El día que David Foster Wallace (1962-2008) leyó la entrevista que le hizo Frank Bruni, reportero de la revista dominical de The New York Times, se arrepintió de haber abierto las puertas de su casa y, a partir de entonces, se propuso conceder la cantidad “estrictamente necesaria” de “esas conversaciones públicas”, siempre lejos de su hogar. Además de las preguntas y las respuestas, Bruni incluyó en su texto observaciones como “en su baño hay una crema dental especial para combatir los efectos del tabaco de mascar. También tiene otra crema para el acné, que mantiene su piel inmaculada.” Ver publicados este tipo de “detalles íntimos” lo indignó y supo así que su timidez y su sensibilidad se verían trastocadas en cada encuentro con la prensa. Por eso centró buena parte de sus esfuerzos en tratar de “controlarlos”.
Foster Wallace comenzó a publicar a finales de la década de los 80 del siglo pasado y, de inmediato, acaparó la atención de la crítica (“es un joven prodigio”) y, durante más de dos décadas, casi siempre por exigencias de sus editores, no tuvo más remedio que resignarse a conceder entrevistas cada cierto tiempo. De esta manera, dejó plasmados una serie de rasgos personales y profesionales que le permitieron a sus lectores conocerlo más, pues en cada charla habló sobre el devenir de su carrera, sus obsesiones temáticas, sus creencias religiosas, sus autores favoritos, el papel de la abundancia de notas de pie de página en sus libros, sus hábitos de trabajo, su opinión sobre las teorías del arte y el papel de la cultura audiovisual pop en la sociedad.
Poco después del suicido del autor de La escoba del sistema y de La broma infinita, Stephen J. Burn, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Glasgow, se planteó reunir aquellas entrevistas que permitieran armar una especie de rompecabezas del hombre que le inyectó frescura a la producción literaria de su país. Después de una exhaustiva búsqueda, el también crítico de libros en varias publicaciones culturales inglesas y estadounidenses confeccionó una antología de veinte piezas titulada Conversaciones con David Foster Wallace, que la editorial malagueña Pálido Fuego acaba de publicar en español.
Leídas en conjunto, esas entrevistas, según afirma el escritor Jonathan Franzen, amigo íntimo del fallecido, revelan la “enorme provisión natural de bondad, sabiduría e ingenio de Dave”. No exagera el autor de Pureza (y, quizá, heredero de Foster Wallace en el papel de “nuevo gran novelista americano”), pues la inteligencia y la irreverencia pulula a lo largo de todas las conversaciones ahí incluidas. Probablemente la más significativa sea la realizada por Larry McCaffery para la Review of Contemporany Fiction, citada casi siempre por los críticos y estudiosos de la obra del hombre criado en Illinois, en la que encontramos aseveraciones como “la narrativa sirve para averiguar en qué consiste ser un ser humano y, la ficción que hoy en día no explore eso, simplemente no es buena literatura”.
David Foster Wallace fue un escritor tan talentoso como atormentado. Con ese pañuelo siempre envolviéndole la cabeza, que lo mismo lo hacía parecer un pirata que un ama de casa en plena faena, con esa voz suave y apagada del Medio Oeste gringo, tan sensato, conmovedor y vivo en sus libros, pero con una depresión crónica, “tal vez siguió un mapa que lo llevó a un destino equivocado: ahorcarse a los 46 años de edad”, como dice el periodista David Lipsky, en su texto seleccionado por Stephen J. Burn.
Su padre es un profesor de filosofía y su madre una maestra de inglés que se dejaban ver por su hijo leyéndose en voz alta el uno al otro el Ulises, con una mano entrelazada. El hombre que sería un pilar fundamental para miles de estudiantes de escritura creativa, era un niño frágil que, sin embargo, jugaba al fútbol americano, y más tarde al tenis, con gran destreza. El día que quiso dejar la universidad (“porque quería leer un montón de cosas que no formaban parte de ninguna asignatura”), sus padres lo apoyaron sin ningún reproche. Al final, después de “devorar” un buen número de novelas, logró graduarse en una doble licenciatura, en lengua inglesa y filosofía. Aunque en el ínterin, claro, hubo varias crisis de ansiedad.
