Paul Celan: el hombre roto que llegó del este

Literatura

Sus paseos por París son el testimonio con el que Jean Daive rinde tributo a su amistad con el poeta rumano, sobreviviente de los campos nazis de exterminio.

“No podemos decir nuestra verdad sino en la lengua materna; en una lengua extranjera, el poeta miente”, decía Celan. (Ilustración: Boligán)
Melina Balcázar Moreno
Ciudad de México /

En 1965, nadie en París conocía ni respetaba a Paul Celan. Uno de los escritores que junto a él se reunía en torno a la revista L’Éphémère, Pascal Quignard, lo recuerda hoy así, como “un simple desconocido”:

En aquella época, se le veía sobre todo como traductor. Mi viejo amigo y condiscípulo Jean-Luc Marion escribe con remordimiento en sus memorias: “En la Escuela Normal había un profesor asistente para los alumnos que eran malos en alemán. Abucheaban sin piedad sus clases, las abucheaba yo también. Pues bien, ese hombre menospreciado por todos era Paul Celan”.

Sin embargo, para el joven poeta que era Jean Daive ese año cambiaría su vida al conocerlo y entablar una amistad marcada por una comprensión mutua del silencio doloroso que los habitaba: una relación incestuosa en la familia de Daive que lo sume en el mutismo; la muerte de los padres de Celan en los campos de exterminio y sus años de cautiverio en un campo de trabajos forzados en Moldavia. Celan era para Daive ese “hombre llegado del este” con quien recorría la ciudad: el Barrio Latino, los alrededores de la antigua Biblioteca Nacional, las orillas del Sena, la avenida Emile Zola donde vivía. A esos paseos dedica Bajo la cúpula, libro de memorias que intenta ahondar en la imposibilidad de decir, origen y fin de la poesía de Celan.

Su suicidio en 1970 pondrá fin a su dialogo poético que cobró forma en la traducción: Daive llevará al francés su “reja de lenguaje” y Celan traducirá al alemán su primer libro de poemas, Décimale blanche (Blanco decimal). En ambos la narración imposible atormenta la sintaxis. Recuerda Daive: “La imposibilidad de hablar me hacía la vida imposible desde hacía mucho tiempo cuando conocí a Paul Celan, que había escrito Sprachgitter (1959): reja, el lenguaje. Nada de palabras o imágenes, sino que reducía el mundo a una reja para dilucidarlo. ¿Cómo debe una reja contener la demencia?” Este libro de memorias nos ofrece un retrato íntimo del poeta judío, alemán, parisino, apátrida. Es un testimonio único y delicado de sus momentos de fragilidad mental, de sus iluminaciones reflexivas y poéticas, de su relación atormentada y amorosa con la lengua.

Balbucear y tartamudear

¿Cómo retomar la palabra después de la barbarie? ¿Cómo seguir confiando en la lengua después de que se vació de sentido y se hizo orden de exterminio en los campos de concentración? Pese a todo, quizá pese a sí mismo, Paul Celan siguió escribiendo en alemán. No adoptó ni el hebreo o el yiddish de su infancia ni el rumano de sus años en Bucarest, tampoco el francés aun cuando vivía desde 1948 en París. Esa “herida intermitente del mundo” que hizo suya hasta sus últimas consecuencias no podía decirse sino en alemán, lengua de Heidegger cuya posición ante el nazismo lo obsesionaba, pero también de Ingeborg Bachmann, con quien sostuvo una relación amorosa. Pero, ante todo, lengua de su madre. A la pregunta recurrente sobre la razón de seguir escribiendo en la lengua de los asesinos de sus padres, Celan solía responder: “no podemos decir nuestra verdad sino en la lengua materna; en una lengua extranjera, el poeta miente”. Sin embargo, el alemán no podía salir indemne. Se vuelve balbuceo, tartamudeo:

El balbuceo introduce nuestra asimetría del mundo y al mundo. Es la marca de nacimiento en la mejilla rosa de quien duerme. El balbuceo es la oportunidad de la palabra, una oportunidad diría jugada, realmente jugada a los dados por el instante de la palabra. Hay… ¿cómo decirlo? Una interrupción… o una… conmutación… conmutación de un conmutador… La muletación interrumpe la corriente… ausenta la vida corriente. El balbuceo corta y puede restablecer la corriente y es para sí una toma de corriente pero también una corriente de aire en nuestra vida corriente.

