En 1982, José Agustín publicó Ciudades desiertas, una novela de desencuentros amorosos que dejó perplejos a sus lectores, hombres principalmente, aunque en mi pequeño mundo de aquel tiempo recuerdo algunos comentarios femeninos a favor de Eligio y en contra de Susana, en las charlas librescas de mis padres durante las comidas o cenas que ellos ofrecían a sus amigos. Yo tenía 13 años, leí la novela después, y lamento no haberlo hecho cuando el libro aún conservaba polvos de la imprenta, porque la revelación existencial de esa historia que transcurre entre la Ciudad de México y una inhóspita urbe de Estados Unidos (Arcadia, metrópoli que José Agustín creó para contrastar las diferencias culturales, sociales, morales y ontológicas de ambas naciones) fue una saludable proyección en mi forma de ver la vida.
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Digo saludable porque en la literatura mexicana no había encontrado un personaje como Eligio. Un tipo sentimental, congruente, razonable, tozudo y alivianado. El perfecto paradigma de la masculinidad pero no del macho; un hombre obstinado en amar a una mujer, no por el amor de una mujer, que me recordó, un poco, al protagonista de “La vela perpetua” de Jorge Ibargüengoitia (texto incluido en La ley de Herodes, de finales de la década de 1960).
Y es que en Ciudades desiertas, José Agustín concibió a un ser del Tercer Mundo con espíritu de caballero de Primer Mundo: Eligio es un juicioso hidalgo que supera el conflicto de que su mujer lo abandone sin dar explicaciones. Un estoico Otelo sin su Yago porque a él nadie le sopla el nombre de su contendiente sino que enfrenta al autor de su infortunio, un polaco rudo y de pocas palabras, y sobre todo, porque no hay quien le cuente las infidelidades de Susana pues las ve con sus propios ojos (la escena en que Eligio asoma por la ventana y mira a su mujer haciéndole una felación al polaco es, quizá, el capítulo más desesperanzador de toda la obra de José Agustín).
Eligio demanda, exige, ruega, exhorta, suplica a Susana que vuelva con él. Se traga, con dignidad, sendas cucharadas de menosprecio, no teme llorar ni patalear, no le teme al ridículo ni, mucho menos, al fracaso. Eligio se convierte, página por página, en un honorable señor que merece un nimbo al final de la novela: exhausto de su desventura en Arcadia, de nuevo en la rutina y resignado a la soledad y al desamor, Susana toca la puerta. Le dice que resolvió volver con él por dos razones: lo ama y está embarazada (Eligio y ella hicieron el amor en algún momento del tóxico peregrinar en Arcadia). Y es ahí donde José Agustín asesta un golpe demoledor: Eligio la perdona. Está dispuesto a creer que el bebé que Susana lleva en el vientre es de él, y sólo le impone un castigo juguetón: darle unas nalgadas.
Recuerdo que de Ciudades desiertas, la crítica literaria exaltó, en mayor medida, la sátira sobre el american way of life (el consumismo, la comida chatarra, la mala calidad de la cerveza que “sabe a meados de gringo”, la superficialidad, lo impersonal, el esnobismo), en contraste con la apología del espíritu cálido y fraterno de México y los latinoamericanos, pero no encomió del todo a ese hombre nuevo ni, mucho menos, reflexionó a fondo sobre Susana, la escritora emancipada, la mujer responsable de sus decisiones, sus actos, dueña de su cuerpo.
El 19 de agosto, el gran José Agustín cumplió 75 años. Tres días antes, el viernes 16, la marcha feminista en la Ciudad de México lanzó una fuerte protesta contra este país empantanado en una vergonzosa, oscura miseria social: acoso, violaciones, feminicidios, impunidad. Extrañas paradojas de la vida. A 38 años de publicada, Ciudades desiertas podría ser la primera opción para releer a José Agustín.
ÁSS