Hizo un máster en Bellas Artes y enseguida se puso a trabajar como profesor de escritura, con una dedicación conmovedora, y en su tiempo libre comenzó a escribir “en serio”, con un estilo particular: divertido, sobrecargado, fragmentario, raro. En 1987, gracias a su agente, le pagaron 20 mil dólares por publicar su primera novela, La escoba del sistema, “una cantidad nada despreciable para un novato”. El éxito fue instantáneo y el bloqueo creativo también (“¡no sé si podré escribir algo mejor!”), algo que intentaba paliar yendo a fiestas y consumiendo drogas.
Un día empezó a tener pensamientos suicidas y se lo contó a un psiquiatra. Éste lo internó unos días en el mismo hospital donde también estuvieron Sylvia Plath, Anne Sexton y Robert Lowell. Ahí fue donde le diagnosticaron depresión clínica y le recetaron un medicamento llamado Nardil. Recién medicado, un día le escribió una carta a Jonathan Franzen: “soy tu fan”, le dijo, y el autor de Las correcciones supo que ese atrevido muchacho sería su amigo y lo animó a seguir haciendo novelas. Foster Wallace le hizo caso y, cuando se dio cuenta, ya tenía escritas más de mil páginas. Era el primer borrador de La broma infinita.
Mientras pulía su nueva obra aceptó un encargo de la revista Harper’s: hacer un par de crónicas. Una sobre la feria estatal de Illinois y otra sobre un crucero por el Caribe. Su estilo sincero, interesante y divertido causó fascinación entre los lectores. Sobre todo porque contrastaba con el de sus novelas: su ficción estaba llena de oscuridad y su sus relatos reales eran destellos de sol. Entre una cosa y otra, tuvo varias relaciones sentimentales furtivas, “con mujeres propensas al nerviosismo y a las drogas”, según cuentan quienes lo conocieron. Muchas veces anunciaba su boda y un par de días después la cancelaba. Así hasta que conoció a la pintora Karen Green, con la que finalmente se casó.
Las cosas parecían ir bien: tenía una compañera a su lado y su éxito literario aumentó con la publicación de La broma infinita. Por eso dejó de tomar el Nardil. Un médico le dijo que, en su estado, no podía dejar de ingerir medicamentos y le cambió la receta. Pero no funcionó y después de un tiempo volvió al Nardil. El problema era que ya no le hacía efecto. Entonces el doctor optó por aplicarle electroshocks. La depresión, sin embargo, no mejoraba. Siguió escribiendo y siguió dando clases, pero la tormenta psíquica no se esfumaba. Tampoco podía dormir y comenzó a perder peso. Estaba completamente desesperado. Un día su esposa salió a hacer unos recados y cuando volvió lo encontró ahorcado.
De todo esto, hasta unos meses antes de su fallecimiento, fue hablando a trompicones (más por conciencia profesional que por gusto) con distintos periodistas, como si en cada encuentro se propusiera aportar una pieza para ir armando el rompecabezas de su vida y obra. A uno le dijo que era “aprendiz” de autores como Don DeLillo y Vladimir Nabokov y John Updike y Julio Cortázar y Manuel Puig. En otra ocasión se sinceró: “hay un énfasis desigual en los programas de escritura sobre la narrativa hermética, la mecánica del oficio, la técnica y el punto de vista, en contraposición al lado más oculto o espiritual de la escritura y el hecho de disfrutar del proceso de creación”. ¿Por qué no ha escrito poesía?, le preguntaron más tarde. “Si te soy sincero”, contestó, “no creo que tenga el suficiente talento para ser poeta. Se necesita una mente clara para ser poeta, una capacidad de comprensión y extracción para convertir lo abstracto en algo concreto”. ¿Y qué pretende al escribir? “Un profesor que me caía bien decía que la función de la buena literatura es relajar al inquieto e inquietar al relajado”.
Poco después de la publicación de su primera novela, David Foster Wallace fue voluntario en un asilo de ancianos. Se encargó, sobre todo, de leerles a los residentes algunos libros en voz alta. Un día, después de concluir la lectura de un fragmento de la Divina Comedia, quiso saber de dónde era el hombre que lo escuchaba. “De justo al este de aquí, de las Rocosas”, le respondió el señor. Ambos estaban en Amherts (Massachusetts), así que las montañas Rocosas en realidad se encontraban al oeste de ahí. Cuando el joven escritor se lo aclaró, el anciano sólo dijo: “¡Vaya, muevo montañas!” A Foster Wallace se le grabó esa frase y se esforzó por aplicarla en su trabajo como escritor. “Porque la narrativa o mueve montañas o es aburrida”.
AQ