'El cementerio marino': cien años de la cumbre de Valéry

Poesía en segundos

Como toda la gran literatura del siglo XX, la obra del poeta francés estaba dedicada al minucioso estudio de sí mismo, como lo demostró Salvador Elizondo.

Retrato de Paul Valéry, poeta y escritor. (Foto: Wikimedia Commons)
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

Como muchas otras cosas esenciales de la literatura mexicana moderna, la aproximación crítica de Xavier Villaurrutia a Paul Valéry animó el entendimiento, a lo largo del siglo XX, de El cementerio marino (1920) y de esa forma de creación que no hemos dejado de llamar —quizá de un modo fácil, sin tener en cuenta sus implicaciones precisas— poesía pura.

El autor del “Nocturno de la estatua”, siguiendo al propio Valéry, nos mostró que la razón por la que éste era un clásico en vida, provenía de un ejercicio de la escritura sólo comparable al acto quirúrgico; un ejercicio que demanda la más alta audacia pero también la más alta precisión. Acaso no es menos significativo advertir que esta forma de práctica extrema y absolutamente moderna ocurría a contrapelo de la experiencia dominante de las vanguardias históricas —exploración de lo “instantáneo, prevalencia de la prosa”—. Además, este rigor quirúrgico —un salto del simbolismo a las experiencias radicales del siglo XX— desarrollaba el potencial latente de “El soneto en IX” de Stéphane Mallarmé, al llevar la fuerza sintética del poema corto al poema extenso. En la época convulsa pero insigne de las revistas Contemporáneos, Taller y Horizonte, un joven poeta, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, tradujo por primera vez en México El cementerio marino (se publicó de manera póstuma en 1945 en Occidente).

Octavio Paz, que conoció desde muy joven al escritor galo, no escribió un ensayo sobre él, tal vez por su fascinación en torno a la estética contraria: el surrealismo. Sin embargo, al comentar a Jorge Guillén, señaló otro de los rasgos de la originalidad de Valéry: “un gran escritor dotado de dos cualidades que en otros parecen opuestas: el rigor intelectual y la sensualidad”. Paz no se detuvo de manera especial en Valéry, pero alentó, en las publicaciones que él dirigía, el entusiasmo y las meditaciones notables de Salvador Elizondo en torno a Mallarmé y Valéry.

El autor de Farabeuf demostró que, como toda la gran literatura del siglo XX, la obra de Valéry “estaba dedicada al minucioso estudio de sí mismo” y que esta búsqueda era un método. Así, Elizondo, desde la revista Vuelta y desde su programa radiofónico, se convirtió en el gran impulsor, no sólo de la lectura de la obra de Valéry, sino de la comprensión profunda de sus implicaciones estéticas. Elizondo, tan consciente del poder de la innovación, insistió obsesivamente en no perder el rigor y el carácter insoslayable de la forma. Después, Alfonso Rubio publicó en 1974, gracias a Marco Antonio Montes de Oca, una segunda versión mexicana de El cementerio marino; Bernardo Ruiz, otra en 2004; y Alicia Reyes, otra más en 2017. En 2014 apareció la versión de Julio Moguel que, aunque no respeta la forma, ofrece comparaciones muy interesantes.

No obstante el hecho de que la reflexión sobre Valéry ha venido a menos, quizá El cementerio marino nos haga reflexionar, en este periodo de feísmo y vulgaridad, sobre el rigor difícil y radiante de la pureza, sin la cual no es posible pensar ni crear.

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