En 1969, Pier Paolo Pasolini respondió en las páginas de Tempo, el semanario en que el cineasta y escritor italiano colaboró regularmente de 1968 a 1970, un cuestionario que Massimo Baldini le envió para su tesis doctoral. Se trataba de cuatro preguntas en las que debía exponer su punto de vista sobre las multitudes: definir el fenómeno social de la multitud y su relación con el fenómeno público; su opinión general sobre la multitud: los dirigentes, sus características, y la posible transformación del individuo dentro de ésta; su propia experiencia en la multitud, si observó cambios en su conducta o si prestó atención a algún detalle en particular y, por último, su opinión sobre el papel de las mujeres en congregaciones gigantescas.
Eran años caóticos. De terror institucional, activismo estudiantil, conformismo intelectual y excesos de poder. Pasolini atravesaba un conflicto de conciencia, de definición política. Comenzó respondiendo que la multitud es un fenómeno urbano. La primera se formó en la ciudad de Alepo (Siria) y su mercado, el más antiguo de la historia, donde se concentraban una inmensa cantidad de gente y mercancías aunque, señaló, no por ser una ingente suma podía catalogarse como masa, puesto que se trataba de individuos que estaban presentes en carne y hueso con un fin compartido, el intercambio, el consumo. Por tanto, las multitudes se integran por una necesidad o situación determinada (el mercado o la salida de una fábrica), y si en ocasiones cambia su naturaleza, se articula como una reunión de sentimientos comunes (puso como ejemplo la violencia colectiva). En este caso, constituye una suma cuantitativa, mas no sintética sino abstracta, de sentimientos individuales. Esas multitudes proclives a la destrucción, al linchamiento, no están organizadas sino estructuradas, y por lo regular, si cuentan con un dirigente, se trata de un ser extemporáneo, a menos que provenga de otro sitio fuera de la multitud, creado en un espacio con planes concretos, como un partido político o una iglesia. Las mujeres, señaló, suelen ser dirigentes potenciales.
Con respecto a sus experiencias multitudinarias, Pasolini evocó una aglutinación en la plaza de San Petronio en Bolonia en 1937, a propósito de la visita de Víctor Manuel III. Formar parte de la marea le produjo una desesperada claustrofobia, incomparable con lo que solía advertir en su estado de ánimo durante los atascos de circulación o en un mercado de Nigeria, donde se transformaba en un simple espectador, como sucede en el cuento “El hombre de la multitud”, de Edgar Allan Poe: desde la vidriera de un café de Londres, el narrador observa un conglomerado de todo tipo de creaturas que confluyen en la calle en hora pico. Burgueses, empleados, vagos, carteristas, limosneros, prostitutas, organilleros, mercaderes, borrachos o simples ociosos, hasta que descubre a un hombre misterioso, un viejo decrépito que, luego de seguirlo en su larga travesía, lo convence de que encarna al genio perverso. Aquel hombre busca la muchedumbre, la necesita para desaparecer, se alimenta de invisibilidad, y por eso, es un perfecto criminal.
Desde hace décadas, la multitud suele asociarse con el músculo político de un dirigente o de un movimiento. Sin embargo, como fabuló Allan Poe y expuso Pasolini, los mítines no corresponden a ésta sino a otro fenómeno, el de la movilización de masas, pues la multitud se forma a través de fines compartidos o necesidades y sentimientos en común, es espontánea. La masa, por el contrario, se recluta para formar un cuadro pintoresco: ese enjambre de conversos simula el destino irrevocable de una nación entera. Como seguimos viendo en plazas abarrotadas con una sola bandera o en la inmensa fila de autobuses que transportan a los fieles del líder emanado de un partido o de una iglesia.
Multitud y masa no son lo mismo. Aunque se parezcan.
AQ