Aunque sus primeras señales están en algunas películas que el prolífico Mario Bava dirigió en los años sesenta —La muchacha que sabía demasiado, Las tres caras del miedo y Seis mujeres para el asesino, por poner tres ejemplos—, lo cierto es que el cine giallo no ganó su macabro esplendor sino hasta la década de los setenta. Bautizado así en honor al pulp italiano de los treinta y sus novelas policiacas con portadas de un amarillo chillón —giallo significa amarillo—, este subgénero del horror y el suspenso fue la semilla principal del slasher, el filón dedicado a los multihomicidas de adolescentes que tantos adeptos tendría en los Estados Unidos.
- Te recomendamos Rosalía: un viaje del flamenco al reguetón Laberinto
Pese a contar con diversos representantes entre los que destacan Bava, Lucio Fulci y Sergio Martino, el cine giallo llegó a su cima merced a la ferocidad inigualable de Dario Argento, que afianzó y potenció al máximo los tres rasgos esenciales del subgénero: mayor atención en la perpetración del asesinato que en el hallazgo del asesino, extensas secuencias montadas como coreografías de la brutalidad y expresionismo visual y sonoro. Quizá el filme giallo por excelencia es Rojo profundo (1975), donde Argento fusiona con pericia dos vetas narrativas —el relato policiaco y la historia sobrenatural— que rinden nuevos frutos en Suspiria (1977), catalogada como una de las veinticinco mejores cintas de terror de la historia por la Asociación de Críticos de Cine de Chicago.
Ubicada en una academia de ballet que resulta ser regida por un clan de brujas, Suspiria ha influido en directores de muy variadas nacionalidades y generaciones y es indudablemente homenajeada a través de El vórtice ecuestre, la película que echa a andar la puesta en abismo de Berberian Sound Studio (2012), el segundo largometraje de Peter Strickland (1973).
Pocas veces el cine dentro del cine había perturbado tanto. En manos de Strickland, quien ya revelara su destreza para crear atmósferas enrarecidas con Katalin Varga (2009) —su estrujante debut sobre la violación y la venganza ambientado en los montes Cárpatos—, el mecanismo de matrioshka adquiere un filo en deuda con Franz Kafka y David Lynch que se hunde de manera lenta pero inexorable en las fracturas de la psique. La mente rota es la de Gilderoy (el espléndido Toby Jones), un retraído y edípico ingeniero de sonido que en los años setenta llega de Inglaterra a Italia para trabajar en la posproducción del nuevo filme giallo de Giancarlo Santini (Antonio Mancino), que lleva el enigmático título de El vórtice ecuestre. Víctima no sólo de absurdos trámites burocráticos sino de los caprichos de actrices de ínfimo nivel, Gilderoy enfrenta el reto más difícil de su carrera: salir de la zona de confort llena de documentales bucólicos en la que se había movido para entrar sin mucha luz —sombras y claroscuros son elementos clave para Strickland— en el terreno desconocido del cine de horror. El desplazamiento físico deviene así un viaje anímico a un corazón de las tinieblas que irá cerrándose en torno de Gilderoy conforme aumentan las presiones para concluir la cinta de Santini. La maestría de Berberian Sound Studio radica en primera instancia en su empleo del sonido para quebrantar la realidad y construir un universo viciado y discordante en el que nada es lo que parece ser y donde el uso obsesivo del close up, para acudir a la noción de James Monaco, suscita una desorientación y una claustrofobia permanentes. “¿Crees en Dios?”, dice en algún momento el director/inquisidor Santini, a lo que Gilderoy responde: “Preferiría no ponerme técnico”. En este breve intercambio se cifra tanto la forma argumental de El vórtice ecuestre, de cuya trama de brujas torturadas que vuelven a la vida nos enteramos sólo por los parlamentos grabados por distintas actrices, como el fondo de desasosiego existencial sobre el que se sustenta Berberian Sound Studio. Al generar terror sin presentar escenas terroríficas salvo hacia el final, al exhibir la dislocación de la personalidad del protagonista mediante el doblaje del inglés al italiano, Strickland demuestra que el miedo tiene sonidos que normalmente ignoramos.
