Palabras íntimas de Miguel Hernández

Ensayo

Antes de su presentación, el próximo 5 de abril en la Biblioteca Nacional de España, Laberinto accedió al epistolario definitivo del poeta y dramaturgo fallecido en 1942.

El autor del poemario El rayo que no cesa frente a un auditorio en Madrid, década de 1930.
Hernández fue el tercer hijo de una familia de Orihuela (provincia de Alicante, Valencia) dedicada a la cría de cabras
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

El palomar de las cartas

abre su imposible vuelo

desde las trémulas mesas

donde se apoya el recuerdo,

la gravedad de la ausencia,

el corazón, el silencio.

Miguel Hernández

En la prisión de Torrijos (Madrid), una parada más en su periplo carcelario, Miguel Hernández (1910-1942) ha recibido una carta de su esposa, Josefina Manresa. El verano de 1939 está a punto de concluir, Francisco Franco lleva poco más de cuatro meses ostentando el poder absoluto después de haber ganado la guerra y en la celda del poeta abundan la sarna, los piojos y las chinches. La situación de su mujer y de su hijo de siete meses de edad tampoco es halagüeña. “Solo tenemos pan y cebolla para comer”, le cuenta ella. Y el autor de El rayo que no cesa lee y relee esa frase con impotencia. Al cabo de un rato, coge una cuartilla de papel y un lápiz de color azul y comienza a armar unos versos pensando en su hijo Manolillo. Son rimas concisas, rápidas, directas, espontáneas. Más tarde, en otra hoja, escribe: “el olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros y desesperarme”. Esas coplillas resultaron ser las “Nanas de la cebolla”, en las que Hernández lamenta que su encierro no le permita ayudarles pero, a pesar de todo, también anima a su hijo a reír y a salir adelante.

La carta, fechada el 12 de septiembre de 1939, es una de las 488 que conforman el Epistolario general de Miguel Hernández (Edaf), recopilado por Jesucristo Riquelme y Carlos R. Talamás, al que Laberinto ha tenido acceso antes de su presentación al público el 5 de abril en la Biblioteca Nacional de España, con las actuaciones de Carmen Linares y Manuel Gerena, que han cantado en numerosas ocasiones al poeta. “Todas las cartas reunidas en este libro son cartas privadas, dirigidas a un solo receptor o, excepcionalmente, a varios receptores, casi siempre familiares. Han sido escritas entre 1930 y 1942, por un lado, a un círculo de amigos afectados por el virus literario de la creación y, por otro, a un círculo de personas cuyo vínculo es familiar, especialmente a Josefina Manresa”, señalan los dos editores, especialistas en la vida y obra del autor de Cancionero y romancero de ausencias, quienes han ejercido “el deber de la indiscreción” con el objetivo de “comprender los avatares que fueron forjando una obra literaria llena de plenitud y compromiso”. A través de las cartas, añaden, se recorre “parte del itinerario vital del también dramaturgo: su natal Orihuela, el establecimiento en Madrid, sus emplazamientos en guerra y su turismo carcelario”.

De las 488 cartas que contiene el Epistolario general, muchas (334) están dirigidas a su novia y luego esposa Josefina Manresa. Las 154 restantes fueron escritas para figuras de la literatura como Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Pablo Neruda, José Bergamín o Vicente Aleixandre. 

“Todas se mueven entre lo particular de la familia y el pueblo por un lado; los afanes y las ambiciones literarias, por otro; y un último afán de sobrevivencia en los momentos más aciagos y desvalidos del poeta, de su mujer y de sus hijos”.

El académico y filólogo Dámaso Alonso consideraba que Miguel Hernández era el “genial epígono” de la Generación del 27. Es decir: aunque cronológicamente forma parte de la Generación del 36 (los escritores que vivieron la Guerra Civil, la división entre vencedores y vencidos, la censura, las penurias y la miseria), estuvo más próximo a la generación anterior, que vivió la “edad de plata” de la literatura en la República y bebía de las fuentes populares y del folclore (paisajes, música, toros) y era fundamentalmente optimista.

