Papeles… ¿tan solo papeles?

Viajar sola

En el Harry Ransom Center, en Austin, se encuentra el archivo de Gabriel García Márquez, parte del cual ahora se expone en México. ¿Qué sorpresas o decepciones se encuentran al revisarlo?, se pregunta la autora de este texto.

Pieza de la exposición 'Gabriel García Márquez: La creación de un escritor global'. (Museo de Arte Moderno de México)
Liliana Chávez
Ciudad de México /

“Cada una de mis bibliotecas es una especie de autobiografía de muchas capas”.

Alberto Manguel, Mientras embalo mi biblioteca.

“Para un coleccionista… la posesión es la relación más íntima que se puede tener con los objetos”.

Walter Benjamin, Desembalo mi biblioteca.


Abro la caja 69 de los Gabriel García Márquez Papers en la sala de lectura del Harry Ransom Center, en Austin, y me entero de lo que el escritor colombiano cenó la noche de 1982 en que le dieron el Premio Nobel de Literatura y hasta qué pidió a room service cuando regresó a su hotel (una botella de champagne Moët, por si tenían curiosidad). En otras cajas de su archivo también puedo leer cartas de los remitentes más diversos: de Bill Clinton a Fidel Castro, Kofi Annan, Emilio Azcárraga y Salman Rushdie, pero también de una adolescente gringa que lo acaba de leer en su clase de español y un agricultor sinaloense que le hace una lista de libros que quisiera que le regale porque no tiene dinero para comprarlos, hasta invitaciones de las más variadas organizaciones culturales y humanitarias para viajar todo pagado a los rincones más remotos del mundo.

Hace un calor infernal afuera de la biblioteca y pedir cajas aquí es tan fácil —basta registrarse en su sistema y hacer clic en el detallado catálogo dividido en carpetas y folders— que mi curiosidad por los papeles más disímiles vueltos fetiche literario se vuelve insaciable: pido más y más cajas que se van amontonando en anaqueles donde a otros investigadores esperan otras cajas conteniendo más papeles: de T. S. Eliot, Virginia Woolf, James Joyce

Cuando los archivos de G.M.G (así se refirieren al Gabo los archivistas del centro) se vendieron a la Universidad de Texas, los mexicanos y colombianos estallaron en furia: ¿no deberían los archivos de “su” escritor estar en su país? Al visitar su archivo en Austin como otros visitan el busto de bronce en Cartagena de Indias donde reposan sus cenizas o su mítico bar en Barranquilla o su natal Aracataca, me pareció que quizá, simplemente, García Márquez quería dejar sus papeles descansar para siempre entre los papeles de sus autores queridos. Después de todo, su cuerpo quedó también donde otros cuerpos queridos.

Luego de pasar una semana revisando en la Universidad de Texas los archivos de la escritora Gloria Anzaldúa por motivos de trabajo, había decidido darme un día de ocio nerd para hurgar en los de García Márquez buscando encontrar algo impactante, revelador de algún lado oscuro de su vida u obra, o al menos un buen chisme para contar en alguna cena académica. Sin embargo, tal fue mi mala suerte que al llegar con el bibliotecario me dijo que yo tenía tan buena intuición de su archivo que la mayor parte de lo que había pedido ya estaba viajando a México porque había sido seleccionado para exhibirse bajo el título Gabriel García Márquez: La creación de un escritor global (la exposición inició el pasado 18 de junio en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México).

Ante la imposibilidad de esperar a que esas cajas viajeras regresaran a Austin antes de mi propio regreso a Berlín, me resigné a curiosear en las carpetas que los curadores no consideraron importantes para llevarse a la exposición: cartas apenas inteligibles, recados, fotografías con personajes no identificados o bastante conocidos, copias de copias de borradores, facturas de comidas y hoteles, libretas de reportero vacías, boletos de avión, recortes de prensa con sus entrevistas y hasta el contrato de arrendamiento de su casa en San Ángel en la Ciudad de México (que por cierto no estaba a su nombre sino al de su esposa).

Archivos de la colección Gabriel García Márquez Papers en el Harry Ransom Center. (Foto: Liliana Chávez)

Al desplegar sobre mi mesa estas piezas de papel que los clasificadores anglosajones han llamado “ephemera” y que si no fueran de García Márquez serían papeles y chucherías que cualquier desperate housewife se complacería en tirar en una limpia de fin de año, pensé en las porosas fronteras entre el coleccionismo, la acumulación y lo que genuinamente creemos que es importante conservar de nuestro presente para el futuro que nos sobreviva (y si nuestros herederos pueden hacer dinero con ello, mejor).

