Perfección sublime: el arte de Berthe Morisot y Jean-Auguste-Dominique Ingres

Guía de forasteros

El cuadro ‘La fuente’, de Ingres, que puede verse en el Museo de Orsay, representa a una misteriosa joven de unos 20 años de edad, o tal vez menos, y es ejemplo de maestría y belleza.

Autorretratos de Berthe Morisot y Jean-Auguste-Dominique Ingres. (Wikimedia Commons)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Jean-Auguste-Dominique Ingres alcanzó merecida fama por su cuenta, a pesar de haber crecido a la sombra del pintor neoclasicista Jacques-Louis David. Un cuadro de grandes dimensiones, que puede verse en el museo de Orsay (La fuente, óleo sobre tela, 1820-1856, 163 x 80 cm), ocupó la atención del escritor Théophile Gautier, quien sostuvo que esa obra, la cual representa a una misteriosa joven de unos 20 años de edad, o tal vez menos, era un ejemplo de lo que significa la perfección sublime, en donde la pincelada final del maestro había logrado reproducir con asombrosa fidelidad la piel tersa de esa ninfa. El manantial es una pálida sombra de la marmórea figura femenina. Estamos frente a una alegoría del nacimiento de los ríos que derraman agua desde una bien decantada ánfora, cuyas suaves curvas agregan un toque de elegancia y sensualidad.

Gautier, quien vivía en una sociedad intolerante, señaló que también podía verse como una metáfora del desnudo virginal, algo poco creíble. Como quiera que sea, en el cuadro hay un trasfondo mitológico, proveniente de la Antigüedad clásica, con el propósito de incluir un desnudo femenino sin ser acusado de intentar exhibir pornografía erótica desenfrenada, como sucedió a Édouard Manet años después con su cuadro Le Déjeneur sur l´Herbe, el cual mostraba mujeres desnudas en un entorno ni mitológico ni clásico, o a Gustave Courbet con El origen del mundo.

Estudiosos del arte han tratado de averiguar quién fue la modelo. Los visitantes del museo de Orsay que se detienen frente a esta bella figura se ruborizan, no saben hacia dónde dirigir sus miradas, pero al final encuentran que sigue transmitiendo vida al cabo de doscientos dos años. El lienzo empezó a pintarse en 1820, cuando Ingres vagaba por Roma aprendiendo más sobre su oficio. Entonces conoció a la modelo, muy probablemente ítalo-judía, que posó para el ya reconocido maestro y dos alumnos, habituales ayudantes en este tipo de trabajos de gran formato.

Uno de ellos fue alguno de los hermanos Balze (pues ambos tomaron clases con Ingres) y el otro asistente fue un artista de apellido Desgoffe. Sin embargo, se desconoce con exactitud hasta qué punto intervinieron para encontrar la sublime perfección del cuadro. Como dije, el lienzo fue bosquejado hacia 1820, pero se terminó 36 años después. Los críticos de arte de la época no solo señalaron la probable pornografía erótica en exhibición, también se plantearon interrogantes respecto a la ambición del pintor de elaborar una figura de belleza ideal y cuestionaron su realismo, pues en el contorno del cuerpo la pincelada se vuelve menos brillante, más aterciopelada, como para sugerir el grano de la piel y ofrecer al espectador la ilusión de la carne.

Pese a que Ingres siguió fiel a la enseñanza clásica de David, empezó a privilegiar la línea y el dibujo, de manera que su innovador estilo tuvo resonancia incluso en creadores como Pablo Picasso. El cuerpo estirado es el pretexto de un juego de las serpentinas líneas, el tratamiento del modelo es el objeto de una extraordinaria simplificación de los recursos y la ausencia de profundidad realzan la presencia de la silueta.