Hernández fue el tercer hijo de una familia de Orihuela (provincia de Alicante, Valencia) dedicada a la cría de cabras. Durante su infancia y adolescencia fue pastor de un rebaño y eso le permitió convertirse en un gran lector y comenzar a escribir poemas. Obtuvo su primer y único premio literario a los 20 años gracias a un poema de 138 versos llamado “Canto a Valencia”. El galardón lo impulsó a mandar sus creaciones a periódicos y revistas y a mudarse a Madrid, donde en 1933 publicó su primer libro, Perito en lunas. A partir de entonces su convivencia empezó a ser frecuente con personajes como José María de Cossío, Maruja Mallo, Pablo Neruda y Vicente Aleixandre.

Al estallar la guerra, asesinaron al padre de su novia por ser guardia civil y Hernández decidió sumarse al bando republicano y, de paso, afiliarse al Partido Comunista de España. Al concluir la lucha armada, y pertenecer a “los perdedores”, tuvo la intención de exiliarse en Portugal, pero la policía frustró su intento y lo entregó a las autoridades españolas. La presión de sus amigos intelectuales le evitó la pena de muerte pero no sus numerosos traslados de una cárcel a otra, aunque eso no impidió que siguiera escribiendo (poemas, obras de teatro y cartas). En 1941, poco después de llegar a la cárcel de Alicante, cayó enfermó. Primero fue la bronquitis, luego el tifus y, finalmente, la tuberculosis. Murió el 28 de marzo de 1942. No alcanzó a cumplir los 32 años de edad.

El poeta de Orihuela

Muchas veces, las cartas fueron su única manera de aferrarse a la vida. En ellas derramó vivencias, memorias, confesiones íntimas. Luego de editar, corregir, ampliar y anotar el extenso corpus epistolar del escritor, Riquelme y Talamás concluyen que “las cartas de Miguel Hernández son auténticas sartas de lamentos. […] Es este un epistolario con dientes y con garras, con corazón, con bilis y con sangre de amor. […] El autor escribe con la espontaneidad y la sombra del amigo, del asalariado, del enamorado o del encarcelado que quiere comunicar aspectos muy concretos que son los que mantienen viva la relación personal, profesional o literaria. […] Las cartas proporcionaron a Hernández el alimento de una vida escamada de ausencias; ausencias afectivas, ausencias físicas de la amada y ausencias de dinero con el que mantenerse perentoriamente”.

En uno de los escritos dirigidos a José Bergamín, Miguel Hernández se declara “mendigo de favores”. “Hernández pasó toda su vida pidiendo, sobre todo, dinero, pero también favores literarios que estuvieran a la altura de su dignidad y de su calidad como escritor. Dada su vocación y su ilusión, especialmente reclama favores para representar sus obras de teatro. En los libros de poesía tuvo más suerte: pidió prólogos y los obtuvo”, subrayan los editores. Las primeras cartas, sin embargo, dan cuenta de las lecturas que lo formaron: Espronceda, Bécquer, Rosalía de Castro, Campoamor, Zorrilla, Rubén Darío. En los años de convivencia entre el poeta y su mujer (desde que se conocen hasta que él muere, es decir, menos de una década), “encontramos cartas largas y notas breves en cualquier clase de soporte (folios, cuartillas, octavillas, tarjetas de todo tipo, hasta un trozo del prospecto de un medicamento y papel higiénico) en las que se aprecia el sensualismo y las ganas de vivir amorosa y eróticamente. […] El enamoramiento infantiliza a los enamorados: esta es la causa de tantos y tan repetidos piropos a su ‘novia querida, morenísima, salá, chalá, perdía por mí, guapa, impaciente’ ”.

Los amigos más íntimos e influyentes de Miguel Hernández en Madrid fueron Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. De hecho, a Aleixandre le dedicó Vientos del pueblo y a Neruda El hombre acecha, los dos poemarios que publicó en tiempos de guerra. Pero a Hernández le hubiera gustado contar con la amistad y la generosidad de Federico García Lorca. Tal vez por las circunstancias adversas que atravesó, o “por no verse opacado”, el granadino no mantuvo una estrecha relación con él. “Lorca solo respondió a la primera carta que Hernández le lanzó. A los otros tres envites, hizo oídos sordos (u ojos ciegos): cuatro cartas de ida y una sola de vuelta”, especifica el profesor Riquelme, para quien “en las misivas de Hernández se respira reflexión sobre la vida humana o situaciones existenciales, especialmente confidencias y consejos conyugales y paternos, y algunas referencias o ideas sobre el arte literario. Así y todo, la epístola no es aquí ensayo, ni literatura, pero sí respira hondo calado humano”.

​LVC​


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