Decir titubeando, pero con el ánimo de entender, incluso elucidar y, al mismo tiempo, decir afrontando el riesgo de la afasia, la pérdida dolorosa, doliente, de la palabra. Tal parece ser la lección que Jean Daive recibe del poeta:

—He ocultado la sangre. Mi poema oculta la sangre. ¿Qué piensa? He pagado… He pagado —dice.


La lluvia salpica el aire, que golpea las ventanas plateadas. Hoy por ayer. Hoy por una palabra anterior que aún no tenía su estructura pensada, quizá…


—He ocultado la locura… Mi poema oculta la locura.

Cuando no se puede enunciar se encripta. La palabra se hace entonces “piedra que se lanza o se planta”. Así hizo el poeta con su nombre, confiado al azar del anagrama: Antschel en alemán, Ancel en rumano que deviene Celan en 1947. En su nombre resuena el secreto, como lo hace notar Quignard al desplegar uno de los sentidos que revela el francés: Celan celant, Celan cifrando, ocultando, pues la “t” es aquí muda al pronunciar y hace desaparecer la diferencia entre nombre y secreto. De ahí tal vez el malentendido en torno al supuesto hermetismo de su poesía. Textos suyos como El meridiano o el Discurso de Bremen, muestran. al contrario, la urgente necesidad de dirigirse al otro, como quien lanza una botella al mar: “La botella que se lanzó al mar y que contiene algo escrito con tinta en un pedazo de papel debe por fuerza cerrarse herméticamente. […] Hay que cifrar su vida, tapar de nuevo la botella pues se trata de enviarla muy lejos, más allá de la muerte, a quienes perdimos”. Protegido del agua, de las lágrimas, el poema puede seguir llamando. Y es la concepción misma de la lengua la que se pone en juego en tal gesto. Una concepción que lo opuso a ese otro gran sobreviviente que a su vez intentó encontrar refugio en la lengua, como lo recuerda Pascal Quignard:

Primo Levi atacó una vez con violencia a Paul Celan. “Escribir es transmitir, dijo, no cifrar el mensaje y tirar la llave en los arbustos”. Pero Primo Levi se equivocaba. Escribir no es transmitir. Es llamar. Tirar la llave es todavía otra forma de invitar a una mano que busque después de nosotros, que excave entre las piedras y las zarzas y los dolores y las hojas mojadas. […] Y cifrar el mensaje es todavía llamar a la vista, requerir un saber que transmita lo que se ha perdido.

De ahí su obsesión por el diálogo y la herida punzante que produjo en él la negativa de Heidegger de entablarlo. En uno de sus paseos con Jean Daive, así se lo confía:

—Mire, la demencia, la única demencia, no desemboca en la absorción de la muerte. Desemboca en el rechazo del diálogo.


Sonríe. Prosigue:


—Me hice ilusiones. Esperaba convencer a Heidegger. Quería que me hablara. Quería perdonar. Esperaba lo siguiente: que él encontrase las palabras de mi clemencia. Pero mantuvo su postura. Alemania es extraña… otra piedra… indivisible.


—Y sin embargo dividida.


—La división es invisible… Lo creo profundamente… Y ello se traslada a la obra de Heidegger y quizá a su pensamiento… una división invisible cuyo vocabulario escapa… a toda Alemania. ¿De qué está hecha esa división? ¿De qué llenarla? ¿Plegaria? ¿Espera?

La imposible traducción

Callar, ocultar(se) también es traducir. Un vínculo persiste entre ellos, más allá de la muerte de Celan: la palabra énoncé en Décimale blanche que el poeta nunca pudo traducir. “Paul tal vez evitó traducirla voluntariamente y es lo mejor que podía hacer por ambos (Paul y yo): dejar la última palabra para el final y el final aquí es la enunciación de la muerte… El enunciado… sin subtítulo, muerte enunciada, pero no subtitulada…”.

