Antes de enterarse de las leyendas que envuelven a Tepoztlán, el viajero primerizo quedará sorprendido por la visión de los cerros que rodean al pueblo y que parecen tallados a mano directamente sobre la roca. Es un domingo y las nubes bajas se acumulan sobre las cimas hasta que un viento suave las dispersa. Entonces cae a plomo una luz que perfila los relieves de las rocas y sugiere algo que se ha visto antes, no de manera tan elocuente como ahora, en algún documental sobre antiquísimas ciudades escarbadas en agrestes laderas de montaña o en la admiración del viajero por las fotografías de algunos templos en la India, donde las figuras de innumerables deidades cubren los muros y las almenas en una suerte de danza tan sensual que invita a pensar en una especie de erotismo cósmico, en que la Creación no sólo está incompleta, sino que se alimenta de sí misma, en un ciclo permanente de creación y destrucción como, por otra parte, lo advirtieron desde hace milenios hombres y mujeres poseedores de una sabiduría incomparable.
- Te recomendamos Claudina Domingo y la voracidad por vivir Laberinto
Y aunque el propósito de la visita es más bien festivo, el viajero puede demorarse en estas y otras contemplaciones que van surgiendo al paso del automóvil por las calles empedradas y todavía húmedas por la reciente llovizna. Entre lampos de luz y de sombra se alcanza a ver la fugaz aparición del panteón de Tepoztlán que gracias a la muy corta alzada de sus muros —inusual para el viajero— permite apreciar las modestas sepulturas y mausoleos que lo pueblan, envueltos en una delgada neblina, y le permiten formular en voz muy baja esa palabra —“lampos”— que alude a una claridad más bien súbita, a un resplandor inesperado, como su uso, tan escasamente frecuente en el vocabulario de quien ahora la dice, en un apenas murmullo, inaudible para quienes lo acompañan dentro del automóvil.
Y es que el viajero, que tiene cierta afición por visitar panteones, no puede evitar sentirse especialmente atraído por éste, provisto de muros mínimos en comparación con tantos otros que los circundan a manera de impenetrables y altísimas murallas, como estableciendo una tajante separación entre la comarca de los vivos y ese otro reino de viajeros inmóviles que aguardan la trompeta de la Resurrección mientras conversan entre ellos, como sucede en las páginas de Pedro Páramo, o nos ponen al tanto de sus desdichas en los versos de la Antología de Spoon River.
Muros que ahora, en el aquí de la escritura, le dan al viajero ya de regreso en el terruño la oportunidad de citar un fragmento de El viento en el andén, el último libro que alcanzó a ver publicado el querido David Huerta: “Pétalos multitudinarios, multitudinarios como los muertos que reposan allá adentro, del otro lado de estos muros negros, o que quizá no son negros pero parecen negros, con esa negrura fenomenológica de las presencias contundentes, lacerantes como aforismos de Kafka —según el modo de leer de mi amigo Víctor—, muros de borradura, muros de tajos y clausuras definitivas. Pétalos multitudinarios y muertos detenidos por el vértigo de toda cosa y de todos los dolores acumulados al lado de los enterramientos”.
Y sin saber cómo, o por qué, le vienen al pensamiento otros paseos muy tempranos por un deslavado Panteón de Belén en la Guadalajara de otro siglo, o aquél cementerio judío de Praga donde se acostumbra dejar piedritas sobre las lápidas; piedritas que, convertidas en caramelos variopintos, las manos ateridas del viajero depositaron con fervor luego de una atroz nevada sobre la tumba blanca de Emily Dickinson. Divagaciones, conjuros: la pequeña isla de Delos, cuna de Apolo, donde está prohibido morir; o la veneciana Isola San Michele con sus puntiagudos cipreses que vigilan el sueño heroico de Ezra Pound y las misivas que otros viajeros no menos delirantes entregan al buzón junto al sepulcro de Joseph Brodsky…
Pero este viaje es parte de nuestro volátil sueño de estar vivos, en el que nos deslizamos casi siempre ajenos al porvenir, inmersos como estamos en el flujo de este presente perpetuo, atenuado solamente por el fluir del pensamiento que “sopla donde quiere” como ese viento insólito que asaltó a David en la Estación Panteones del metro y le hizo escuchar esas otras voces como si fueran el presagio de lo que irreparablemente vendría. Y este por momentos tenue viajero que soy se deja indolente conducir por la mano diestra de don Martín al volante del automóvil que traquetea sobre el empedrado, tal vez sólo porque es domingo y vamos con Lizzie, Helena y Vicente a encontrarnos con amigos queridos, en un lugar por descubrir, a La sombra del sabino y de los cerros prodigiosos de Tepoztlán donde nos aguardan el jardín y los libros.
AQ