Hace más de una década, cuando devoraba bibliografía para un libro de prosas y poemas sobre la peste que yo estaba escribiendo, y cuyas ingenuas elucubraciones pronto se vieron superadas por la realidad del brote de influenza AH1N1 en México (y ahora por esta pesadilla global), encontré el libro del historiador Sheldon Watts, Epidemias y poder. Historia, enfermedad, imperialismo (Andrés Bello, 2000). El libro hace una historia social de las principales enfermedades epidémicas que asolaron a los cinco continentes, desde el siglo XIV hasta el XX.
Como muchos filósofos y científicos sociales contemporáneos, el autor tiene la chocante propensión a atribuir culpas a entelequias (el imperialismo, la burguesía, la medicina occidental) y a fabricar teorías conspirativas; sin embargo, más allá de este sesgo, realiza una investigación que, por su detalle y variedad de fuentes, resulta expresiva y puede leerse con la emoción, fruición y dramatismo de una gran pieza narrativa.
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En estos tiempos de asedio del contagio, vuelvo a hojear este libro y las descripciones de los estragos de las epidemias, sean de peste bubónica, lepra, viruela, cólera o fiebre amarilla, resultan estrujantemente familiares. Igualmente, resultan familiares las luchas de poder, las tensiones entre la clerecía burocrática, médica y religiosa, el inevitable choque entre las prescripciones higiénicas y las creencias populares (las frecuentes escenas en las que los habitantes sublevados hurtaban los cadáveres de las fosas comunes y los llevaban a enterrar a sus Iglesias), y las reacciones extremas de sociedades aterradas, en busca de exorcistas y chivos expiatorios.
Watts traza dos dimensiones fundamentales de las epidemias: el enorme sufrimiento humano y la influencia de la desigualdad o la veleidad política en la magnitud de sus repercusiones. En efecto, por un lado, el libro es un catálogo de enfermedades devastadoras que, sin embargo, tienen distintos significados, pues no es lo mismo el contagio azaroso y la muerte fulminante por peste bubónica, cólera o fiebre amarilla, que las muertes lentas y estigmatizantes de los leprosos o los sifilíticos. Igualmente, si bien es cierto que las epidemias son en cierto modo “democráticas”, los pobres invariablemente tienden a ser más vulnerables y a sufrir las peores secuelas. Las epidemias, por lo demás, han sido protagonistas invisibles de la geopolítica, y muchos ambiciosos gobernantes o naciones en ascenso vieron frustrados sus afanes y terminaron en el sótano de la historia.
El recuento de calamidades de Watts ilustra, sobre todo, que las epidemias implican estados de excepción que anulan los eventuales contrapesos sociales y magnifican el poder de las élites. Así, la templanza o la megalomanía, la virtud o la estulticia, de quienes conducen la crisis, resultan determinantes y, con las oscilaciones y transfiguraciones emocionales de unos cuantos, la suerte juega sus dados con los humanos.
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