Jean Daive nos ofrece un valioso testimonio de la práctica y concepción de la traducción de Celan. Su manera de indicar, sin colmar, lo imposible de articular:

Hablamos. Habla:


—Utilice los dos puntos. Sincopan.


—No solo los dos puntos salvan…


—¿Salvan?


—El sentido, por ejemplo. Ponga dos puntos en la segunda línea: ahorrará un entonces.


—Dos puntos no… Hay que traducirlo.


—Y cuando no hay que traducir, usted pone dos puntos… Sonríe.

Como el espacio vacante —a veces dos puntos, otras blanco de la página o puntos suspensivos— que se dedica al otro, volatilizado en el aire en los campos de exterminio, pues nada reemplaza al ausente.

¿Cómo reparar la lengua tras la mentira de la que fue víctima? Celan responde distorsionándola, obligándola a significar de otro modo, escribiendo a contracorriente. En ello, la traducción desempeñó un papel fundamental para encontrar esa “detonación”, ese “juego de la lengua con la muerte”, que la obligaría a recomponerse:

Pienso a menudo en la vigilancia cuyo lugar absoluto sería la cerradura: el agujero como medida de toda la vigilancia. Pero escribir la vigilancia supone lo neutro, la distancia, la máscara, que solo el verso puede traicionar… Lo comprendí al traducir “El barco ebrio”… Rimbaud me vigilaba… el poema me vigilaba… y verso tras verso… durante un largo rato de gracia completamente inolvidable… entreveía la exacta traición que me permitía encontrar una equivalencia en términos de traición… Traicionar articula cada verso… Realmente me regocijaba… y me gusta esa traición, que pasó por completo desapercibida…

El puente Mirabeau

La línea de escritura terminará por romperse en ese puente que asediaba su escritura, el que Apollinaire celebró tristemente en Alcoholes, también traducido por Celan. En La rosa de nadie, hace alusión a ese gran poema elegiaco:

          Del sillar

          del puente, de donde

          se estrelló

          en la vida, en vuelo

          de herida, del

          puente Mirabeau.

Entre las páginas más conmovedoras de este testimonio de amistad se encuentran las que Daive dedica a la muerte de Celan. Con tacto, pero con la voluntad de confrontarse a su suicidio e incluso de tratar de entenderlo, relata algunos detalles que precedieron a su desaparición. Las últimas palabras intercambiadas: la “voz sombría, desgarrada, cavernosa” con la que le pregunta por teléfono “—Jean Daive, ya no lo veo. ¿Por qué?”; la angustia de su mujer Gisèle Lestrange al descubrir en la mesa de noche su reloj de pulsera del que solo se separaría —según le había dicho— cuando decidiera morir; sus llamadas desesperadas en busca de un indicio para encontrarlo. Un mes de vacío absoluto.

Línea ininterrumpida que nos atraviesa y nos divide, escribe, línea de escritura que anticipa nuestro final. Final de Paul Celan en París, en el Sena. Final de Ingeborg Bachmann tres años más tarde, en Roma, hallada muerta en su cama, quemada. ¿Cómo?


Puedo imaginar la noche, el Sena, el puente Mirabeau quizá, seguramente (nombrado ya en sus poemas). Un domingo.


Y Gisèle. Día tras día durante la desaparición, la fuga, el alejamiento, la falta de signos.


Día tras día. El rostro en lágrimas, el día de mi cumpleaños. En el restaurante Vagenende. Allí y en otros sitios. Extraviada en la muerte de Paul.


Una tarde, Gisèle:


—Voy a la morgue para reconocer a Paul.


A la tarde siguiente, Gisèle:


—Estaba irreconocible. La cara hinchada y negra.


Y poco antes, Gisèle:


—Jean, han rescatado el cuerpo de Paul en el Sena. En la última esclusa.

Después de la pérdida del mentor —involuntario— y amigo, imposible ligar las frases. Por siempre diseminadas, fragmentadas, estrelladas al contacto con la realidad de la muerte. “Siento su muerte en mí como una ruptura con el mundo. Con el lenguaje”. Gran mérito la de la traducción de Mateo Pierre Avit Ferrero en así haberlas conservado, bellamente.

AQ

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