The Duke of Burgundy (2014) es el tercer largometraje de este director cuya trayectoria sigo de cerca desde que en un viaje a Londres adquirí el DVD de Katalin Varga, su primer trabajo de largo aliento rodado en Transilvania en tan sólo diecisiete días y con un presupuesto de apenas veinticinco mil libras esterlinas. No exagero al decir que Strickland es uno de los mayores talentos del cine que se está produciendo en el siglo veintiuno, y prueba más que suficiente de ello es The Duke of Burgundy, un filme que derrocha belleza, misterio y sensualidad apoyado tanto en el guión impecable del propio director como en la fotografía de Nic Knowland y la música de Cat’s Eyes, el dúo inglés de rock experimental que entrega una de las mejores bandas sonoras de los últimos años, llena de notas y voces idílicas que refuerzan el ambiente curiosamente atemporal de la trama que transcurre en un enclave europeo cuyo nombre nunca se explicita para acentuar el aire de mito sáfico que se establece desde el principio. Con una habilidad menor la historia de amor, sadomasoquismo y sometimiento protagonizada por Cynthia (Sidse Babett Knudsen), una mujer madura que se desempeña como lepidopteróloga, y Evelyn (Chiara D’Anna), una joven que en apariencia funge como su criada, se habría precipitado casi con seguridad en la truculencia e incluso la ramplonería pornográfica. Strickland, sin embargo, opta por transitar un camino mucho más desafiante: el del relato hondamente erótico que se desenvuelve como ya señalé en un ámbito desprovisto de señales temporales obvias —aunque ciertos detalles apuntan hacia la década de los setenta, cuya estética fílmica apasiona al director— y que por lo mismo está rodeado por un aura de cuento de hadas perverso, netamente lésbico, en el que el hombre ha desaparecido por completo para dejar que la mujer diseñe un mundo a su medida donde la figura de la mariposa opera no sólo como leitmotiv esencial sino como símbolo de las mutaciones femeninas. Estudio fascinante y finísimo de las patologías sexuales y la cambiante dinámica entre ama y esclava, The Duke of Burgundy es una de esas películas cuyo nivel de sugerencia posibilita que el espectador participe de lleno en los enigmas que se le plantean. Una obra de arte con todas las de la ley.
In Fabric (2018), su cuarto largometraje de ficción —en 2014 lanzó Björk: Biophilia Live, concierto de la excéntrica artista islandesa filmado en el Alexandra Palace de Londres—, ratifica a Strickland como uno de los representantes más singulares y heterodoxos del nuevo cine británico. Desde Bubblegum (1996), su primer cortometraje en el que recupera a dos personajes nodales del underground estadounidense, este director intenta y consigue desmarcarse de las modas para configurar una filmografía propositiva y profundamente personal que apuesta por la anacronía, el erotismo y el terror, como evidencian Berberian Sound Studio y The Duke of Burgundy. Con In Fabric, Strickland da un paso todavía más atrevido en el terreno del horror al partir de un tópico del género tan absurdo como socorrido, un vestido embrujado —tema de ciertas leyendas japonesas que el gran Lafcadio Hearn articuló y organizó por escrito—, para tejer una trama poblada de humor negro y sobre todo de destellos siniestros según la acepción freudiana. Si se le hubiera ocurrido a un cineasta torpe, la idea de la prenda de vestir hechizada o poseída habría enseñado las costuras en los primeros minutos de la película para luego proceder a deshilacharse por completo. La inteligencia de bordes surrealistas de Strickland, sin embargo, crea poco a poco una atmósfera asfixiante y macabra en la que sobresale el uso de espejos y cristales para producir el desdoblamiento y la noción de un mundo oblicuamente distópico donde las rebajas de una tienda departamental son el resultado de extraños rituales que nunca se explican del todo. Uno de los mayores logros de In Fabric es la puesta en escena de un asunto trabajado a fondo justamente por el surrealismo: la vivificación y sexualización del orbe inanimado, representado aquí por una serie de maniquíes que causan escalofríos. Una cinta arriesgada y totalmente desquiciada que sólo podrá apreciar el espectador al que le guste huir, como hace el propio Strickland, de la narración convencional.
Una provocación escatológica con ecos tanto del Luis Buñuel de El discreto encanto de la burguesía (1972) como del Peter Greenaway de The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover (1989), una sátira punzante de las residencias artísticas, una continuación de la exploración sonora iniciada en Berberian Sound Studio: todo esto es Flux Gourmet (2022), el quinto largometraje de Strickland, que se estrenó casi a la par de The Menu (2022), el festín de humor negro y terror de Mark Mylod que también tiene la comida como motor creativo y destructivo al mismo tiempo. No apta para el público habituado a la cinematografía hollywoodense, Flux Gourmet es una nueva muestra del ingenio iconoclasta de Strickland, cuya trayectoria me parece crecientemente estimulante gracias en buena medida a la herencia surrealista que en esta ocasión se vuelve aún más patente. Gusto y oído son los sentidos sobre los que el director enfoca la atención en Flux Gourmet a través de un colectivo sonoro empeñado en reproducir rarezas culinarias con ayuda de performances cada vez más demenciales, cada vez más radicales. La gastronomía da pie a una indagación sensorial que retrata lo grotesco como centro neurálgico de la naturaleza humana, y que subraya la intención de Peter Strickland por ir más allá de la mayoría de los cineastas contemporáneos para probar los límites tanto narrativos como visuales de la disciplina que practica con mórbido placer.
ÁSS