El primer propietario del cuadro, el conde Duchâtel, ordenó “rodearlo de grandes plantas y de flores acuáticas, para que la ninfa del manantial tuviese todavía más un aire de persona real”. Théophile Gautier describe así esta síntesis entre lo real y lo ideal: “Jamás carnes más ágiles, más frescas, más penetradas de vida, más impregnadas de luz, se ofrecieron a las miradas en su púdica desnudez. Esta vez, el ideal se ha vuelto trampantojo”.

'La fuente', de Jean-Auguste-Dominique Ingres. (Google Art Project)

Perfección sublime también puede encontrarse en un cuadro insignificante (excepto que está colgado en Orsay), pintado por una artista casi desconocida, Berthe Morisot. La escena nos muestra a una joven madre contemplando a su pequeña recién nacida. Este motivo, el nacimiento de un ser humano, es un aspecto poco ensayado por los impresionistas, quienes estuvieron más interesados en explorar el paso de la luz en la naturaleza.

Berthe y su hermana mayor, Edma, se iniciaron en el arte con Jean-Baptiste-Camille Corot, notable paisajista, cuya forma de captar la realidad a través de luz y el color influyó en ellas, introduciéndolas en el plein-air, esto es, la costumbre de pintar al aire libre y no en estudios cerrados. Con apenas 25 y 23 años respectivamente, Edma y Berthe expusieron en el Salón de París. Sin embargo, la primera se casó y renunció a la pintura, mientras que Berthe se unió a la ola de la vanguardia.

Trabajaba como copista en el Louvre cuando un señor con barba se le acercó para preguntarle si podía posar para él. Se trataba de Édouard Manet. Berthe fue su modelo en decenas de ocasiones y nació entre ellos una longeva y fructífera amistad. Además, la pintora se enamoró de Eugène Manet, hermano de su amigo, con quien se casaría y tendría una hija, Julie. El cuadro muestra la escena en que Berthe contempla a Julie recién nacida.

Quienes saben de esto, opinan que Berthe desarrolló una técnica particular, una especie de “taquigrafía visual”, consistente en pinceladas cortas y rápidas para pintar lo que tenía por delante, ya fueran objetos o personas. Plasmó el movimiento y la caída de la luz trazando rayas discontinuas con la superficie del pincel, líneas rápidas con la punta del mismo y rayando la pintura con el mango. Ninguno de sus colegas impresionistas había trabajado de una manera tan radical.

'Le Berceau', de Berthe Morisot. (Musée d'Orsay)

Hay una pequeña pieza del museo del Louvre frente a la que pocos visitantes se detienen para admirarla. Fue labrada en roble policromado, probablemente hacia 1500, en Bruselas, demostrando que las maderas destinadas a alcanzar la perfección deben ser aquellas que contengan propiedades físicas y mecánicas de dureza y ductibilidad apropiadas para tallar. Hay que encontrar, por tanto, troncos bien curados y secos, exentos de defectos naturales. Vale la pena hacer notar que es imperante utilizar maderas de la misma familia y características, procedentes del mismo talado y con el mismo tiempo de secado.

No solo eso. La madera aceptará la policromía y los dorados a condición de que se le apareje, proceso mediante el cual se aplican varias capas de yeso vivo o grueso. En cada ocasión hay que mirar que la anterior esté seca antes de lijar apenas la superficie. Sobre estos estratos de yeso se dan otras tantas manos de yeso mate. El siguiente paso consiste en el repasado de los yesos para recuperar aquellos detalles de la talla que han quedado embotados y en el lijado de estas capas superpuestas hasta conseguir una superficie muy pulida.

Durante la segunda mitad del siglo XVI y primera del XVII, fue habitual que la policromía de las tallas en madera las llevaran a cabo manos distintas a las del escultor. Así, por lo general, quien se encargaba de todas las operaciones correspondientes era el poseedor de la carta de examen que le otorgaba el título de pintor de imaginería. Esta pieza de roble representa, pues, con particular intensidad, pulcritud y detalle el momento cuando el ángel le anuncia a María que su vientre ha de traer al mundo al Salvador. Para los cristianos significa el epítome del nacimiento, un instante de sublime perfección.

AQ

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