabía que los libros asequibles de la biblioteca eran finitos y la carne irreparable. “Eso era lo que me intrigaba sobre el asunto de los cátaros: que siendo tan sensuales y eróticos estaban contra la procreación, aunque permitían todo lo que fuera juegos amorosos... Esto me recordó lo que decían los padres del desierto, que resumían su filosofía en esto: el mundo no tiene remedio, lo que resta es interpretar ciertos textos y consumar el mundo y los tiempos mediante la no procreación, mediante el ejercicio de un amor dichoso, pero estéril.” Así resumía Arreola el significado de su pincelada genial: el tocón de madera donde Orígenes se automutila es el evangelio de Mateo, que le atribuye a la mujer y la cópula —es decir, a la vida marital— el origen de todos los males.
Mientras escribo estas líneas, frente a mí aparece con claridad el desierto y el individuo abandonado a su propia angustia. Recuerdo entonces un texto “moderno”, donde la misma imagen repercute sobre una dimensión apenas alterada por la conciencia. Es un relato de Tolstoi, El padre Sergio, una de sus historias más extrañas, escrita después de la publicación de Ana Karenina y probablemente inédita hasta después de su muerte. En ella, un hombre, en su juventud acaudalado, noble y hermoso, como el propio Tolstoi, sufre una decepción que lo lleva, en primera instancia, a abandonar sus bienes materiales en pos de los espirituales. Deja la vida pública para convertirse en un monje que poco a poco, y paradójicamente, va adquiriendo fama por su ascetismo. La gente lo busca por los milagros que rodean su existencia en el monasterio. Las multitudes comienzan a congregarse en torno suyo, hasta que el padre decide recluirse en una ermita. Una noche recibe la visita inesperada de una mujer, aristocrática y hermosa, que despierta en él la sombra de la concupiscencia. Alterado y violento, para ahuyentar de sí el deseo que empieza a consumirlo, el padre Sergio sale de la cabaña donde dialoga con esta mujer, y sobre un tocón de madera se cercena un dedo. A su regreso, la mujer lo mira bañado en sangre y, comprendiendo de inmediato lo que ha sucedido, huye de la cabaña despavorida y arrepentida.
El drama del padre Sergio se dirime entre los polos de la carne y la virtud, la cual se encuentra en el aislamiento y en el angostamiento paulatino del yo. Las soluciones espirituales que Tolstoi estaba encontrando a la problemática de su existencia al final de su vida lo acercaron más al Oriente que al catolicismo agónico de Resurrección; y este viraje intuitivo, para nada programado, se encuentra en ese ciclo que es posible discenir en relatos como La sonata a Kreutzer, La muerte de Ivan Ilich y El padre Sergio. Todos estos libros corresponden al último tramo de su vida, y en ellos instituciones como el matrimonio y la familia son severamente cuestionadas frente a la proximidad y la contundencia de la muerte. La muerte, en Tolstoi y en la mente de los monjes budistas del Tibet, es el espejo negro donde se “refleja” y reabsorben los motivos constitutivos de la vida, creando una simple y compleja paradoja.
En los casos anteriores está presente el convencimiento de que sólo a través de la clausura es posible encontrar la sabiduría y el bienestar en este mundo. El cuadro de Rébora, que pudo titularse “En el umbral de Orígenes” por la condición fantasmática del personaje que lo habita, sigue asechando mis sueños más profundos.
ÁSS