¿Cambia en algo la historia de la literatura latinoamericana o la interpretación de la obra garcíamarquiana enterarse de cuánto cobraba el autor por derechos de filmación o traducción, qué le contaba a sus amigos íntimos sobre su vida pública o qué aerolíneas prefería? ¿Modifica nuestra idea de su personalidad conocer sus pretextos para disculparse por no acudir a algún evento? ¿O confirmar el mito de que la ortografía no se le daba muy bien al observar constantes correcciones de puntuación y acentos? Mis manos y mi mirada se posaron sobre documentos del puño y letra del autor más popular de la literatura en español contemporánea y, sin embargo, nada de lo que había en esas cajas me provocó mayor placer que mi primera lectura de Cien años de soledad en esa vieja edición de Diana que compré en la mesa de saldos de un supermercado y devoré en mi cuarto de adolescente.

Confieso que no logré “descubrir” ninguna novedad digna de contarse ni aquí ni en ninguna parte (quizá quien vaya a la exposición de sus archivos en México lo descubra y pueda contarme el chisme). A diferencia del archivo de Anzaldúa, teórica y escritora feminista chicana que sí nació en Texas, el de García Márquez no conservaba suficientes trazos de la vida cotidiana ni testimonios afectivos que permitieran hacerme una idea más compleja de la persona que los generó (o inspiró) aunque sí de lo que implica ser un autor reconocido en nuestra era: el verdadero secreto que nos debió legar es cómo encontrar tiempo y energía para seguir escribiendo con tanta vida social protocolaria alrededor del mundo. Por el contrario, al abrir las cajas de los Gloria Evangelina Anzaldúa Papers (que por cierto están en una biblioteca menos lujosa que la que alberga a los de Gabo), no encontré, como en el caso del archivo G.G.M., cuidados borradores ni seleccionados contratos, mucho menos ordenadas secciones de carpetas tituladas “cartas de personas muy importantes” o finos álbumes fotográficos bajo la leyenda “Velada musical Los Pinos”.

Mientras que “los papeles” de Gabo, compuestos de documentos oficiales, contratos, informes de su agente literaria, recortes de prensa y cartas de fans, son evidencia de lo que significó ser un autor en el siglo XX, los de Anzaldúa nos muestran qué ha significado ser autora, cualquier autora, al menos hasta el siglo XX: la sororidad del intercambio de bellas postales entre amigas, los diarios donde se registran emociones tan profundas que un@ se siente intrus@ leyéndolos, las cartas en que se ruega un trato justo y el pago de regalías, las ineludibles invitaciones a trabajo mal pagado, planes nunca realizados, las listas de gastos de salud y la administración de la casa…

Salas de exhibición de la exposición 'Gabriel García Márquez: La creación de un escritor global'. (Museo de Arte Moderno de México)

Quizá nos haga falta el archivo de la Gaba Mercedes Barcha para tener la dimensión doméstica e íntima de su esposo completa. Y no es que en el archivo de García Márquez no se encuentren rastros de su vida; como en todo archivo de autor, todo lo que esas polémicas y viajeras cajas albergan es o fue suyo, sin duda, pero cada archivo privado vuelto público es testimonio del tiempo y la voluntad: archivamos para el futuro solo aquello que queremos que otros conozcan de nuestro pasado.

Al regresar de Austin a Berlín, me esperaba enfrentarme a un archivo más: el mío. Y es que quien esto escribe ahora debe empezar a preparar sus propios papeles para emprender una nueva mudanza, que implica empacar por milésima vez el archivo propio. Entre el espíritu coleccionista y el acumulador, tengo mis propios rituales: aprovecho cada cambio de domicilio para hacer limpia de mis papeles. ¿Qué decidiré llevar conmigo cuando me mude, otra vez, de casa y de país? ¿Qué regalaré? ¿Qué tiraré a la basura? Y nueva opción que muestra mi adaptación a la cultura berlinesa del reciclaje: ¿qué depositaré en una caja de archivo frente a la puerta de mi casa para que otros tomen de mí anónimamente? ¿Cuánto pagaré de sobrepeso por no poder abandonar ropa que no me pongo pero que tiene valor sentimental, souvenirs inútiles (y a veces incluso feos), souvenirs, inesperados regalos, libretas en blanco o sin una página más disponible, boletos ya sin vigencia pero que me recuerdan mis andanzas de un año pandémico en este lado del mundo, papeles sin importancia para nadie más que para mí? He pasado parte de este verano abriendo y cerrando cajas. Y todavía no aprendo a reconocer qué vale la pena conservar y qué es mejor, simplemente, olvidar.

AQ

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